Las relaciones entre los cristianos y los
conciudadanos con los que vivían, trajo consigo formas de asimilación, de
aculturación y también de disimilación, así como un encuentro, habitualmente pacífico,
entre la sociedad helenista y el cristianismo. Algunos cristianos rechazaban ciertos
aspectos de los valores, las convenciones, los símbolos y hasta las
instituciones de la cultura y la sociedad grecorromana, pero otros optaban por
aceptar (y adaptar) otros elementos propios de esa sociedad. La distinción
primordial de la minoría cristiana sería, sin duda, el monoteísmo, un rasgo
singular en el marco de una sociedad esencialmente politeísta.
En un ámbito urbano helenístico, el cristianismo
estuvo integrado en la sociedad. Hubo una asimilación estructural informal, puesto
que los cristianos interactuaban con
personas de otros grupos culturales por medio de las conexiones sociales
personales (afiliaciones, interrelación institucional, vecindarios,
asociaciones). Por otra parte, fueron fundamentales las conexiones llevadas a
cabo en las ocupaciones profesionales, laborales, que propiciaban
identificaciones y aculturaciones.
Era en la casa doméstica el lugar en donde
principalmente se llevaban a cabo las reuniones, que solían ser abiertas a
cualquier simpatizante, no cerradas o exclusivas. Tal apertura responde a
motivos propagandísticos. Las redes sociales al uso, los matrimonios mixtos, la
casa, la familia, el vecindario, los compañeros de trabajo y, en fin, los amigos,
fueron un factor crucial en la difusión y popularización del cristianismo. De
modo muy inconveniente, sin embargo, esta imagen pacífica de la vida cotidiana
no dejó impacto en las fuentes literarias, más proclives a describir los
conflictos.
La opinión pública consideró a los cristianos,
genéricamente, como seres extraños que fracturaban los moldes sociales acostumbrados,
en especial debido a sus reuniones y a sus creencias y prácticas. Por si fuera
poco, el cristianismo se proclamó única religión verdadera, lo cual implicaba
la falsedad del resto, un hecho que supuso la crítica de la población pagana,
que les tildaba de fanáticos e intolerantes. Es en este contexto socio-cultural
en el que se les acusará de ateos, pero no en sentido filosófico, sino por su
empeño en rechazar las divinidades tradicionales. En tal sentido, se les
atribuían conductas inmorales y crímenes atroces. Así, los rituales de iniciación
en el cristianismo fueron muy criticados por los paganos. Se acusaba a los
cristianos de antropofagia, libertinaje sexual (incesto) en reuniones secretas
y clandestinas, además de infanticidio. La postura de sufrida resignación ante
el martirio y su actitud impasible ante la muerte eran, además, motivo de
chanzas entre los paganos.
Los cristianos provocaron resentimientos populares y
desconfianza entre sus conciudadanos. En algunos lugares (Listra, Tesalónica,
Corinto, por ejemplo), padecieron oposición popular, abusos, calumnias,
confiscaciones, persecuciones y algunas
actitudes xenófobas de parte de la multitud y de las propias autoridades
locales. En ciertos casos, los paganos aseguraban que el cristianismo amenazaba
las costumbres paganas, provocando enfrentamientos y disturbios que daban lugar
a la participación de las autoridades locales, que tomaban medidas punitivas
contra los cristianos. Además, el rechazo frontal al culto imperial suscitaba
muchas dudas al respecto de su lealtad al emperador y a la ciudad misma.
En ciertas ocasiones concretas, los cristianos eran
hostigados por los vecinos porque eran conceptualizados como antisociales. No
participaban en los cultos tradicionales urbanos, de gran trascendencia
política, religiosa y socio-económica, ni en las asociaciones (collegia). No ser partícipe de los
sacrificios, festividades o asociaciones era un claro signo de rehuir a sus vecinos.
Se entendía que los cristianos ofendían la sensibilidad religiosa grecorromana,
resquebrajando la pax deorum.
