29 de abril de 2016

Una fuente china sobre el Japón arcaico: Wei Zhi y el pueblo Wa (koku)

El texto que conocemos como Wei zhi (Gishi Wajin-den en japonés), Crónica de Wei, es una sección del Sanguo zhi (Sangokushi en japonés), Historia de los Tres Reinos, que registra la coetánea historia de Wei (221-265), Shu Han (221-264) y Wu (222-264). Según esta fuente, las gentes que ocupaban las islas japonesas en este tiempo se conocían como Wo (Wa), si bien parece que los escritores chinos no la distinguieron de los residentes del sur de la península de Corea.
La Crónica de Wei fue compilada por Chen Shou (233–297), un historiador profesional de la dinastía Jin, que sucedió a Wei después de que éste conquistara los reinos de Shu Han y Wu[1]. Chen incluyó también varias poblaciones vecinas, en concreto los Xian-bi de la Mongolia oriental, los Puyó, que habitaban la región del río Sungari, de los que, supuestamente, proviene el pueblo Paekche (Kudara), así como los Koguryô-Kokuli (Koma en japonés), que moraban al sur del río Yalu (el Amnok en coreano). Al tiempo, también se refirió a las unidades políticas más meridionales, Ma-han, Chin-han y Pyon-han (Pyon-chin, Bian-chen), tres grupos tribales Han que ocuparon áreas a las que posteriormente se referirían como los estados de Paekche y Silla.
El escritor del Wei zhi mantuvo un cierto orden expositivo, organizando el material en tres secciones: viajes y unas breves reseñas de las estructuras políticas; las costumbres, la flora y la fauna; y la emperatriz Himiko y sus asuntos internacionales.
El término wo-wa identificaba gente pequeña, enana. Desde el punto de vista del norte de China esta impresión puede también referirse a la población china del sur y del este. En apariencia, los chinos no querían, o quizá no podían, distinguir entre los habitantes de la mitad meridional de la península de Corea de aquellos de las islas japonesas. De tal modo el vocablo wa sería un término cultural referido a la gente que habita lejos, en el oriente. Usado habitualmente para aludir a poblaciones bárbaras que rodean virtualmente a China, el término cambió de este significado a otro más digno: pueblo que vive en el mar. Tal vez hayan sido precisamente estas las implicaciones iniciales de la palabra.
Guo (koku-kuni) por su parte, fue para los historiadores chinos, una unidad política de tamaño indefinido y estructura poco clara con cierto grado de autonomía. En la introducción, el Wei zhi menciona que Wa consiste en cien guo, de los cuales treinta están en contacto con Wei. Más adelante, señala que unos veinte guo están sometidos a Himiko.
Los gobernantes de cada guo se denominan wang, el término chino para rey, pero también aplicado en un entramado familiar con los sistemas hereditarios. Las jefaturas pareciera el concepto más disponible para la federación Wa, una designación que haría a Himiko la jefa de las jefaturas.
Daifang (Taifu y Taebang, en japonés y coreano, respectivamente), fue una de las comandancias que los chinos mantuvieron en el norte de Corea, en la zona oeste de la península. Los chinos, que habían conquistado Corea en 108 a.e.c., establecieron allí cuatro zonas administrativas coloniales, comúnmente conocidas como prefecturas (xian), siendo la más notable Lelang. La accesibilidad de Lelang desde la costa de Shandong y su posición geográfica como puente de entrada en Corea se combinaron para propiciar una comunidad próspera en la que se mantuvo la cultura material de sus administradores.
Daifang fue establecida a comienzos del siglo III para consolidar la posición china más hacia el sur. Las comandancias chinas se perdieron poco después, hacia 313, aunque existen evidencias de una administración residual o, incluso, una ocupación, posterior a esta última fecha. Daifang fue, de esta manera, el punto de apoyo necesario que usaban los japoneses cuando visitaban la corte china. Su gobernador general actuaba como un intermediario. Transmitía los presentes, solicitudes y mensajes a Luoyang, un proceso que resultaba lento.
Algunos aspectos relevantes referentes al pueblo Wa pueden destacarse en el Wei zhi. Se dice que vivían en islas montañosas en el medio del océano al sur de Daifang. Se comenta en el texto, también, que los campos de arroz no son demasiado ricos y que, de modo natural, viven de los alimentos marinos. Sin embargo, plantan arroz, lino y árboles de morera para los gusanos de seda. Viajan en bote para comprar granos (casi únicamente arroz) en los mercados al norte y al sur. Las principales jefaturas, siempre de norte a sur, serían Na, Fumi, Toma y Yamaichi (Yamatai[2]). Solamente más al sur estaría la jefatura de Kona.
Se dice, asimismo, que los aristócratas y los comunes llevan modelos de tatuajes sobre sus caras y cuerpos, probablemente para remarcar las diferencias de jefatura, de ubicación geográfica, estrato social y rango[3]. Usan armas como lanzas, escudos y arcos de madera. Algunas flechas de bambú llevaban cabezas de hierro o de hueso.
En la hora de la muerte, empleaban un ataúd que era enterrado. Sobre el lugar se elevaba un montículo. El doliente principal y sus acompañantes cantaban, bailaban y tomaban sake. Después de la inhumación la familia buscaba agua para purificarse en forma de abluciones. En la ocasión de algún viaje o de un determinado evento relevante, usaban huesos para determinar el futuro y la buena o mala fortuna. Las palabras empleadas eran análogas a las encontradas en los caparazones de tortuga, usadas con fines adivinatorios.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCAB-UCV-FEIAP-UGR. Abril 2016.


