Imágenes,
arriba, Lecito ateniense de figuras negras, del siglo IV a.e.c.
Helios y Noche. Helios, ascendiendo en su cuadriga, la Noche,
alejándose hacia la izquierda y Eos a la derecha. Atribuida al
Pintor de Safo; abajo, un filósofo vagabundo, tal vez Apolonio de
Tiana, quién vivió parte de su vida en Creta. Escultura hallada en
Gortina (siglo II), ahora en el Museo Arqueológico de Heraklion,
Creta.
Apolonio
de Tiana fue un místico y un filósofo de una rica y reputada
familia griega de la, por entonces, provincia romana de Capadocia, en
la actual Turquía. Natural de Tiana, vivió en el siglo I de la Era.
Fue Filóstrato quien escribió su biografía, realmente legendaria,
en el marco de la denominada segunda sofística. En la peculiar y muy
mítica vida de Apolonio los viajes son un referente crucial. Se dice
que recorre el mundo conocido, incluyendo el extremo occidente, las
Columnas de Heracles en Cádiz o la lejana India en el extremo
oriental. Sus periplos y aventuras son contados por su acompañante,
y al tiempo, discípulo Damis, un asirio al que instruye al modo
socrático.
Siendo
todavía joven, Apolonio de Tiana renuncia a su rica herencia
familiar y se acoge al pitagorismo. Remeda el periplo de su maestro
Pitágoras, otro eterno viajero que siempre va en busca de la
sabiduría. De este modo, visita a
los gimnosofistas de Etiopía, los brahmanes de India o a los magos
babilonios, empapándose de todo el conocimiento que encuentra a su
paso. Su modo de vida es bohemio y austero, pues sigue una estricta
dieta vegetariana, comiendo los frutos de la tierra.
Al
igual que ocurre con Empédocles, se abstiene de manchar con sangre
los altares de las deidades, siguiendo una forma de vida que recuerda
al ser humano su cercano parentesco con lo divino. La condición
humana es privilegiada y peculiar, en tanto que somos la única
especie animal que conoce a los dioses y, además, filosofa
reflexionando acerca de su naturaleza. La creación es motivada por
la bondad de los dioses, de ahí se colige que los humanos bondadosos
gocen de la oportunidad de participar de lo divino. Por tal motivo,
es menester entonar himnos que complazcan a los dioses. No obstante,
Apolonio sostiene que el hombre es un ciudadano universal y que
existe una deidad, inaccesible a la razón, superior a las
divinidades de los pueblos. Aquélla, a diferencia de éstos, no
necesita ni solicita oraciones o sacrificios, o que se le nombre.
Aunque
el viaje de Apolonio hasta Etiopía resulta inverosímil, Lucio
Flavio Filóstrato revela ciertas peculiares ideas respecto a los
ríos Nilo y Ganges. Sus semejanzas radican en que ambos ríos son
considerados divinos; además, sus ritos de celebración son
parecidos. Cuenta el sofista que Apolonio remonta el Nilo buscando a
los gimnosofistas, sabios que moran en unas colinas situadas en donde
rinden un culto especial al propio río. Son gentes que no precisan
de vestimenta ni viviendas, pues viven al aire libre y se congregan
en un bosque en la orilla del río. A la llegada de Apolonio estalla
una suerte de desencuentro, lo que reflejaría una arcaica rivalidad
entre la sabiduría egipcia y la india.
Apolonio
manifiesta una tesis en la cual los egipcios etíopes, por mediación
de la ruta del mar Rojo, establecerían contacto con los indios,
adquiriendo de ellos su filosofía, aunque nunca lograsen llegar a su
nivel de conocimientos. Esta herencia india se ajusta bien a la vida
pitagórica. Lo indio y lo pitagórico pertenecen a una sabiduría
secreta que se aparta de las filosofías conocidas. Es silente,
expresándose con acertijos.