Si se tiene en consideración que los dioses romanos protegían a las
ciudades y a sus moradores, el comportamiento cristiano se entendía como
amenazante[1],
tanto para la seguridad como para el progreso de la urbe. Esta amenaza,
convertida en intolerable provocación, conllevó sentimientos de aversión,
hostilidad y cólera, que suscitaban denuncias ante las autoridades locales[2].
Incluso la actitud cristiana y su proselitista predicación impactaban negativamente
en la economía local, orientada en torno a los cultos. En definitiva, la
oposición local, en muchos casos, era el preludio de la de los factores de
gobierno.
En el siglo I y principios del II, la plebe romana era en cierto grado hostil hacia los
cristianos. Y era así porque entendían que eran responsables directos de ciertos
vicios antisociales. El rechazo a adorar los dioses tradicionales fue el
fundamento de una de las principales acusaciones contra los cristianos, de ahí
que algunos autores (Luciano, Justino, Apuleyo, Marco Frontón[3]),
comenten que se les llamaba ateos.
Se aducía que los misioneros cristianos corrompían a
las mujeres y, en consecuencia, hacían peligrar la unidad de la vida familiar.
Por otra parte, se aseguraba que
promovían relaciones adúlteras y promiscuas. Algunas prácticas rituales cristianas
pudieron ser medianamente conocidas por los paganos y ser interpretadas como
ritos mágicos (la magia se asociaba directamente con la superstición).
Los resentimientos populares hacia los cristianos
parecen derivar, en consecuencia, de sus tendencias “separatistas” y
antisociales. Además, por su negativa a participar en el culto tradicional de
las deidades constituían una amenaza para la sociedad, en virtud de que
destruían las familias y debilitaban el entramado social.
Los cristianos fueron vistos como personajes
contraculturales. Tal contraculturalismo y las antipatías consiguientes
operarían en conjunto al lado de cuestiones étnicas y xenófobas. Las etiquetas
de ateísmo, canibalismo (Justino) e incesto (Atenágoras) parece que fueron
comunes en el marco de la tendencia caricaturesca popular sobre el
cristianismo. Incluso se les veía como rebeldes. Su estigma de antisociales se
podría haber debido a su habitual retiro de las actividades socio-religiosas y al
afán de congregarse en reuniones nocturnas secretas, mientras que su impiedad a
que no adoraban a los dioses o a que sus actividades eran ilícitas e inmorales.
En todo caso, el rechazo del cristianismo fue el
resultado de la tensión que se genera en el seno de las agrupaciones sociales
entre la consideración de su propio grupo y la del otro. La hostilidad
anticristiana se ajustaría, de tal modo, al típico movimiento de reacción
contra un colectivo que (se siente) amenaza valores y estructuras identitarias del
núcleo urbano. La reacción en contra del cristianismo tomó diversas formas, desde
aquellas simples de burla popular hasta las más severas de abierta persecución,
a veces espontánea y en otras ocasiones institucionalmente organizada.
En último caso, la percepción popular del cristianismo
no deja de ser una visión estereotipada,
una respuesta en modo de etiqueta. Del tal modo, las diversas acusaciones
contra los cristianos, desde su impiedad o su inmoralidad, hasta su actividad
incestuosa y canibalismo, no implican, necesariamente, un fundamento real. Son
las habituales acusaciones dirigidas hacia los grupos marginales, a los que se
consideraban una amenaza para la sociedad en virtud de su carácter de grupo
extraño.
El fenómeno de las persecuciones implicaba la manera de
concretar, de modo violento, el sentimiento de antipatía y rechazo respecto a un
grupo (la comunidad cristiana), que se entendía desmembrado del grupo referencial,
que era el urbano.
Una suerte de aversión popular y de sesgada
desconfianza fueron dos factores cruciales en el rechazo del cristianismo. Los
prejuicios fueron claramente determinantes. En síntesis, el grupo social
reaccionó contra el subgrupo cristiano porque no se reconocía en su expresión
religiosa (minoría religiosa novedosa, de origen bárbaro, y con un monoteísmo
extremo), y porque se sentía amenazado por la misma (incisiva evangelización y
proselitismo agresivo), lo que se creía atentaba contra los intereses
religiosos y económicos y contra aquellos referentes sociales tradicionales,
clásicos, en esencia, los banquetes públicos, la familia, los sacrificios y,
sobre todo, el culto imperial. La rumorología funcionaba como un factor
desculpabilizador, proyectando en el sector rechazado los errores, pecados y
fantasmas del grupo referencial. En la sociedad romana, muy sacralizada, la
persecución hizo las veces de un rito colectivo purificatorio.