[1] Otros textos chinos que contengan referencias a esta época en Japón, aunque sin el mismo valor que el Wei zhi, son el Hou Han shu, (Gokansho en japonés, Historia de los Han Posteriores), que registra el período que abarca desde al año 25 al 220; La Historia de los Song, el Song shu, que registra los eventos de Liu Song (420-479) por parte de Shen Yue; el Sui shu, (Historia de los Sui, 581-618), escrito a comienzos del siglo VII; y el Xin Tang shu, la Nueva Historia Tang (618-907), un producto editorial de mediado el siglo XI.
[2] La identificación de Yamatai con Yamato  y de Himiko con Jingu es una premisa que se ha de tener en cuenta, aunque la misma siga en el candelero.
[3] Los tatuajes pueden observarse en las cerámicas del período Yayoi Medio en  la llanura de Kanto, y en algunas prefecturas vecinas (Fukushima, Nagano, Aichi). La práctica pudo derivar de, al menos, la etapa Jomon Tardía en la región central de Honshu. El tatuaje corporal debió consistir en formas geométricas, en tanto que su simbolismo de rango consistiría en añadir rayas o listas. Antes de los tiempos históricos los tatuajes desempeñaron dos propósitos, uno de identificación social; el otro como señalamiento de los criminales. El tatuaje tradicional permaneció entre las mujeres de Okinawa y entre los Ainu hasta generaciones recientes.

22 de abril de 2016

El viaje al Más Allá en el Egipto antiguo: el Libro de los Muertos



IMÁGENES: UN FRAGMENTO DEL PAPIRO DE ANI; Y OTRO FRAGMENTO DEL LIBRO DE LOS MUERTOS, EN DONDE SE OBSERVA A OSIRIS EN EL TRONO, THOT ESCRIBIENDO, EL DIOS ANUBIS, MAAT Y LOS CUARENTA Y DOS JUECES.

