EL MITO COMO FUENTE HISTÓRICA: APROXIMACIONES TEÓRICAS
El famoso tratado chino Chuang-tzu, en su capítulo diecisiete ( Chuang-tzu, 1991: 123 ), dice:
“Chuang-tzu y Hui-tzu se paseaban sobre el puente del río Hao. Dijo Chuang-tzu: ¡ Con qué satisfacción van nadando esos peces ¡. Ese es el placer de esos peces. Hui-tzu le replicó: no siendo su merced pez, ¿ cómo sabe el placer que sienten los peces ?. Chuang-tzu le repuso: su merced no es mi persona, ¿ cómo, pues, puede saber que yo no conozco el placer de los peces ?. Hui-tzu le contesta: yo no soy la persona de su merced, por eso no conozco a su merced. Cierto que usted no es pez, por lo tanto no puede conocer el placer de los peces. El raciocinio no tiene fallo. Chuang-tzu le repone: vamos a tomar la cuestión en su origen. Su merced ha dicho: ¿ de dónde conoce su merced el placer de los peces ?. Por lo tanto me ha preguntado porque sabía que lo sabía. Yo lo he sabido por el río Hao”.
¿ Significa este pasaje que hay otros medios de saber las cosas además del lógico y racional ?. En ocasiones, los hechos se saben por extrapolación o por deducción, pero también por participación, comunión, fe o simple intuición. Este modo no objetivo de acercarse a la realidad es el sendero transitado por el mito. La “historia de los mitos” es tanta historia como la llamada narración de los acontecimientos. Todo acontecer, materia prima de la historia, podemos percibirlo como hecho y valorarlo históricamente porque debió haber ocurrido en un marco mítico. Aunque el mito carece de fundamento último pude servir de fundamento porque no tiene ninguna necesidad de fundamentarse a sí mismo. Cuando lo descubrimos como mito se resquebraja e interviene el logos, el fundamento racional de la filosofía y la historia. Todo mito es real en la intersubjetividad: es verdadero para los que lo creen, para los que participan de él; como sistema de comunicación es susceptible de ofrecer conocimientos que podemos abstraer. Sin contenido conceptual, habla, dice, simboliza; describe y transmite una experiencia vital, del mundo, perfectamente válida y absolutamente necesaria como modo de acercamiento a las realidades humanas, objeto de la historia. Por todo ello, no le podemos negar al mito un estatuto epistémico óntico propio que requiere una participación experiencial en la realidad que cuenta. ¿ Qué podemos inferir, por consiguiente, de todo lo anteriormente expuesto ?; que la realidad, pasada o presente, no es sólo racional y lógica. Los sueños, los frutos de la imaginación, el arte, los rasgos esenciales de la vida del hombre, agente y actor de los procesos y el sentido histórico, también forman parte de una realidad multifocal, aunque puedan ser ajenos a las categorías lógico-racionales enunciadas. La narración de hechos históricos, siempre verdadera interpretación, no conforma toda la historia. Las ideas que gobiernan el curso de los acontecimientos son significativas; de este modo, la “sociología del saber”, o la “historia de las ideas”, explican procesos históricos y les confieren un sentido plausible. Y es que la historia no es el desnudo hecho histórico, que en sí mismo no existe, sino la narrativa, el relato o la visión de los “hechos” que se hacen históricos cuando el historiador, casi un aedo, los transforma en tales. Sin esa poética, sin el sentido que proporciona la experiencia mítica, no analizable y únicamente conocible con relación al contexto, las narraciones sobre cualquier acontecimiento, desde los primeros pasos del neandertal y las conquistas de Alejandro a la revolución industrial, o desde los intereses de la corte de Asoka hasta la revolución francesa y la lucha obrera, estarían inacabadas, porque el significado lógico y racional no es completo ni omniabarcante. El historiador de hoy, por descontado, no puede sentirse aislado y actuar como si estuviese encerrado en un compartimiento estanco sellado, sino que debe observar y aceptar las herramientas metodológicas que la antropología ( física o cultural ), la geografía, el arte o la literatura, le pueden ofrecer. En este sentido, el mito es un quehacer del historiador, como