Imágenes (de
arriba hacia abajo): Maat en un fragmento de una pintura mural procedente de la
tumba de Seti I. Museo Arqueológico de Florencia; Papiro regio de Turín,
descubierto por Bernardino Drovetti en 1822. Museo Egipcio de Turín; y Piedra
de Palermo. Probablemente de la época del reinado de Neferirkara (V Dinastía).
Museo Arqueológico de Palermo.
Tiempo inicial y maat
El
tiempo era experimentado en Egipto estrechamente asociado a los ciclos de la
naturaleza y del cosmos, a los astros (luna, Sol, estrellas) y al río Nilo. Al
margen del carácter cualitativo, se trataba de una realidad vinculada con la
atemporalidad del accionar divino detrás de los fenómenos. Los cuerpos físicos,
que marcaban el discurrir temporal, se entendían como formas exteriores de las
deidades. La temporalidad mundana era trascendida a través de la ritualidad y
su carácter sacro. El tiempo, por lo tanto, se proyectaba sobre el ordenamiento
eterno que se encontraba más allá del tiempo físico.
La
idea de Tiempo Primigenio y de Verdad (maat),
relacionados con la actitud egipcia respecto a su propia historia, también se
vinculaban con la forma de entender la finalidad y las funciones del reinado,
en el marco del cual se institucionalizaba una fusión entre lo eterno y lo
temporal.
La
mítica temporalidad cíclica supone que el tiempo se imbrica, en ocasiones, con
el orden transtemporal, dimensión en la que llevan a cabo su accionar las
entidades divinas. Debió existir un tiempo en el que se fijaron los modelos
divinos de acción, el inicio de una temporalidad supramundana (la temporalidad
primaria) que trasciende el flujo histórico en el tiempo físico (Frankfort, H.,
1998a: 19, 45 y ss.; Clark, R., 1966: 263). En este tiempo primigenio tienen
lugar los prototipos espirituales de lo que puede desarrollarse en tiempo
externo o “real”, de forma que los hechos del tiempo externo alcanzan realidad
al actualizar los acontecimientos del tiempo primigenio.
Esta
primera vez del tiempo inicial supone el paso de la no existencia a la
existencia, de Nun a Atum-Ra. Comienza desde aquí una época plenamente divina.
Desde el momento del despertar de Atum y hasta la victoria de Horus, la
mitología egipcia se despliega en esta era. Únicamente después del tiempo
primigenio ocurre la historia, produciéndose los hechos de modo efímero y
único, a los que siguen otros, diferentes, en las mismas condiciones. Los
acontecimientos del tiempo primero siempre se puede repetir y recuperar (mítica
y ritualmente hablando). Este primer tiempo, sagrado, es un tiempo previo al
tiempo (profano), que existió hace mucho, así como una dimensión existencial
anterior, desde el punto de vista ontológico, al tiempo mundano. Se trata, por
consiguiente, de la época de las realidades metafísicas vivenciadas como mitos
e imágenes simbólicas (Eliade, M., 2014: 69). Es un momento paradigmático,
modélico, cuyo reflejo en la mundanidad permite el aporte de la sacral fuerza
prototípica en los hechos de este mundo[1].
Es un tiempo perfecto, una edad idílica, una época dorada.
Este
tiempo inicial lleva implícito maat
(justicia, verdad, derecho), el orden de la época mítica y el accionar de los
dioses. Es un concepto, principio universal, intrínseco a la emanación divina
primigenia, cuya naturaleza ordenada es ordenadora y no caótica. Maat se personifica, y se convierte en
una deidad (hija de Atum-Ra y hermana de Shu). Su sustancia es el nutrimento
que hace funcionar armoniosamente a los poderes divinos. Es el orden interno
del universo.
En
el tiempo primigenio el desorden está sometido (no erradicado), mientras que en
el mundano, la sociedad humana esa continuamente expuesta al desorden, a la
arbitrariedad, a la descomposición moral. La contingencia del mundo temporal no
existe en el ámbito del prototipo primordial espiritual, y por eso maat debe continuamente ser renovada y restablecida
en el ámbito social humano (Frankfort, H., 1998b: 54-56; Morenz, S., 1973:
112-115). En Egipto era el faraón el que tenía la obligación de establecer maat
en el marco del ordenamiento social. A cada disolución social, a cada desorden
que aconteciera[2],
correspondía una restitución de maat,
en virtud de que la tendencia natural humana era apartarse de maat. El rey,
como ser humano pero también divino, era el encargado de armonizar el orden
social con el universal, una función relevante por su carácter sacro.