En la antigüedad egipcia del Reino Nuevo los difuntos iniciaban un viaje al Más Allá en el que debían sortear una serie de peligrosas pruebas y obstáculos varios. Para superar con éxito tales pruebas requerían fórmulas mágicas. Muchas de ellas fueron recogidas en papiros confeccionados en los talleres templarios, un conjunto de textos que reciben el nombre común de Libro de los Muertos, si bien los propios egipcios lo denominaban Libro del Renacimiento o también de la Salida a la Luz del Día.
Como la muerte se consideraba un trance inevitable que daba acceso a otra vida en la que se podía disfrutar de los campos de Osiris, un paraíso que constaba con dos regiones, el Campo de los Juncos y el Campo de las Ofrendas, los papiros del Libro de los Muertos se conformaron como una guía que el difunto debía tener presente para afrontar su “viaje” al Más Allá. Se relatan las pruebas a las que hay que hacer frente (en las que el muerto era acompañado y protegido por Anubis) y las distintas transformaciones que el alma sufre en el camino. El difunto transita por diversas estancias y recintos protegidos por guardias que debe superar. Es preguntado  por el nombre de cada cancerbero,  que debe conocer al completo.
El Libro tuvo una dilatada tradición literaria funeraria en Egipto. Los textos, inscritos en sudarios y en sarcófagos, toman forma a partir de 1630 a.e.c. Posteriormente, se añaden capítulos, como el del pesaje del corazón en la balanza de maat (principios del siglo XV a.e.c.), y a partir de 1300 a.e.c. las viñetas pintadas adquieren mayor relevancia que el texto escrito. Las versiones en hierático empiezan a confeccionarse desde 1060 y hasta mediado el siglo VII a.e.c., y solamente desde esta última fecha se hace muy popular la denominada Recensión saíta. Desde el siglo I a.e.c. el Libro de los Muertos no se usa más. Los primeros escritos eran exclusivos de los soberanos (los Textos de las Pirámides, sobre todo en las Dinastías V y VI, como en la Pirámide de Unas o en las de las esposas de Pepi I, en Saqqara). En el Reino Medio los textos se difundieron entre el común de la población. Ahora, los antiguos Textos de las Pirámides son modificados y simplificados para pasar a ser inscritos en el interior de sarcófagos de madera (Textos de los Sarcófagos). Estos últimos, en la Dinastía XVIII se amplían y se adaptan para formar lo que hoy se conoce como Libro de los Muertos. En el Reino Nuevo los textos se reunían en rollos de papiro y se ubicaban en la cámara funeraria del difunto[1]. Los rollos podían ser adquiridos en vida, y por ello propiciaron un lucrativo negocio en los propios templos.
Según se relata en el Libro de los Muertos el difunto inicia su proceloso viaje con la ceremonia de la Apertura de la Boca (devolución de los sentidos al ka o fuerza vital). A bordo de la barca de Re, el difunto (convertido en cocodrilo y serpiente) se enfrenta en su travesía a seres monstruosos, en especial la sierpe Apep (Apofis), que trata de impedir el avance de la barca y, simbólicamente, el nuevo amanecer (Khepri), destruyendo a maat, el orden, y provocando el caos. Vencida la serpiente, con ayuda del gato, un símbolo solar, la meta es el reino de Osiris. Para entrar en este reino el difunto debe vencer en el juego del senet, que representa el juicio de Osiris. En la Sala del Juicio (de la Doble Verdad), el muerto realizaba las llamadas Confesiones Negativas, negando (ante 42 jueces) haber acometido cualquier acción indebida o injusta en vida. Luego Anubis pesaba el corazón, que determinaba si el alma merecía o no salvarse. Thot anota el resultado. Si se salvaba continuaba el viaje hacia las mismas puertas del Más Allá, custodiadas por guardianes que solicitaban el recitado de fórmulas mágicas[2]. En el transcurso del viaje el difunto se encuentra con un lago de fuego que protegen babuinos y cuatro lámparas encendidas. Son los que se encargan de permitir el paso al alma del fallecido.
Una vez que atraviese las puertas del Más Allá, el difunto ingresa en los campos de Iaru, un paraíso eterno de tierra fértil en el que el difunto no tenía que trabajar (lo hacían los ushebtis). Aquí, el ka del difunto disfrutará de cebada y otros granos. En este lugar el difunto honrará a Sokar Osiris.
El Libro de los Muertos finaliza con una serie de invocaciones necesarias a diversos dioses, Isis, Neftis, Hathor o la diosa hipopótamo Opet.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCAB-UCV-FEIAP.