lo es del antropólogo, el filólogo, el filósofo, el psicólogo, el sociólogo o el etnólogo. Es necesario asumir que para acercarnos al entendimiento de aquello que consideramos realidad, conjuguemos lo mítico con lo lógico, sentido y funcionalidad. El arte, la religión, lo mítico, deben vincularse a lo técnico y productivo, todos ellos factores propios de un hombre y una realidad polifuncional, por lo que debemos rechazar tanto el exclusivismo racional como la exclusión intelectual. En toda persona existe una dimensión mítica porque las posibilidades reales de la existencia son muy superiores a lo que podemos conceptuar y percibir históricamente; somos así, algo más que cerebro y razón ( G. Durand, 1993: 11 y ss. ). El mito, como realidad antropológica expresiva, que reside en los acontecimientos de los que el hombre es partícipe, complementa el concepto; existe una vinculación de los procesos imaginativos humanos, cuyas capacidades simbólicas expresan actos y palabras sacras, míticas, con aquellos mecanismos abstractos también plenamente humanos. No debemos pasar por alto que las creaciones literario-filosóficas, jurídicas y lógicas fueron prederteminadas por un sustrato mítico, punto de partida que no es obligado ni necesario superar, puesto que es un ambiente real, impreciso, inconsciente, ancestral, no tematizado ni tematizable, en el pensamiento del hombre. En este sentido, el mito se intuye más que se define, sugiere más que afirma, pero está, hoy en día, muy lejos de ese antiguo ideal que lo percibía como pura ficción o recurso absurdo ( J.P. Vernant, 1982: 170-171 y G.S. Kirk, en A. Dundes, 1984: 53-61 ).
En la investigación actual, mito y filosofía son dos modos distintos de conocer, pero sin gradación valorativa entre ellos; el cambio hacia el predominio del logos no se produce por un aumento de racionalidad, sino por el inicio de la conciencia histórica: la fijación por escrito del mito lo conduce a su propia racionalización, a una puesta en orden de sus hechos y a una clasificación enmarcada en el soporte escrito, que empieza a hacer distinguible una “oficialidad” mítica de las creencias y tradiciones populares orales. Es innegable que el mito influye en las realidades sociales y culturales, ejerciendo, normalmente, un papel legitimador, como por ejemplo ocurre con la realidad política de una ciudad o prestigiosa de una familia nobiliaria en la Grecia arcaica. Es por eso que ya no podemos aludir a una separación evidente y lógica entre mito e historia, pues toda concepción histórica posee elementos míticos. El mito se hace presente en la historia cuando proporciona rastros, vestigios, de informaciones sobre hechos pasados, de geografía, legales, etnográficos o costumbristas ( E. Cassirer, 1998: 14 y ss.; F. Díez de Velasco et alii, 1997: 20-45 y C. Lévi-Strauss, 1983: 577-579 ). Aunque el tratamiento historiográfico es diferente del mítico y supone un salto epistemológico, no podemos obviar que hubo una persistencia, un acompañamiento de la mentalidad mítica en el seno del pensamiento filosófico. La ilustración de los físicos e historiadores jonios, que señala el sendero de la reflexión filosófica, requirió un tiempo, y si bien se rompe con el mito a través de la crítica, también es verdad que se reinventa introduciéndolo en la filosofía y la historia, como narración alegórica e ilustrativa, en autores diversos, como Platón o Heródoto. La primigenia filosofía helena posee raíces mítico-rituales y las estructuras de pensamiento de físicos como Anaximandro son una correspondencia con las de la poesía hesiódica, lo que significa que existió una continuidad histórica entre el pensamiento mítico-religioso y la especulación prefilosófica y filosófica, y no una ruptura definitiva. Así pues, hoy no podemos dudar que el logos no fue un “descubrimiento” revelador tan deslumbrante como se había creído, puesto que la cercana vinculación entre los pensamientos mítico, religioso y filosófico se evidencia en el hecho de que en la primera filosofía persistió un conjunto importante de rasgos mítico-rituales y su experimentalidad fue bastante reducida.