A
través de maat la esfera mundana
podía proyectarse en el tiempo primordial. Para lograrlo había que destruir a isfet (desorden y falsedad). Isfet no adquiere un aspecto de deidad,
y permanece como un concepto abstracto. Su modo de hacerse patente es como un
atributo de las divinidades. Así, un atributo de Nun es el desorden
cosmológico, mientras que uno de Set es la degeneración moral.
Maat
también está presente, además, en la dimensión moral humana, en su accionar.
Por tal motivo, hacer maat, hablar de él, implicaba acercarse a lo divino y
trascender lo contingente de la humanidad. Este mundo, profano, debía ser
realineado con el espiritual, con el divino; es decir, rearmonizado con maat.
Cronología y ciclicidad
temporal cósmica
En
el Egipto antiguo el tiempo se consideraba degenerativo, y el futuro no se veía
como perfecto. En realidad, era el pasado más remoto la edad dorada, esa del
tiempo primigenio. El tiempo mundano se asociaba con épocas de grandes
duraciones, cada una gobernada por una deidad. Las grandes etapas temporales
seguían los ritmos estelares, particularmente de Sirio. Era un modo en que la
temporalidad mundana reflejase la sacra. Antes del primer rey mortal, humano,
en Egipto, existió una larguísima época (de casi catorce mil años) bajo el
dominio de diecinueve dioses o semidioses. Conforme se pasa del gobierno de un
dios al otro, va disminuyendo la extensión de los reinados. En algunos esquemas
cronológicos, tal disminución se observa cuando la realeza pasa de los dioses a
los humanos, específicamente a dioses encarnados en cuerpo mortal, es decir, a
los faraones. Cuanto más cerca del presente, más humana se hace la escala,
aunque no se pierdan las correspondencias cósmicas. Ello significa que los
registros cronológicos de los egipcios de la antigüedad no solamente eran
históricos, sino metafísicos, simbólicos, míticos.
Se
usaba el ciclo sóthico, de mil cuatrocientos sesenta años, y otro de diecinueve
(ciclo sóthico lunar). Tanto en Manetón, como en el canon del Papiro de Turín, los soberanos se
disponen en grupos de diecinueve (19 monarcas de Menes a Zoser en el Papiro
turinés, por ejemplo). Este número, empleado en la organización de los años de
reinado de un faraón, o en las agrupaciones dinásticas, se debía a que se
entendía que existía una conexión entre Sirio y el rey, tal y como aparece
plasmado en, por ejemplo, los Textos de
las Pirámides (O’Mara, P., 1980: 19-21; 35; Parker, R.A., 1950: 60-61).
Así, la estrella era la mediadora celestial entre las esferas material y
espiritual, mientras que el soberano era el mediador terrenal, al conjuntar en
sí mismo atributos divinos y humanos. En esencia, los antiguos egipcios
referían los reinados de sus mandatarios a los ciclos cósmicos. Los períodos
temporales de faraones y dinastías formaban parte de una construcción
geométrica.
El
ciento cuarenta y cuatro era también un número cosmológicamente relevante.
Vendría a ser el equivalente de un siglo, y se relacionaba con el ciclo sóthico.
Cada año tendría treinta y seis semanas. Tanto la Piedra de Palermo como el Papiro
de Turín refieren períodos completos de ciento cuarenta y cuatro años
referidos a totales dinásticos. La detallada presencia de anales, diarios
faraónicos y listas de reyes, atestiguan, por tanto, la capacidad egipcia por
registrar de modo concienzudo, si bien algunos de tales registros estaban
asociados a aspectos simbólicos, en tanto que la precisión mítica precedía a la
exactitud real (Redford, D.B., 1986: 259; 270 y ss.; O’ Mara, P., 1980: 36 y
ss.). No deja de ser un mecanismo para vincular, de modo estrecho, el tiempo
profano con el sacro.
De
modo análogo a nuestra orientación histórica cristiana, los antiguos egipcios
también databan los hechos ocurridos en referencia a la encarnación divina (el
faraón, de Horus) en el seno de la humanidad mortal. Mientras la encarnación de
Cristo, en nuestra temporalidad, es irrepetible, y hace el curso de la historia
lineal, para el egipcio la encarnación de Horus era un acontecimiento que solía
repetirse de continuo. Cada nuevo soberano coronado iniciaba un nuevo ciclo
temporal (que culminaba con el fin del reinado), lo que implicaba que el tiempo
histórico se establecía en función del año del reinado de un determinado faraón
(Naydler, 2003: 122-123). Debe recordarse que el rey garantizaba la armonía de los mundos natural y social con
maat, lo cual suponía que a su muerte
el país quedaba al margen de maat. Un
interregno, en el sentido estricto del término, suponía la exposición de Egipto
al desorden, al caos, a la degeneración[3].