La
vida mendicante y ascética de los pitagóricos se fundamentaba en
una triple creencias, la armonía estelar, la reencarnación o
metempsícosis y el poder de los números como fundamento de lo que
es real. La superioridad de los indios sobre los egipcios reside para
Apolonio en que los primeros, como ciertos pitagóricos, logran
reconocer sus propias reencarnaciones. Incluso él mismo dice
recordar su vida pasada, como la de timonel en una nave egipcia; un
recuerdo semejante al de Pitágoras, que aseveraba que había sido
el héroe Euforbo en la época de la guerra de Troya.
En
Babilonia, por su parte, Apolonio renuncia a participar en el
sacrificio de un caballo que el soberano ofrece al Sol. Eso sí, pasa
un buen período de tiempo aprendiendo los secretos de los brahmanes.
Entiende que India tiene un aura mítica, que asocia con el célebre
país de los lotófagos de la Odisea, donde los forastero que
degustaran sus frutos olvidaba para siempre el retorno a su patria.
No es baladí recordar que desde época alejandrina la región estaba
helenizada. El valle del Indo, y en especial Taxila, era la sede del
denominado arte greco budista de Gandhāra (estilísticamente griego
pero con temática búdica), además de un relevante centro de
enseñanza hinduista y budista. De hecho, el propio Heródoto señala
que el griego es allí la segunda lengua. No hace falta destacar que
ciertos hallazgos arqueológicos han confirmado, en parte, estas
descripciones de Apolonio.
Su
interlocutor fue el rey de nombre Yarcas, un verdadero sabio. Los
brahmanes viven obsesionados con el concepto de pureza (vestimenta,
costumbres, dieta), consagrándose al estudio desde su juventud. Se
les exige una memoria impecable y que no sean lujuriosos, glotones o
charlatanes. Los grandes sabios habitaban una región delimitada por
los ríos Ganges e Hífasis (hoy Beas). El Hífasis acabaría siendo
la frontera oriental del Imperio de Alejandro Magno.
Los
sabios indios poseen una naturaleza noble y filosófica, en virtud de
que lo que emprenden lo hacen honrando al Sol, hecho que supondría
que no se expresarían sin una inspiración divina. Hasta, se dice,
sus mentes pueden penetrar en otras. Entre todo el conjunto de
deidades sobresale la memoria. Por ello, Apolonio les pregunta si,
como supuestamente pasaba con los griegos, se conocen a sí mismos.
La respuesta es afirmativa, pues dicen conocer todo porque primero se
conocen a sí mismos.
En
relación con el alma, señala que los indios saben quiénes fueron
en vidas pasadas y que, además, transmitieron la doctrina de la
reencarnación a los etíopes, “indios” que desde épocas
arcaicas habrían habitado en el subcontinente. A su vez (aunque
parezca sorprendente), la habrían introducido en Egipto. En cuanto
al origen y la conformación del mundo, argumentan la presencia de
cinco elementos; los cuatro conocidos en el ámbito más el éter,
que vendría a ser aquello que inhalan los dioses.
El
conocimiento verdadero es el que asegura que todo está vivo, sea un
animal, una planta o hasta un mineral. Los brahmanes lo instruyen en
el arte de la adivinación utilizando las estrellas. Apolonio
terminará por redactar cuatro libros, convirtiéndose en el primer
yogui griego, a la par que en el primer viajero conocido que es
imbuido de la sabiduría de los brahmanes.
Parménides
de Elea, por su parte, fue una figura no menos legendaria que Orfeo.
Fue el autor de una serie de versos escritos gracias al dictado de la
Diosa blanca. Nos referimos al poema filosófico llamado Sobre la
Naturaleza. Su Poema, para muchos expertos, la primera obra del
pensamiento occidental, resulta al tiempo una alegoría iniciática
cargada de poderosos símbolos así como un
relato de aventuras.
