La violencia de nuestras sociedades
actuales, ilegal o legal, es ahora ordinaria y un elemento genésico, una
versión actualizada del mito arcaico de los orígenes, fragmentador y violento.
Las actitudes violentas (agresivas) de economistas, vendedores o políticos, por
ejemplo, están en la base del deseo del poder y de la pasión por el dominio,
aspectos sobre los que se articulan, aun inconscientemente, los valores
sociales. No es extraño, en consecuencia, la fascinación que desata el
sensacionalismo, las catástrofes o los atentados, así como el protagonismo
simbólico del accidente. Los sistemas industriales eliminaron de lo cotidiano
la naturalidad de la muerte y
sustituyeron su vacío por la mítica ilusión de una vida casi eterna, una suerte
de inmortalidad, como la sugerida a través de la posibilidad de criogenización
o por medio de la abundante presencia de religiosidades y / o espiritualidades
al uso que prometen reencarnaciones sin pudor, sin ir más lejos. Algunos de los
más relevantes movimientos de reivindicación histórica (el leninismo soviético,
el maoísmo, las luchas en varios frentes del Che Guevara o los teóricos
movimientos de liberación del tercer mundo de Gramsci y Lukács), se instalaron
en un universo mítico de la radicalidad, en el que ídolos, ideas y culturas se
asociaron con las utopías de lucha y con la violencia, planteando una
existencia y una sobrevivencia a partir del rechazo de lo establecido y del
enfrentamiento contra el entorno, entendido como hostil, injusto y también
sumamente agresivo. Estas utopías de lucha, sin embargo, acabaron por
convertirse en otras de huida, escapismo y evasión, utilizando para ello
diversos vehículos , como ocurrió, por ejemplo, con los miembros de la
generación beat, los hippies o la famosa Nueva Izquierda estadounidense.
Estas fugas se realizan buscando lo
sacro, el retorno al mítico origen perdido. Tales actitudes o sentimientos
sagrados son producidos por el desencanto de la razón, y son el resultado del
fracaso de las ideologías del progreso. Estos fenómenos espirituales
(metafísicas de la ausencia), religiosidades del inconsciente, de la Alteridad
total o del abismo, eligen caminos salvíficos y místicos, aquellos de las
ciencias ocultas, la astrología, el de los gurús visionarios o el de las
peregrinaciones de carácter místico revelador. Se propician, así, cultos
(milenaristas, apocalípticos, espiritualistas) que tiene como finalidad última
ganarse el alma frustrada del habitante de las ciudades y consolarla. Para ello
se hacen de uso común las sectas más extravagantes (asociadas banalmente al
orientalismo más sesgado), como los Hare
Krishna o los Niños de Dios, y los denominados negocios de lo irracional,
la hipnosis, el magnetismo, la adivinación o el control mental, productos
abundantes en esa suerte de supermercado espiritual en que nuestras sociedades
se han convertido.
Un trasfondo crucial de las
mitologías de huida responde al deseo de recuperar el paraíso perdido,
contemplado en un mítica escenografía oceánica (playas solitarias y
paradisíacas), en la evolución de la idea de residencia y hábitat, concretado
en la huida de la gran urbe, contaminada y deshumanizadora, hacia la casa en el
campo, alejada del mundanal ruido y los beneficios urbanos, en pos de una
especie de Arcadia feliz, y en las denominadas utopías verdes o ecológicas, en
las que la naturaleza se ha convertido en el gran referente, propiciando una
tendencia a divinizar, de nuevo, algunos de los elementos naturales
primordiales por excelencia, como el agua, el Sol, los bosques o el aire puro
de la montaña. También tras la fuga se encuentra el espíritu lúdico como nueva religiosidad profana que busca
neutralizar el vacío moral del hombre contemporáneo y vuelve palpables la
presencia de ciertas ritualidades de regreso a la naturaleza más salvaje, como
ocurre con el surf y su desafío a los elementos naturales. Además, no debemos
olvidar la serie de interpretaciones supersticiosas o mágico-religiosas de
determinados juegos, especialmente de azar, en los que las apuestas se
convierten en ceremoniales organizados en torno a la fortuna, prácticamente
otra vez personificada como una diosa de gran poder.