Es en el seno de la organización política de la polis arcaica donde, gracias a la secularización del destino de carácter divino y la entrada en la temporalidad del hombre, que comienza a controlar lo que acontece, se produjo ese paso hacia el pensamiento racional, al fin y al cabo, un modo más de observar la realidad, de captarla estructuralmente, ni único, ni mejor o peor que la mirada mítica. La racionalización del mito, con lo que ello implica de innovación mental que responde a una capacidad de abstracción y valoración del pensamiento positivo, ocurre con la consolidación en la polis de nuevas formas político-económicas, como el empleo de la moneda en el inicio de una economía protomercantil, y con la conjunción del ciudadano-pensador que, en el terreno del derecho en los siglos VII-VI a.C., intenta explicar lo que ocurre sin referirse a lo sobrenatural, evitando así lo ambiguo y ambivalente, propio del mito, a través del dominio de la causalidad. En el trasfondo del nuevo pensamiento filosófico e histórico pervive, sin embargo, el mito, en especial cuando se ofrecen intentos de justificación indirectos que más que demostraciones son posibilidades acerca de afirmaciones conocidas y transmitidas por la autoridad de la tradición y no tanto por el poder argumentativo; una tradición canalizada, además, a través de relatos y narraciones mítico-religiosas. La reflexión argumentativa no alcanza un grado absoluto de fundamentación, y siempre existe una carencia que debe colmarse con una referencia tradicional. La riqueza filosófica del mito reside en su invasión de la filosofía y de las actividades humanas, que son motores de la historia, como la participación democrática, recorrida por el mito del verbo, donde cada cual puede hablar y decir su verdad. Incluso algunos contenidos básicos, como trascendencia, sacralidad o misterio, conservan un núcleo resistente a la formulación lógico-empírica, y por ello, requieren el empleo de la sugerencia evocativa, del sentido totalizante, holístico y coimplicativo que conducen a una metaforización que se dirige a una realidad diferente de la presente existente.
No podemos pensar sobre la historia occidental sin comprender, por tanto, que el sustrato es un mito reinventado e historizado. La vivencia de la realidad en la cosmovisión occidental es histórica: una óptica en la que las cosas adquieren inteligibilidad y significación si se ubican en el registro histórico. Occidente, que procede de una doble paternidad diversa, la cultura clasicista grecolatina y el monoteísmo hebraico, experimentó una fuerte sacudida con el paso del paganismo al cristianismo, que se combinó con la caída del Imperio Romano. Tales transformaciones obligaron a la forja de una cierta noción de las diferencias culturales. Desde la debacle imperial, Europa vivirá dominada por una noción del pasado distinta a las de las civilizaciones anteriores; se trata de un pasado en forma de relato, con un inicio preciso y delimitado y con un despliegue de acontecimientos uniforme ( J.H. Plumb, 1974: 69-70 ). La noción de historia como narración y despliegue inexorable se enraizó profundamente en la conciencia europea y contribuyó a la idea de un proceso ordenado de desarrollo, “historiando” buena parte de ese pasado. En el espacio oriental, por el contrario, el trasfondo mítico parece pervivir a flor de piel, puesto que la cosmovisión india védico-brahmánica y la china taoísta, cree que lo histórico no tiene especial consistencia, es sólo un apariencia superable que se puede traspasar para vivir la auténtica realidad, que se encuentra más allá de la realidad mundana ( R. Panikkar, 1983: 83-84 ). Estamos hablando, pues, de cosmovisiones e interpretaciones de la realidad bajo prismas diferentes: una más racionalista y la otra mayormente mítico-fabuladora o naturalista. Y es que lo existente es tanto aquello que puede ser dicho o pensado como lo impensado e inexpresable.
