Imágenes, de arriba hacia abajo: un denario de Augusto, con el busto de Venus en el anverso y diversos utensilios rituales en el reverso, entre ellos un bastón de augur (lituus), un cuenco de libación (patera), un trípode y un cucharón (simpulum); relieve con el sacrificio de un toro, acompañado de libaciones, en un altar con llamas y con el victimario portando el hacha del sacrificio. Antiques Museum in the Royal Palace, Estocolmo; un fresco pompeyano mostrando hombres romanos con togae praetextae, celebrando un festival religioso, tal vez Compitalia, siglo I a.e.c.; y panel de la Columna Trajana, que muestra una procesión lustral de las víctimas de la suovetaurilia bajo estandartes militares. Datado hacia 113.
Uno de los fundamentos de la grandeza de Roma, según Cicerón1, fue su apego y su devoción a las deidades, la fidelidad hacia los cultos ancestrales que se practicaban desde antaño; esto es, su religión. Política y religión en la mentalidad romana estuvieron entrelazadas, en tanto que el panteón de dioses aseguraba que el Estado perdurara en prosperidad con el paso del tiempo. La estructura política romana era un reflejo especular de la comunidad cultual, lo que significa que los éxitos y logros políticos y militares se consideraban una recompensa justa (pietas) a su vocación y observancia religiosa.
El fomento de ciertos cultos estuvo imbricado al deseo de las familias senatoriales de afianzarse en lo más alto del Estado. En tal sentido, los Escipiones favorecieron el culto a Magna Mater y los Iulii se identificaron con la diosa Venus. Por su parte, los Fabios patrocinaron los augurios etruscos, en la época de los Antoninos sobresalió el culto de Mitra y se introdujeron deidades orientales, impulsando Aureliano la adoración del Sol Invictus. Augusto revivió rituales ancestrales ya olvidados, Diocleciano dio inicio a una teocracia política centrada en el culto de Hércules y Júpiter y, en fin, Constantino, dio pie a la integración del dios de los cristianos, y a su posterior exclusividad, provocando un cambio de paradigma crucial.
Hay que recordar que cumplir un ritual era entendido como una acción de afirmación pública que suponía conformidad. Se trataba con ello de exteriorizar las creencias individuales pero sobre todo de demostrar, a través del cumplimiento de un acto público, la lealtad debida al Estado.
Senadores y magistrados de diferente clase detentaban dignidades sacerdotales, en tanto que los emperadores supervisaban, en su potestad de pontifex maximus, los diferentes colegios religiosos y sacerdotales. La acumulación de sacerdocios en aquellos investidos de responsabilidades públicas, le confirió a las prácticas religiosas un agudo sentido político. De esta manera, consultar los auspicios antes de emprender alguna tarea oficial, invocar a las divinidades antes de enfrascarse en una acción militar o hacer votos para lograr determinados objetivos, transformaba a las deidades en las corresponsables y garantes de los éxitos que se pudieran alcanzar. Los romanos pensaban que el éxito únicamente era factible en consonancia con la voluntad divina.
Las alianzas de los diversos emperadores con los distintos dioses romanos era un imprescindible requisito para llevar a cabo las obligaciones de gobierno. De esta forma, las victorias militares y los logros en la política consolidaban la virtus imperatoria de los mandatarios, siendo una prueba irrefutable del valor divino hacia la comunidad que el gobernante de turno controlaba.
Existieron diversos grados para establecer la relación entre la religión y los individuos. Lo que cada ciudadano romano creyese o llevase a cabo en su ámbito privado solamente le interesaba al Estado en ciertos casos excepcionales, particularmente si se veían comprometidas las instituciones oficiales. La privacidad dependía de la tradición de culto y de las propias características de la religión romana, entendida, en esencia, como la plataforma para la realización de rituales y cultos de la manera conveniente. Además, los servicios religiosos que se representaban en el espacio público ocupaban un lugar destacado en la cotidianidad del romano común.
Las deidades posibilitaban una multiplicidad de identificaciones, mientras que la orientación politeísta de la religión propiciaba la máxima flexibilidad en cuanto a los modos de conceptualizar las distintas opciones de culto. Al convivir con un gran número de divinidades que cubrían funciones dispares y, en parte, eran complementarias entre sí, los romanos en general fueron muy receptivos a la llegada y acomodo de nuevos cultos. Esta liberalidad religiosa tiene como orígenes dos elementos clave. De un lado, la inexistencia de una casta sacerdotal desligada de la dirigencia política, que podría haberse constituido como un bastión de la observancia ortodoxa o canónica; del otro, el espíritu del panteón del Estado. Así, las virtudes deificadas o personificadas como divinidades (Pietas, Felicitas, Concordia, Fortuna), vinculan, desde una perspectiva ideológica, los valores del individuo romano con los deseos públicos, colectivos, mientras deidades de gran relevancia, como Venus, Apolo, Minerva o Marte, encarnaban un espíritu de invencibilidad y de iluminación. Naturalmente, la célebre tríada capitolina (Minerva, Juno y Júpiter), representaba la necesaria cohesión estatal.