[1] El manuscrito del Libro de los Muertos más relevante y más conocido es el Papiro de Ani, datado en 1240 a.e.c., en época de la XIX Dinastía y hoy en resguardo en el British Museum de Londres. Su propietario, Ani, fue un escriba real. Tras la fórmula expresa para hacer descender la momia del fallecido a la Duat, se entonaba un himno a Re y el muerto comenzaba su largo y difícil camino hacia la eternidad atravesando el inframundo en la barca solar. Comparecía ante el tribunal de Osiris y el alma era juzgada en la escena de la psicostasia o pesaje del corazón. Una sentencia adversa suponía que el monstruo Ammit se comía el corazón; en caso contrario, la eternidad en los campos de Iaru estaba asegurada.
[2] En los portales de la casa de Osiris en el Campo de los Juncos cada uno de ellos está custodiado por un guardián. El difunto recita ante cada uno una fórmula correcta para poder traspasar el umbral, que incluye el nombre del pregonero, del guardia y de la propia puerta. Si lo dice bien, pasa como un ser puro; en caso contrario el guardia acuchilla el alma del difunto.

14 de abril de 2016

La astrología en el ámbito grecorromano



Imágenes: arriba, Atlas Farnesio sosteniendo la bóveda celeste con las constelaciones. Copia romana del siglo II, hoy en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles; abajo, calendario romano en mármol del siglo I. Los días tienen forma de planetas y los meses de zodíaco.

Los caldeos creyeron que los astros intervenían no solamente en el crecimiento de las plantas o en el tiempo atmosférico, sino también en los asuntos de los seres humanos. En tal sentido, los diversos fenómenos celestiales se podían leer como indicios del éxito o fracaso de las acciones que se emprendiesen. Los pronósticos y predicciones se hacían observando e interpretando los eclipses lunares y la evolución de los planetas. En términos generales, las consideraciones de los sacerdotes afectaban a la realeza.
La astrología, como forma de adivinación, surge en el mundo helénico en el siglo III a.e.c. por influencia mesopotámica[1]. La tradición griega adoptó esta costumbre (katholikón prognostikón). El propio Ptolomeo, sin ir más lejos, explicará de qué modo ciertas influencias corresponden a determinados lugares o regiones según el cuadrante celeste que las rija. En las predicciones eran clave los planetas, las posiciones relativas que tuviesen entre sí y en relación a la Luna, el Sol y las constelaciones zodiacales. En el ámbito griego, a diferencia del babilonio, sin embargo, las predicciones no se reservaban únicamente a los gobernantes, sino que podían hacerse para personas corrientes.
A mediados del siglo II, en consecuencia, el pronóstico a través de la astronomía era clasificado como una ciencia en Alejandría, centro neurálgico de la investigación, y en Roma, el foco del poder político-económico de esa época[2]. Esa ciencia aglutinaba tanto la predicción de los movimientos de los astros como los cambios en el ambiente en que tales astros se encuentran (lo que corresponde a la astrología).
La concepción griega del Universo consistía en la presencia de varias esferas, la más externa de las cuales era la de las estrellas fijas, que giraban en torno a una tierra céntrica e inmóvil. Las estrellas mantenían su posición entre sí, de manera que las constelaciones no cambiaban de forma, pero los planetas sí se desplazaban. A ambos lados de la elíptica se configuraba un espacio de doce grados, el zodíaco, en donde se encontraban los doce signos, cada uno de los cuales corresponde a una constelación[3]. Este era el lugar en donde los planetas se desplazaban. El zodíaco era concebido como una respuesta al movimiento solar a lo largo de un año. El movimiento de la esfera celeste alrededor de la Tierra creaba una órbita que también estaba dividida en doce sectores, los llamados templos o casas (cada una comprendiendo dos horas). Esta era la órbita que posibilitaba el cálculo del horóscopo[4].
Desde la perspectiva griega tanto la Tierra como los seres humanos, reciben la influencia activa de los astros, bien sea de las luminarias (Sol y Luna), los planetas (Júpiter, Marte, Saturno, Mercurio y Venus), o bien sean los signos zodiacales. La acción era proporcional al poder de cada uno, que procedía de su naturaleza astral. La influencia se ejercía a través de efluvios. Los planetas, con sus peculiares rasgos de personalidad, carácter y temperamento, sentían antipatías o simpatías mutuas. Dependiendo de su posición en el zodíaco se encontraban en sus propias casas o en terreno enemigo, hecho que reforzaba o debilitaba, respectivamente, los efectos, benéficos y perturbadores, y su poder, según el caso. Las influencias astrales se hacían significativas en determinados momentos, sobre todo en el instante del nacimiento o cuando se proyectaba comenzar alguna empresa.
Los horóscopos de mayor antigüedad fueron escritos sobre papiro. Suelen recoger la enumeración de la posición de los astros en el instante en que se procedió a la consulta o el momento del nacimiento de la persona que desea conocer las influencias astrales. No es habitual que los horóscopos de la antigüedad contengan predicciones (en realidad fundamentalmente consejos), porque sin ellas se limitaba mucho la probabilidad de equivocaciones[5]. Horóscopos reconocidos fueron los de Vecio Valente, quien escribió en Alejandría durante el siglo II. Tienen la peculiaridad de que se refieren a personas que padecieron graves enfermedades, ya fallecidas o seres humanos que murieron de una forma violenta.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Abril, 2016