Este peligro concluía con la coronación, un acto simbólico y cósmico, de un
nuevo faraón, iniciándose, de tal manera, un nuevo ciclo histórico.
Historia mitologízada
En
un estado teocrático como el egipcio la historia se centraba en el soberano;
era el eje de la misma. En este sentido, la historia aparece sometida al
ordenamiento mítico superior. De esta manera, adquiere plena validez. El tiempo
histórico, que se adaptaba al ciclo de cada reinado, presidido por una deidad,
Horus, implicaba que los acontecimientos propiamente reales (históricamente
hablando) eran asumidos en un modelo mítico de carácter prototípico[4].
Algunos hechos que entenderíamos históricamente relevantes, como las obras
públicas o ciertas festividades, podían ser considerados efímeras, transitorias
y poco dignas de ser registradas. En buena medida, los anales reales, al menos
aquellos del Reino Antiguo, eran memoriales religiosos, en los que la humana
moralidad del soberano era absorbida por un auténtico prototipo mitológico
(Gardiner, A., 1994: 54-56).
El
carácter simbólicamente dual de la monarquía (Horus y Osiris en relación
recíproca), suponía que sus funciones se desplegaban, en buena medida, en la
esfera mítica, al margen las contingencias históricas. Los escritos faraónicos
ahondan, precisamente, en dicha espera mitológica. De ahí se infiere que las
listas regias tuvieron un objetivo cultual, relacionado con los antepasados de
los monarcas.
Los
hechos históricos en las listas reales egipcias estaban sometidos, como se
comentó previamente, a las exigencias de la religión. Del mismo modo, los
episodios sobre las batallas o las hazañas de un soberano victorioso se
organizaban, claramente, en función del mito. En consecuencia, la intención
propiamente histórica era, prácticamente, inexistente. Hubo una poderosa
mitologización de la historia. La lista de las conquistas asiáticas de Ramsés
III, por ejemplo, es una réplica de la anterior de Ramsés II, que ya había
empleado una previa de Tutmosis III, de hacía tres siglos. Asimismo, los jefes
libios del templo funerario de Sahure (Dinastía V), aparecen posteriormente
reseñados en un templo de la Dinastía VI, y dos milenios después también se
representaron en el templo nubio del Taharka etíope (Wilson, J.A., 1956: 130;
267-269; Redford, D.B., 1986: 272-275). La copia, casi mimética, de recuerdos o
aspectos históricos implicaba su deshistorización (metafísica y simbólicamente
hablando) y, por lo tanto, su mitologización[5].
De ahí su continuada repetición.
Si
bien algunas escenas que muestran las victorias militares del faraón sobre los
enemigos de Egipto pudieran, eventualmente, representar, conmemorar o celebrar
acontecimientos verosímilmente históricos, no dejan de ser proyectados hacia el
arquetipo de un rey-dios eternamente vencedor. Únicamente en el Reino Nuevo
cierto realismo puede contemplarse en los relieves de los templos, aunque
siempre sujetos al prototipo mitológico. Tal escenografía, en la que el faraón
es parte ejecutante recuerda, míticamente, el orden primigenio establecido en
el Tiempo Primordial. El rey es Horus que hace frente a Set, y es, además, la
viva imagen de Ra en el mundo terrenal, siendo capaz de reactualizar el acto
genésico y de reducir el caos al necesario orden.
El
mantenimiento del orden establecido por parte del mandatario es independiente
de lo contingente, de lo circunstancial de la historia. En este sentido, el
accionar del faraón está imbuido de poder mitológico y, por ello, no son
acciones históricas propiamente hablando. La armonía del faraón con la esfera del mito
impone su sello en los aspectos históricos concretos en los que se haya
enmarcado. Las grandes conquistas, las espectaculares cazas, el apresamiento de
cautivos o la reducción de enemigos por parte del faraón poseen evidentes
atisbos míticos, de mitos entendidos como posibilidades históricas pero
impactadas por lo divino. Aquello ordinario se entrelaza con lo extraordinario;
la realidad del reyes distinta a la del común de la gente.