En el último tercio del siglo II, sin embargo, tanto paganos como cristianos otean la posibilidad, amén de
la necesidad, de dialogar (combatirse en el terreno dialéctico) de la mano de
la argumentación y la especulación. La Iglesia entendió la pertinencia de elaborar
una reflexión cristiana y de expresarse siguiendo los propios modos de la contemporánea
tradición grecorromana.
Si bien una gran mayoría de las objeciones al
cristianismo fueron de tenor social, y no filosófico, en el seno de ese
ambiente de hostilidad se desplegó un singular tipo de oposición, comandada por
los filósofos, y que fue plasmada en debates o en lecciones formales en las
escuelas filosóficas o, incluso, publicadas en sus obras. En ellas se vituperaban
creencias y prácticas cristianas.
La finalidad primordial de esas obras era establecer
argumentos críticos razonados contra las más relevantes doctrinas cristianas,
como la resurrección, el monoteísmo, la revelación o la encarnación, e intentar
probar, de modo sistemático, la superioridad del politeísmo y de la paideia
griega, fundamento de la cultura grecorromana.
A través de la indagación filológica de las Escrituras
se pretenden denunciar contradicciones históricas, lógicas y textuales, con el firme
propósito de desacreditarlas racionalmente. El conflicto dialéctico se haría,
de este modo, realmente apasionante.
El estoico Epicteto parece reconocer coraje (ante sus
perseguidores) y valor (por la costumbre de su ausencia de miedo ante la
muerte) en los cristianos. Sin embargo, el filósofo apunta que no toda
costumbre es virtuosa, sino únicamente la que deriva de la razón (la
filosófica). Los que no temen la muerte irracionalmente contemplan actitudes
maniáticas e insensatas. Por su parte, el también estoico Marco Aurelio,
contrapone en sus Meditaciones (mediado
el siglo II) la teatralidad del mártir cristiano a la compostura y serenidad
del filósofo ante la muerte. La actitud del mártir es una oposición
contradictoria, un posicionamiento exhibicionista, una simple postura fanática
sin valor moral alguno. Se trata, en resumen, de un posicionamiento
despreciable, penoso y de engañoso trampantojo.
Galeno de Pérgamo, por su parte, muestra cierta
simpatía por los cristianos. Considera que manifiestan coraje y buscan la
justicia y, en consecuencia, intenta comprender su moralidad. Si bien la enseñanza cristiana por medio de
parábolas y milagros no contiene lógica, lo que supone una actitud fideísta,
Galeno entiende que es una herramienta útil en la educación. Sería una especie
de filosofía elemental popular. El cristianismo, entonces, no es una filosofía
pero contiene moral[4]. La
observación comprensiva de Galeno influyó en la perspectiva que señalaba que
los cristianos ya no se verán como conspiradores o antropófagos aberrantes. Sin
ser una filosofía, la rigurosidad cristiana (por otra vía) no es menor, en
cualquier caso, que la de los filósofos.
La ironía y la sátira acompañan las referencias a los
cristianos en la obra de Luciano de Samosata, cuyas actitudes se tildan de no
racionales y su fe se fundamenta en una enseñanza sin demostración. La ausencia
de juicio racional convierte la solidaridad cristiana en fanática. El cristiano
es, así, para Luciano, torpe, estúpido, simple y sin intelectualidad. El cristiano
no es un loco, sino un pobre tonto iluso.
Frontón es uno de los eruditos que critican con mayor
acidez al cristianismo. Sus miembros son humildes, ignorantes y crédulos Su
desprecio de la muerte es una idea estúpida y soberbia, carente de razón y, por
tanto, su fe es una supersticiosa falacia, maliciosa, fanática y perversa.