[1] Beroso, desde la corte seleúcida, y Manetón en Alejandría, propician el conocimiento de las tradiciones astrológicas provenientes de Oriente.
[2] Caldeos era la denominación griega para los astrólogos, en tanto que matemáticos era el término usado por Roma para referirse a ellos.
[3] Fue Hiparco de Nicea, en el siglo II a.e.c. quien graduó la elíptica desde los cero hasta los trescientos sesenta grados. Cada treinta grados de la elíptica corresponden a un siglo zodiacal.
[4] Horoscopus o ascendens es el signo que en el horizonte aparece cuando se produce el nacimiento de una persona. Una vez conocido el horóscopo se tiene en cuenta el círculo de las doce casas, que presiden diferentes ámbitos de la actividad y vida humanas.
[5] No obstante, el recurso adivinatorio de la astrología estaba tan enraizado en la antigüedad que ni el mismo cristianismo logró derrotarlo y erradicarlo. Al considerarlo como obra del diablo en realidad se admitía, de modo tácito, su eficacia.

8 de abril de 2016

Libros de Julio López Saco. Itinerarios. Historias del mundo antiguo


En este libro (Itinerarios. Historias del mundo antiguo, OmniScript, 2016), se quiso plantear un nuevo sondeo, a modo de prospección en las profundidades, del mundo de la antigüedad desde una perspectiva histórico-cultural. Un tránsito, un recorrido, que atraviesa, a través de un entramado de “historias” del mundo antiguo, ámbitos culturales distintos, pero enfatizando las relaciones, las influencias o las semejanzas entre los mismos.

J.L.S.