Probablemente
uno de los más nítidos, esclarecedores ejemplos de una realidad histórica común
transida de realidad prototípica y mitológica, por mediación de la figura del
faraón, haya sido el relato sobre la célebre batalla de Kadesh, en la que se
encuentran egipcios e hititas. Se conocen detalles históricos relevantes, y
existe profusión de inscripciones y relieves sobre la misma, sin embargo se
encuentra más allá de lo histórico (Parker, R.A., 1950: 63 y ss.; Naydler, J.
2003: 145-146). La presencia del rey supone que los acontecimientos ocurrieron
no solamente en el marco de la historia y el tiempo mundano, sino también en un
plano mítico.
En
la decisiva batalla el faraón, sin ayuda alguna de sus soldados, derrota al
enemigo. En los relieves de Luxor puede apreciarse la secuencia de la batalla,
plena de elementos míticos y simbólicos. Inicialmente en un trono dorado
(relacionado con el Sol), mira hacia el oeste, entra en el Otro Mundo en su
carro, pero en el momento álgido se vuelve hacia el este, a la salida del sol,
atacando, así, de oeste a este, devastando enemigos hititas de un modo análogo
a como Ra hace con la sierpe Apep. Así, detrás de las descripciones históricas
subyace el episodio mítico que determina los hechos y asegura el éxito en la
batalla librada. Se trata de un conflicto que se lleva a cabo, por tanto, en el
tiempo mítico y en el común, en el histórico. Existía, en fin, una unidad
básica, fundamental, de las dimensiones mítica e histórica en el Egipto de la
antigüedad. Es de esta manera que los egipcios experimentaron la historia.
Bibliografía
Clark, R., Myth
and Symbol in Ancient Egypt, Harper Touchbooks edit., Nueva York, 1966.
Eliade,
M., Lo Sagrado y lo profano, edit. Paidós,
Barcelona, 2014.
Frankfort,
H., La religión del Antiguo Egipto,
edit. Laertes, Barcelona, 1998.
Frankfort,
H., Reyes y dioses, Alianza edit.,
Madrid, 1998
Gardiner,
A., El Egipto de los Faraones, edit. Laertes,
Barcelona, 1994
Morenz, S., Egyptian
Religion, Methuen edit., Londres, 1973.
Naydler,
J., El Templo del Cosmos. La expresión de
lo sagrado en el Egipto antiguo, edit. Siruela, Madrid, 2003.
O’Mara, P., The
Chronology of the Palermo and Turin Canons, Paulette Publ., La Canada,
1980.
Parker, R.A., The
Calendars of Ancient Egypt, University of Chicago Press, Chicago, 1950.
Redford, D.B., Pharaonic
King Lists: Annals and Day Books, Benben Publ., Missuaga, 1986.
Wilson, J.A., The
Culture of Ancient Egypt, University of Chicago Press, Chicago, 1956
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-FEIAP. Febrero, 2019.
[1] En el
tiempo primigenio no todo es paz y armonía, pues puede haber conflicto, disensión,
antagonismo, si bien con la particularidad que la resolución de desavenencias
acontece en el marco de la justica, el orden y la verdad de esa época
primordial.
[2]
La discordia civil, el abandono de los templos y de la justicia eran
características básicas del desorden.
[3] Un
interregno es un final del tiempo, de una era ordenada por las divinidades, de
tal manera que la nueva coronación es una re-creación. La instalación del nuevo
soberano (antes de la coronación), e inmediatamente después del fallecimiento
del anterior monarca, se producía con el orto solar, en clara asociación con el
triunfo de Ra sobre las poderosas fuerzas del caos nocturno. El faraón es Horus
encarnado, peor el prototipo regio es Ra, deidad creadora. Como vástago de Ra,
el soberano, es el sucesor de la deidad genésica.
[4] Tanto el actual faraón,
como el ya fallecido, son dioses. Los muertos se unen con Osiris o con Ra. Los
ancestros no pertenecían, de modo estricto al pasado, sino que estaban
presentes, si bien en un plano diferente, el celestial, que encajaba a la
perfección con el terrestre. De tal manera, su presencia era activa entre los
vivos, interviniendo en los asuntos de éstos. En este sentido, la muerte para
el egipcio de la antigüedad no era más que un presente eterno que estaba, por
descontado, allende la historicidad.
[5] Los
enemigos son siempre los mismos, aunque en realidad hayan sido poblaciones
diferentes (libios, etíopes, nubios, asiáticos); un enemigo estereotipo al que
el faraón vence una y otra vez. Desde una perspectiva mítica ese “enemigo” es
Set, síntoma permanente de destrucción, desorden y caos. Estos pueblos
extranjeros y enemigos del país, son adornados con atributos setianos.
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