Los mitos juegan un relevante papel
en lo tocante a la creación y reafirmación de los derechos territoriales, hasta
el punto que muchas guerras modernas se han producido a partir de las amenazas
percibidas sobre tales derechos, como ocurre en el caso palestino-israelí.
Cualquier amenaza a la establecida noción del estado-nación es garantía de
pasiones desbordadas, de terribles consecuencias en numerosos casos (la limpieza
étnica en los Balcanes, por ejemplo). Naciones y territorialidad son, en su
esencia, mitos, que toman sentido en la imaginación. La peculiar guerra contra
el terrorismo, preconizada y liderada desde EE.UU., abunda en nociones del bien
contra el mal, muy al estilo de lo propio de la imaginación medieval. Los mitos
profundamente enraizados, y los motivos míticos adaptativos, son parte
relevante del camino por el que una sociedad imagina y crea su identidad. La
cultura popular suele reinventarse a sí misma y sus aspectos mitológicos, como
los estilos de vida individualistas de los consumidores y sus valores
asociados, lo que conlleva que las sociedades modernas puedan estar al borde de
la fragmentación en diversas subculturas cambiantes, pues estamos inmersos en
lo que R. Barthes denominó “universos mitológicos”.
El propio concepto, abstracto de
Crisis (aunque feminizado), tan manido en todas las épocas, ha sido empleado
desde una óptica mitológica como una cortina de humo distractora de los
síntomas que anuncian cambios inminentes de paradigmas. Hablar de Crisis es, en
esencia, emplear una receta mágico-religiosa que engloba toda una serie de
desórdenes, discontinuidades, alteraciones o rupturas que son muy difíciles de
explicar tradicionalmente. Es por eso que toda crisis es impredecible y genera
una importante dosis de incertidumbre. Esa misma incertidumbre es la que
encontramos en la moderna imagen imaginada del futuro, ahora vacío, ignoto,
inasible, y propiciador de un destacado número de movimientos de defensa contra
lo que se estima el caos total y definitivo: el genocidio cultural, el
apocalipsis ecológico o la destrucción del mundo urbano. Si bien detrás de
tales catastrofismos reside una crítica a la burocracia, el industrialismo, la
tecnocracia y hasta el Estado, el futuro solo se concibe en términos
básicamente escatológicos, una concepción cuyo fundamento radica en esa serie
continua de mitologías apocalípticas que asolan y perturban la imaginación de
nuestras sociedades.
Muchos aspectos de la sexualidad
son constructos mítico-culturales, en los que las mujeres se ven polarizadas
(entre la depravación y la cuasi santidad, entre ser conquistadoras o
víctimas). Los iconos homosexuales, por ejemplo, suelen percibirse, muy a
menudo, al estilo de los héroes o deidades míticas. Los movimientos feministas
de los años setenta del pasado siglo XX, desarrollaron sus propias heroínas y
mitos de los orígenes, bien a través de mujeres elevadas a un estatus icónico
concreto, o por medio de figuras míticas como las diosas paganas. A partir de
la idealización de la Gran Madre, se han confeccionado los mitos modernos de
una perdida edad áurea, de sabiduría ya olvidada, que contiene significativos
aromas artúricos, célticos, egipcios o mayas, y que ejemplifica a la perfección,
la necesidad humana de crear la imagen de un cosmos o utopía ideal, un ideal
reconocido como inalcanzable y ubicado en el pasado lejano o, en ocasiones,
como en la ciencia ficción, en el futuro próximo o hasta en otro planeta.
Naturalmente, se aduce como causa directa de la pérdida de esta sabiduría
idealizada el proceso de industrialización moderno y la presencia de un hombre
nuevo, carente de espiritualidad y, quizá, abocado al más absoluto fracaso.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB
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