6 de abril de 2016

Aspectos genéricos de la religiosidad indoeuropea

En el fondo más arcaico de las concepciones religiosas de los indoeuropeos parece revelarse un determinado tipo de religión naturalista, según la cual serían venerados ciertos fenómenos naturales, como el sol, el fuego, el trueno, las aguas, el rayo o los vientos, divinidades todas ellas, por lo general, celestes o, con precisión, atmosféricas. La adoración del disco solar, por ejemplo, parece que fue clave, como se desprende de sus representaciones, como se ve en las espirales, las esvásticas, y los discos solares grabados en rocas de Escandinavia, o también en los cultos, como el carro del sol de Trundholm. El culto del fuego, en relación con el sol, ha dejado evidentes huellas en India (Agni), o en Roma (el fuego sagrado mantenido por las vestales).
El proceso de personalización de las deidades debió ser bastante antiguo. Se cuenta con la existencia verificada de una divinidad común *dyeus pater, probable resultado de la personificación del cielo o de la bóveda celestial. Si la bóveda celeste fue personificada como padre debe pensarse que los diversos fenómenos atmosféricos pudieron ser también personificados, de modo reciproco, como hijos o vástagos. La existencia del nombre común para dios,*deiwos, con su plural, podría ser un indicio de que, en efecto,
existieron esas otras personificaciones. El nombre genérico para dios se encuentra bien documentado en sanscrito devas, avéstico daeva, latin deus, celta antiguo Deva, nórdico antiguo (en plural) tlvar, y lituano dievas. Su etimología parece confirmar que se trata de diferentes personificaciones de tales fenómenos atmosféricos. Otra particularidad, en relación a lo que se ha señalado, es que en algunas lenguas el arcaico nombre genérico se transforma en un teónimo, como ocurrió en nórdico antiguo y en sajón antiguo, en donde Tyr y Tig viene a ser el nombre propio de la deidad germánica de la guerra, que Tácito identificó con el Marte romano. Algo análogo ocurre en español, donde en plural “dioses” conserva su valor genérico, si bien en singular Dios se ha convertido en el nombre propio de la única divinidad cristiana.
Muy probablemente, los indoeuropeos no construyeron templos, aunque sí tuvieron lugares sagrados al aire libre. Hay fundados indicios para pensar que entre los ritos de la religión indoeuropea debió existir uno en concreto que consistiría en la ofrenda sacrificial de diferentes animales, sobre todo, la oveja, el cerdo y el toro, un hecho evidentemente natural en poblaciones de pastores ganaderos. En Roma, ese ritual se conoció con el apelativo suovetaurilia, mientras que los lusitanos tuvieron también uno semejante, según se desprende de la inscripción del Cabeço das Fraguas, en Portugal.
Un elemento neurálgico en la religiosidad de cualquier pueblo son sus ritos funerarios, su concepción de la otra vida y, por consiguiente, su actitud ante la muerte. En este sentido, se destacan los kurganes (que dieron nombre a la cultura esteparia), túmulos característicos tanto de la región originaria, las estepas, como de las zonas de expansión subsiguiente, en la Europa centro-oriental. El túmulo o kurgan cubría una sepultura construida en forma de vivienda, a veces con las paredes decoradas. Los indoeuropeos han oscilado constantemente, en cuanto a los modos funerarios, entre la cremación y la inhumación. A veces, incluso, en regiones habitadas por indoeuropeos en las que se practicaba la cremación, las cenizas eran depositadas en urnas con figura de vivienda. En las tumbas aparecieron gran cantidad, y mucha variedad, de objetos como ofrendas, tales como armas, instrumentos y útiles diversos, así como animales sacrificados. La abundancia y la variedad de esos presentes se modifican en función del rango social del difunto.
La otra vida aparece presuntamente concebida como una continuación de esta y, por ello, sería deseable conservar el rango, los privilegios y las ocupaciones habituales del difunto. Para que el muerto lo consiga, se incluyen en su tumba armas, riquezas de todo tipo y hasta los animales que lo pueden hacer posible. Esta costumbre, llevada al extremo, implica el sacrificio sobre la tumba de las esposas, esclavos o concubinas del fallecido, siempre con ese mismo propósito. Todo esto significa, indudablemente, que en esta vida la sociedad indoeuropea estaba sólidamente jerarquizada.
En general, la muerte es concebida entre los pueblos indoeuropeos como el final irreversible de algo (esta vida material) y el principio incierto de otra, en un lugar distinto y, se piensa, en mejores condiciones. Ese carácter de final irreversible le confiere un componente trágico, doloroso, que se ve reflejado en las manifestaciones físicas de duelo y en las lamentaciones, en ocasiones histriónicas, que solían acompañar a los rituales fúnebres.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. Caracas. FEIAP, Granada.