Las religiones mistéricas, mayormente provenientes de Oriente, como los misterios de Isis, Mitra, Cibeles o los Eleusinos, tendrían también un rol relevante al lado de las deidades oficiales estatales, puesto que no eran incompatibles con la necesaria observancia del culto tradicional. La capacidad de integración, así como el alto grado de flexibilidad de la religión romana, fueron factores esenciales para occidentalizar una buena parte de tales cultos orientales. Esto implica que la fuerza vinculante de la religión romana fue el resultado de la identidad entre el sacerdocio y las personas que detentaban el poder del Estado.
La permeabilidad en relación a distintos universos religiosos, así como el fuerte carácter sincrético, propiciaron que las prácticas del culto romano no fuesen ningún impedimento para la coexistencia de distintas comunidades religiosas en el solar del imperio, un imperio que, de por sí, era suficientemente heterogéneo como para permitir esta pluralidad religiosa que redundaba en su propia estabilidad interna. No obstante, hubo algunas actitudes de intolerancia, pero únicamente cuando se entendía que se atentaba contra las normas éticas ya establecidas o se ponía en peligro la seguridad del Estado. Tales comportamientos afloraron con la aparición de corrientes como el cristianismo o el zoroastrismo. En cualquier circunstancia, el concepto de que el éxito de Roma provenía directamente del apoyo ofrecido por las divinidades estuvo siempre vigente en la mentalidad colectiva romana.
El rechazo de algunos miembros de la secta cristiana a los sacrificios habituales, así como su reticencia a homenajear al emperador y a los dioses tradicionales, hizo de los cristianos personas consideradas desleales a los valores del imperio y sus instituciones, lo cual suponía que podrían ser considerados conspiradores y ser acusados de subvertir el orden de la sociedad romana.
En las primeras dos centurias de nuestra era las minorías religiosas gozaron de tranquilidad y apenas fueron perseguidas, pero a mediados del siglo III se produjo un cambio de relevancia en lo concerniente a la política religiosa. El paganismo había sido francamente flexible ante los desafíos de sus valores más representativos, pero desde el siglo III, en su segunda mitad, la percepción del cristianismo por las autoridades cambió significativamente. Serían, además, los militares quienes encarnarían un incondicional apoyo a aquellas corrientes religiosas más conservadoras y tradicionales frente a las nuevas prácticas que ya proliferaban. Aceptar al dios cristiano significaba, en la práctica, la fragmentación de la pax deorum, de la concordia del mundo de las divinidades, lo cual conllevaba la necesidad de una concepción política enteramente novedosa.
No se debe olvidar que la religión romana descansaba en una minuciosa observancia de los ritos que la tradición había transmitido desde antaño y necesitaba la realización de innumerables sacrificios. La satisfacción de las deidades implica el cumplimiento de las celebraciones religiosas públicas, en la que participan las diferentes clases de la sociedad, así como la correcta realización de los ritos, en tanto que el cristianismo reivindicaba otras actitudes bastante disímiles. Mientras el paganismo necesitaba adeptos y que se aceptase y se reconociese públicamente su ritualidad y sus valores inherentes, el cristianismo requería imperiosamente creyentes fieles. La profesión cristiana de fe contaba con principios muy alejados de las imágenes de culto pagano romano que evocaban patetismo y un apego a la existencia mundana. La exuberancia y materialidad de las prácticas cultuales paganas contradecían la devoción cristiana, esencialmente abstractas y contenidas, muy poco explayadas. En estos aspectos se concretarían las importantes, y capitales, diferencias entre el Estado romano y el cristianismo.
La religión romana asocia la sociedad con un sistema de valores que, se entiende, aseguran la existencia estatal. Aunque los cultos exigen adhesión pública, hay un amplio margen de libertades interiores e individuales desde una perspectiva religiosa. El objetivo primordial no es creer, sino respetar las formas.
A partir del siglo IV, la búsqueda de protectores de carácter sobrenatural que permitiesen asegurar la estabilidad imperial, se convirtió en un requisito preponderante. De esta forma, Diocleciano y Maximiano pactaron un sacro acuerdo con Júpiter y Hércules, usándolos como un mecanismo de expresión de un modo de gobierno en el que compartían el poder cuatro emperadores (además de los citados, Constancio y Galerio). Así, el devenir de la religión romana se asociaba directamente al desarrollo exitoso de la tetrarquía como novedoso colegio imperial. Legitimar la tetrarquía se fundamentaba en el vínculo entre los mandatarios y la religión. Un buen número de notables y ambiciosos hombres, generales y emperadores, se apropiaron de una o más deidades como mecanismo de legitimación de sus actos.