El
jonio Parménides vivía en el sur de Italia. Empleaba para
expresarse la lengua panhelénica de Homero. Ya se había escrito con
anterioridad poesía épica después de Homero, ya que Hesíodo lo
había hecho en su genealógica y didáctica exposición acerca de la
naturaleza de las divinidades que aparece en su famosa Teogonía. De
hecho, en la sección segunda del poema de Parménides aparece el
Eros cosmogónico hesiódico, al margen de unas cuantas deidades
conceptuales del tipo Guerra, Lucha o Deseo, cuyo origen tiene que
hallarse en la Teogonía. La obra de Parménides, no obstante, es
singular y novedosa. En un proemio de excelsa elocuencia relata el
ascenso del filósofo a los cielos. Se trata de un alucinante viaje
imaginario comparable a los del antiguo Egipto.
La
deidad y el filósofo de Elea conversan acerca de la verdad eterna,
real y profunda, que es de origen divino, diferente a las apariencias
del mundo físico. Parménides es trasladado en su viaje, gracias a
un carromato con dos yeguas, hasta la misma deidad. El vehículo es
impulsado por las hijas de Helios, alejándolo de la morada de la
Noche y haciendo que se oriente hacia la luminosidad.
Llega
a un umbral pétreo desde donde se inician dos senderos, el del Día
y el de la Noche. La puerta está cerrada y las llaves que la abren
son custodiadas por Diké. Se abre finalmente la puerta y la diosa le
recibe, dándole una amable la bienvenida. Le dice que han sido Temis
y la propia Diké quienes le han guiado por un camino que no es el
humano, un sendero tan poco confiable como puedan ser las opiniones
de los hombres.
Este
especial pasaje de la obra, conservado gracias a Sexto Empírico,
muestra una destacada imaginería simbólica, que incluye el
carruaje, los animales y las puertas del mundo superior. No es una
ruta para los mortales, por eso únicamente las hijas de Helios
pueden mostrar el camino. La visión del Reino de la luz que aquí se
establece es una experiencia religiosa, que implica que cuando la
visión humana se dirige hacia la verdad oculta la vida se
transfigura. El prototipo de tal experiencia puede encontrarse en las
prácticas mistéricas y en las ceremonias de iniciación. Así pues,
se trata de la experiencia íntima de lo divino por parte de un
humano quien, revelado lo visto, fundar una comunidad. Es por tal
motivo que al comienzo la escuela de Parménides fue una suerte de
espacio de convivencia secular y religiosa, de características
míticas y proféticas.
Parménides
transmuta el lenguaje de los misterios para crear un espíritu que se
denominará filosofía. En tal sentido, la filosofía no emerge de
conceptos abstractos, sino de una simbología mítico-religiosa
presente desde antiguo en Eleusis o en Delfos. Quizá esto explica el
por qué se considera a Parménides un nuevo Odiseo, viajero que
recorre caminos con la intención de aumentar sus conocimientos.
Naturalmente, es un periplo que no corresponde al mundo físico; es
una vía de salvación, como aquellas de las religiones mistéricas.
En
virtud de que la realidad posee una naturaleza espiritual y el
pensamiento mejora el mundo, el ser humano debe escoger entre dos
vías: entre la errada (la del no-ser) y la recta, la del ser, aunque
existe una tercer camino que es el que recorren los ignorantes,
creyendo que el ser y el no-ser poseen una real existencia. Son los
denominados hombres de dos cabezas, en realidad, invidentes y sordos.
El
ser contiene propiedades constitutivas, ya que nunca fue generado y
jamás desaparecerá. Se encuentra más allá de la multiplicidad.
Muy probablemente influido por corrientes de pensamiento orientales,
Parménides hace surgir el mundo de la apariencia de la oposición
entre oscuridad caótica y la luz prístina y primigenia. La mezcla
(a través de Eros, como en Hesíodo), y el equilibrio entre ambas es
lo subyacente al mundano orden aparente. Encima de todo ello está la
diosa, cuya sede resulta ser un trono ubicado en el centro de dos
anillos que rodean el mundo, que son el de la noche y el del fuego.
Se viene a decir, por consiguiente, que si se quiere conocer lo
divino hay que hacerse divino, efecto que se logra por medio de la
imaginación.
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-AEEAO-UFM, febrero, 2023.