Critica su autoexclusión en las actividades tradicionales (juegos, banquetes).
En resumen, en Frontón encontramos lo que pareciera ser la recopilación de
vicios que la plebe romana atribuía a todo cristiano.
Celso, a través de las citas halladas en Orígenes, se
empeña en refutar las doctrinas cristianas (en El discurso verdadero, último tercio del siglo II).
Entiende que la doctrina es débil y sin credibilidad, especialmente en comparación
con la cultura grecorromana. Eso sí, no entra a valorar los rumores populares
sobre los cristianos y la serie de aberraciones a las que se les vinculaba. No
obstante, señala que sus fieles se nutren de las capas inferiores de la
sociedad (ignorantes e incultos, necios, plebeyos y estúpidos, esclavos y
niños)[5].
Desde una perspectiva política, el cristianismo
contravenía las leyes imperiales en virtud de su carácter sedicioso y secreto;
en consecuencia era subversivo y
peligroso para el Estado. Desde una óptica religiosa, sus fieles miembros son
intolerantes con otros cultos y, además, aspiran a llegar a ser la religión única.
La actitud del mundo pagano frente al cristianismo fue
modificándose poco a poco con el paso del tiempo. La crítica, de cierto
carácter malévolo, revela la irracionalidad, la brutalidad y el fanatismo de los
cristianos. Esto significaba, básicamente, que conformaban un cuerpo extraño en
el marco de la paideia tradicional, en la que el ejercicio de la
racionalidad era un elemento fundamental.
Los romanos percibieron a los cristianos como miembros
de una secta judía y al cristianismo como una superstición oriental que
conllevaba como rasgo primordial la práctica de la magia (religión mistérica
oriental para Luciano de Samosata). Además también lo consideraron un elemento
conspirador y subversivo; un collegium o asociación cívica de carácter
ilegal y; una singular escuela filosófica. Esta imagen fue iniciada avanzado el
siglo II y promovida por Justino. El vínculo del cristianismo con la filosofía
puede verse en la percepción de Galeno (la filosofía como un estilo de vida que
conduce a la piedad), si bien se
trataría de una filosofía de segunda clase, inferior.
Desde finales de la segunda centuria de nuestra Era la
visión pagana del cristianismo fue transformándose. Las críticas contra el
cristianismo se modificaron desde las múltiples acusaciones populares hacia
posiciones académicas e intelectuales. Dicha crítica se centrará en esa fe
ciega cristiana frente al raciocinio de los sistemas y escuelas filosóficos, y
en la sistemática práctica del retiro de la vida socio-política (con sus
implicaciones en la vida familiar). Esta apreciación convertía al cristianismo
en una especie de fuerza de separación y de destrucción en el seno del Imperio romano.
En último caso, hay que decir, que las
opiniones y juicios, en muchas ocasiones, respondían más a temores, rumores y
sospechas, que a fundamentos reales.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UM. Noviembre, 2018.
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[1] Se ha señalado que la motivación primordial que anima
la resistencia y la oposición al cristianismo fue la percepción de que sus
miembros eran, realmente, impíos.
[2] Los propios emperadores Claudio y Nerón, dictaron
medidas represivas locales contra los cristianos de Roma. Fueron considerados principales causantes de
problemas y se les etiquetó como desestabilizadores sociales. No obstante, no
se pensaba que formaran una nueva
religión.
[3] Existió, de hecho, una imagen humorística,
caricaturesca y satírica (Apul., De magia 56-57 y 90) del fiel cristiano
que fue muy difundida entre los gentiles, en los ambientes cultos y entre la
gente corriente.
[4] El conocimiento genuino y la búsqueda de la verdad es
una labor que corresponde al filósofo, el único capacitado para obtener
independencia de juicio y pensamiento por medio del empleo de la lógica. El
filósofo no puede aceptar ninguna filosofía que renuncie a la razón en nombre
de la piedad popular.
[5] La serie de apelativos y calificativos referidos a los
cristianos son muy abundantes. En sentido genérico, sirva decir que para el
filósofo cínico Crescencio, los cristianos eran magos (irracionales) impíos y
ateos.