Esta tensión entre las ambiciones personales y la paternidad divina se constata en Augusto (como diis electus), asociado con distintos protectores divinos (Marte, Venus y, sobre todo, Apolo), en Marco Antonio, quien recibió apoyo de Dióniso, en César Venus Genetrix, en Sila la ayuda de Venus, Neptuno en Sexto Pompeyo, en Nerón, con Helio-Apolo, en Domiciano con Minerva (aunque en acuñaciones monetarias también con Júpiter), Hercules Romanus con Cómodo, en Aureliano con Sol Invictus, Maximiano y Hércules, Diocleciano con sustento de Júpiter, en Constantino y su apoyo en Cristo, o en Escipión y su vínculo con Júpiter, aunque también con otros sobresalientes generales no romanos, como Alejandro con Heracles, o Aníbal con Melkart, por citar solamente un par de ejemplos relacionados, de modo indirecto, con el mundo de la Roma antigua.
No se manifestaba con estas acciones vinculantes un comportamiento piadoso interior, sino una elaborada escenificación política. Desde Augusto en adelante, numerosos emperadores vieron como ciudades (como Mira, en Licia), regiones, corporaciones o ciudadanos individualmente, los elevaban a los altares. Mientras durante la República el elemento de referencia de los elogios emanados de personificaciones como pietas, fortuna o concordia del Estado era el populus Romanus, a partir del reinado de Augusto, principios éticos como securitas, pax o virtus portaban el apellido augusta. La relación entre inmortales y mortales se fundamentaba en la reciprocidad (Elio Arístides, 29, 30), pues en la acumulación de poder en manos de los emperadores se implicaba que la deidad escogida por éstos obtenía, a su vez, competencias sacras y determinadas atribuciones.
En algunas monedas de la época de Galieno, quien reinó desde 253 a 268, se aprecian por vez primera comites divinos que envolvían y sostenían el gobierno imperial. Se introducía en el panteón romano algo esencial: el concepto de una voluntad divina única y suprema que expresaba a todas las divinidades individuales, estableciéndose un especial paralelismo entre el poder y mandato de esta deidad superior y el poder político ejecutado en la esfera humana. En este sentido se entiende el modo cómo Aureliano buscó una renovación religiosa estatal por medio de un nuevo programa de cultos. Así, el dios Sol dominus imperii Romani y su colegio de sacerdotes era el que se esperaba que hiciese las veces de una deidad preeminente, en un evidente ejercicio de henoteísmo solar. A partir de aquí, Porfirio elaboraría una teología que entendía al dios Sol como el reflejo único, y con el mayor poder celestial. De ello al despliegue formal y legal del cristianismo por el imperio habría un muy corto paso.
Ciertamente, en el mundo antiguo, el dominio en el ámbito de la religión, en particular la adivinación, se convirtió en una fundamental herramienta socio-política. En el siglo IV surgiría, no obstante, una especial cualidad del pensamiento religioso, la ortodoxia. En la segunda mitad de esta centuria, los emperadores y mandatarios cristianos exigieron un exclusivo reconocimiento del credo considerado correcto; esto es, ortodoxo, normalmente establecido por un sínodo de obispos en íntima unión con los dinastas imperiales. Por tanto, es un siglo en el que se produce una transformación religiosa que pasa de la defensa del politeísmo por parte de los tetrarcas a una monoteísta devoción a partir de Teodosio y sus sucesores. Hubo una relevante beligerancia en esta época entre opciones religiosas que eran contrapuestas, aunque tal rivalidad se hallaba en un marco referencial análogo, el Estado romano, que fue tanto la plataforma como el participante directo de la diatriba.
Un aspecto novedoso se produjo cuando Constantino, en su ataque a los disidentes donatistas, ordenó una serie de medidas disciplinarias que supusieron la primera fusión entre Iglesia y Estado. La evidente politización de la Iglesia se conjugaba con la teologización de la política y del Estado mismo.
Durante los tres primeros siglos de desarrollo del imperio, la religión romana implicaba continuidad y cohesión social, siendo las disidencias religiosas un reto al sistema político que las mantenía controladas, gracias a las instituciones públicas y a los propios miembros de la sociedad. Si aparecían controversias la teología no era la solución, en tanto que se buscaba preservar el orden social que el mismo ordenado panteón de los dioses romanos aseguraba. Pero a partir de Teodosio de invierte la política religiosa. Los interpretadores de los mensajes provenientes de la deidad única y exclusiva, emplearían su privilegiada posición como una arma política arrojadiza. La jerarquía eclesiástica, con el respaldo del Estado, hará frente a las herejías y a los considerados dioses falsos. Algo había definitivamente cambiado.
1 Así, Catalinarias, III, 21 o Sobre la Naturaleza de los dioses, II, 8. Algo semejante ocurrió con Ennio y Nevio, Propercio, III, 11, 65, Salustio, Guerra de Yugurta, 14, 19, 20, Tito Livio, I, 4, 1-2, Apiano, Proemio, 11, Herodiano, II, 8, para la etapa imperial, así como con, por supuesto, Horacio y Virgilio.
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-AEEAO-AHEC-UFM, mayo, 2025.