1 de abril de 2016

La Vieja Europa: el ámbito pre indoeuropeo

La Europa pre-indoeuropea fue, sin dudas, un mundo complejo, multiforme, muy abigarrado, con miles de años de tradiciones, creencias y costumbres. En Europa  la agricultura llego primero a su zona centro-oriental y balcánica. Hacia el 5000 a.e.c., la agricultura tenía una larga tradición en la cuenca del Danubio, en la Grecia continental, Creta, los Balcanes y en la costa oriental de Italia. En ese ámbito se desarrolló la civilización de lo que Marija Gimbutas bautizó con el nombre de Vieja Europa, que no era en modo alguno uniforme en todas sus regiones, si bien poseía en común  rasgos característicos, ciertamente diferentes de los que posteriormente traerían consigo los indoeuropeos desde las estepas.
A principios del V milenio, la civilización de la Vieja Europa había cristalizado ya en diferentes variedades regionales. Entre ellas se pueden mencionar las culturas de Cucuteni y Lengyel, que ocuparían territorios que hoy pertenecen a Austria, Polonia, Hungria, Eslovaquia y la República Checa; Tisza y Vinca más al sur; y la que denominamos Egea en el contexto de Grecia y sus islas.
Comenzaron a formarse con prontitud núcleos urbanos. Los antiguos habitantes de Europa no escogían para ubicar sus ciudades lugares elevados o de difícil acceso, como ulteriormente hicieron los indoeuropeos. Las ciudades estaban situadas normalmente en lugares que sobresalen por la abundancia de agua y por la presencia de un suelo de óptima calidad. A veces, pequeñas empalizadas sugieren ciertas medidas de protección contra animales salvajes o forasteros errantes, pero no medidas con propósitos presuntamente bélicos. Las casas eran de dos o tres habitaciones, rectangulares, en cuyas entradas había una zona no cubierta donde cocinaban y trabajaban la piedra para confeccionar sus instrumentos.
Utilizaban el cobre (tal vez ya desde el 5500 a.e.c.) y algo más tarde el oro (desde el 4000), en la confección de instrumentos y de adornos. Nunca utilizaron, por el contrario, el bronce, ni conocieron la aleación del cobre con el arsénico, el cinc o el estaño para producirlo. Fueron hábiles artífices también en la creación de cerámicas.
Hasta la fecha, ningún indicio arqueológico hace pensar que la sociedad de la Vieja Europa conociera una división de clases entre gobernantes y gobernados o entre propietarios y trabajadores. No se han hallado palacios de mucha mayor  riqueza que las viviendas comunes, ni tampoco enterramientos que puedan ser considerados  reales o principescos. Por el contrario, lo que abunda son templos con gran acumulación de riquezas, en oro, mármol, cobre o cerámicas, que pudieran sugerir una teocracia o, tal vez, una monarquía teocrática.
La religión ocupaba, al parecer, un lugar central en aquella sociedad. Los “europeos” de entonces construían numerosos templos y lugares diversos para el culto. Cerca del Danubio, los arqueólogos han desenterrado uno de los más arcaicos templos conocidos en Europa. Incluso, otros diversos han sido excavados en los Balcanes. La capilla de Sabatinivka, del V milenio, es un notable ejemplo. Abundan en estos recintos vasos con forma humana, también en forma de pájaro y de otros animales, así como lámparas y cucharas, diferentes ornamentos para el sacerdocio femenino, cuidados peinados en las figurillas que representan a una “diosa pájaro” o a la “diosa serpiente”. La divinidad central era, en consecuencia, femenina, una Gran Madre generadora de vida, asimilada a la tierra, y que genera el fruto de la cosecha, un proceso crucial en una cultura agrícola.