Mito e historia comparten la particularidad de surgir de la tradición y de la expresión narrativa, hecho que condujo a los antiguos a considerar el relato escrito como prolegómeno del mito. Éste, que se encuentra en el umbral de la historia, puede contener, como ya advertimos, datos político-jurídicos o históricos entremezclados con lo propiamente “histórico”. La significativa función que el mito tuvo en el origen de la conciencia temporal responde a que lo que entendemos por historia creció sobre un fuerte fundamento mitológico. En cierto sentido, desarrolló las propiedades que antaño tenían los atributos divinos: “la historia se convierte en el lugar en el que convergen, y al entorno del cual se organizan, todas las proyecciones fantásticas y todos los deseos colectivos de la sociedad …” ( F. Laplantine, 1977: 55 ); es decir, la historia ha funcionado míticamente, lo que implica que es pertinente revisar los fondos míticos para comprender mejor un proceso o serie de procesos históricos de nuestro interés particular. Las recurrentes y potenciales estructuras míticas se actualizan en la historia y se hacen inseparables de la cultura humana. Frecuentemente, incluso, consciente o inconscientemente, las construcciones históricas responden a mitologías propias de los historiadores, de modo que aquello que éstos tienen, desean o detestan configura aspectos de la trama histórica. Con asiduidad se hace intervenir al mito en las creaciones históricas porque sirve de mecanismo que interpreta los acontecimientos, lo cual supone destacar el carácter profundamente humano de la historia, que surge, como el mito, en sí misma, casi como una idea erudita, de las estructuras internas y psicológicas del hombre.
El mito, perennemente presente en la sociedad humana y en su cultura, está activo en las civilizaciones arcaicas, pero también pervive en la actualidad bajo una capa conceptualista, funcionalista y de completa trivialización icónica mass-mediática. En algunas ocasiones, estos recursos míticos escondidos estallan en movimientos sociales novedosos o en revoluciones utópicas de escasa duración, como el mayo francés de 1968, o se actualizan personificándose en ciertos roles, desmitologizándose después en racionalizaciones, en un proceso repetitivo continuado. Cuando la razón, la lógica experimental, desmitologiza, incurre en una propia auto-mitificación, donde el mito se convierte en ilustración, en algo cercano a una ideología, que proporciona sentido a una sociedad histórica pero que también puede torcer peligrosamente la realidad ( M. Horkheimer, 1973: 184-185 y ss. ). De esta manera, ciertos aspectos de los mitos del origen o fin del mundo y de la humanidad, protológicos y escatológicos, alimentaron ideologías, en especial cuando una sociedad y su cultura se hallaron en crisis e intentaron volver la mirada hacia fuentes originales prístinas buscando recrear un nuevo mito que se entendiese aplicable a esa actualidad. El mito impregna, así, la sociedad al completo; no sería comprensible el ritualismo social, que provoca comportamientos y actitudes concretas, sin el latir mítico-religioso, herramienta imprescindible para comprender aspectos singulares y profundos de una civilización. Las concepciones del mundo, con sus trasfondos palpablemente míticos, no son evadidas ni siquiera por el rigorismo científico ( J.M. Mardones, 2000: 163-164 ). La ciencia, como la historia, se asienta en la realidad socio-cultural humana, y sus artífices son hombres, con ilusiones y creencias, en cuyas formulaciones y descubrimientos lo intuitivo e imaginativo y hasta lo metafórico, juegan un papel imprescindible.
Como conclusión deberíamos decir que estamos en condiciones de asimilar que no existe una única razón, pues ésta se manifiesta en una pluralidad de dimensiones, que el pensamiento mito-simbólico es fundamento de la condición de hombre y que el horizonte vital humano sobre el que se eleva el entramado institucional y de pensamiento, en donde se encuadra lo que entendemos por historia, descansa en el ámbito de la creencia y la confianza. Si reflexionamos sobre todo esto seremos capaces de entendernos en nuestra justa medida y valorar, con mayor objetividad, los aconteceres históricos de los que somos actores principales.
Abril, 2005
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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