Miniatura del siglo XV en la que se observan serpientes que atacan a las tropas de Alejandro Magno en India.
El
horizonte geográfico griego se vio ampliado desde el siglo VIII a.e.c. y hasta
el VI, gracias al proceso colonizador. Fue el momento en el que algunos
escenarios míticos, como el caso del destino final de los Argonautas o el lugar
de vivienda del temible Gerión, anteriormente ubicados de modo tenue y nebuloso
en los confines remotos del orbe, se localizan en regiones determinadas, la
costa este del mar Negro, en la actual República de Georgia, y las islas
próximas a Gades, la ciudad colonia fenicia en la costa mediterránea española,
respectivamente. No obstante, el viaje hacia los confines permaneció siendo
considerado como un hecho de naturaleza divina, heroica, tal y como ponen de
manifiesto los periplos de Aristeas de Proconeso, que se dirigió hacia el norte
del mar Negro inspirado y conducido por el dios Apolo, y de Coleo de Samos, que
tomó rumbo, en el siglo VIII a.e.c., hacia Tartessos gracias a la ayuda divina,
aunque su destino inicial era Egipto[1].
Los
confines fueron adquiriendo cierta entidad geográfica, fenómeno acentuado en la
época en la que irrumpe en la historia el imperio persa, sobre todo debido a la
expedición de Cambises a Egipto y a las conquistas militares de Darío I, que se
extienden hasta India. En cualquier caso, y a pesar de esta presencia activa
persa, el aspecto mitológico que rodeaba los lugares no varió
considerablemente. De hecho, los confines, los límites, siguieron mostrándose
sumamente peligrosos. Incluso en época de Alejandro Magno, Curcio Rufo cuenta
cómo un grupo de serpientes voladoras atacaron a las huestes del Magno en
territorios indios, o cómo el propio macedonio tuvo que luchar contra bestias
de cualquier tipo, entre las que se destacó una suerte de dinosaurio denominado
odontotirano.
Lo
cierto es que en los confines del mundo (conocido, refinado, culto, ordenado y
jerarquizado), moraban gentes, pueblos y seres cuyas condiciones y aspecto eran
extraordinarios, como ocurría con los longevos etíopes o con los septentrionales
arimaspos, los hombres de un solo ojo, al modo de los cíclopes. No obstante, no
se puede obviar que las conquistas alejandrinas constituyeron un momento
significativo en la ampliación de los horizontes geográficos desde la
perspectiva cultural helena.
Las
historias fabulosas, a pesar de la ampliación de la óptica griega, siguieron
contándose, perduraron y mantuvieron su popularización. Nearco y Onesícrito,
por ejemplo, todavía mencionaban hormigas gigantescas que se habían erigido en
guardianas del oro, hablaban de monstruos que habitaban las procelosas aguas
del Océano o de grandes sierpes en India, y referían la presencia de salvajes
que se nutrían únicamente de pescado[2]
y hacían sus casas con las raspas del pescado. Incluso mantenían viva la
tradición de la presencia hombres de gran sabiduría, los famosos sabios
desnudos (gimnosofistas).
En
términos generales, la imagen de territorios extraños, extraordinarios, morada
de gentes sabias pero también salvajes e incultas, con costumbres exóticas,
perduró a lo largo de la antigüedad y fue heredada en la Edad Media[3].
Dicho de otro modo: ni los avances en los conocimientos geográficos ni siquiera
el carácter racionalista, además de escéptico, de ciertos autores antiguos,
lograron eliminar esta imaginería fabulosa, mágica y mítica de los confines del
mundo.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB, Caracas. FEIAP-UGR.
[1] No se
puede pasar por alto que la hornada de dioses olímpicos ya habían expulsado
hacia esos confines del orbe, más allá del poderoso río primordial Océano, a
los seres primigenios a los que habían derrotado: titanes, gigantes y monstruos
de diversa consideración.
[2] Los
ictiófagos hacen harina del pescado que luego comen, tanto ellos como su
ganado. Por tal motivo, sus animales saben a pescado. A falta de madera, construyen
sus viviendas con conchas de ostras y huesos de ballena. Nearco también
menciona la isla de Nosala, donde vivía una nereida que convertía a los hombres
en peces, que luego arrojaba al mar.
[3] En algunos
mosaicos medievales, como los de la catedral italiana de Otranto, datados en el
siglo XII, se pueden observar bestias de India, fabulosos híbridos zoomorfos
con cabezas humanas.
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