Es muy verosímil que el nombre, o uno de los varios nombres de la Gran Diosa de la Vieja Europa, al menos en la zona occidental, fuera Ana o Dana, que ha subsistido como epíteto de ciertas divinidades femeninas en diferentes lugares de la Europa posterior ya indoeuropeizada, como se constata en latin, mesapio o celta. Son, asimismo, muy frecuentes las sepulturas ovales o antropomórficas, que evocan el útero o la corporalidad de la Gran Madre. Además, en la decoración proliferan imágenes de la diosa, aparte de laberintos, senos y vulvas.
Los habitantes de esta Vieja Europa practicaron la inhumación de modo generalizado. Sus pobladores eran inhumados en enterramientos someros, en pequeños hoyos de forma ovoide en los que, como mucho, se incluían escasos objetos, aparentemente de la propiedad del difunto y de su propio uso cotidiano.
Es muy factible, en consonancia con lo antedicho, que la sociedad de esta Vieja Europa fuese matriarcal, un hecho que no implicaría, sin embargo, una subordinación del hombre a la mujer. Existía, ciertamente, una especialización en las funciones y ocupaciones de hombres y mujeres; no obstante, una cierta igualdad en la estima se deja traslucir en la riqueza, bastante emparejada de los enterramientos de unos y otras.
Resulta también bastante posible que ya entonces existiera una forma de escritura. De la cultura de Vinca, sin ir más lejos, proceden varios vasos destinados al culto, figurillas y diversos otros objetos rituales, inscritos con lo que pudiera ser una escritura o proto escritura a base de signos rectilíneos, de los que hoy pueden identificarse unos cuantos, pertenecientes al período comprendido entre los milenios VI y IV a.e.c. Su naturaleza es pictográfica y su empleo exclusivamente religioso y cultual, pues contiene, según los indicios, formulas rituales y el nombre de deidades sobre objetos votivos. Se ha señalado la identidad o, al menos, la estrecha similitud entre varios de esos signos con otros de la escritura lineal A cretense.
A partir de mediado el V milenio a.e.c., y hasta 2800, aquella cultura se convirtió en el objetivo de los pastores de las estepas rusas, que la alcanzaron por mediación de  una serie de incursiones a lo largo de prácticamente dos milenios, a través de tres intensas etapas. Los vencedores indoeuropeos  impusieron su lengua, su religión, su organización social  y sus costumbres, si bien las dos estirpes terminaron por mezclarse. La indoeuropeización de la Europa centro-oriental, iniciada en el V milenio, se consolidó con las invasiones del siguiente milenio. Esta misma región se convirtió, a su vez, en un foco secundario de indoeuropeización para la Europa septentrional y occidental, ya desde principios del III milenio a.e.c.
Las culturas danubiano-centroeuropeas son, por tanto, el hogar donde cristalizó la indoeuropeidad de Europa a partir de la confluencia de dos estirpes, la de los agricultores de la Vieja Europa y aquella de los pastores “bárbaros” de las estepas. Una vez indoeuropeizada, de allí partieron, a su vez, incursiones que llevaron la indoeuropeización del continente hacia el Norte (el Báltico y Escandinavia), y hacia el Oeste, alcanzando lo que hoy es Francia, España y las Islas Británicas.
Algunos muy conocidos pueblos, en fin, como los etruscos, retos, ligures y pictos, o los léleges, pelasgos, carios, paleocretenses, iberos, vascos y tartesios, suelen ser considerados como islotes supervivientes del continente lingüístico de la Vieja Europa, que quedaría sumergido por la gran oleada indoeuropea. No obstante, es posible que algunas de estas lenguas normalmente tenidas por pre-indoeuropeas sean en realidad indoeuropeas.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Abril del 2016