Imagen: lateral
de un sarcófago con altorrelieves, hallado en la basílica de San Sebastián. Muestra
la historia narrativa de la salvación. Se ve aquí el episodio de la entrada de
Cristo en Jerusalén, montado en un asno, motivo inspirado en el ceremonial de
las visitas imperiales romanas. El sarcófago se halla en los Museos Vaticanos.
La
historia de Jesús de Nazaret que aparece vertida en las fuentes cristianas
tiene mucho de mito. Sin ir más lejos, los parecidos dogmáticos con religiones
mistéricas serían una prueba de por sí reveladora de que el cristianismo no
deja de ser un producto fruto de un sincretismo religioso. Tal posicionamiento
no invalidad necesariamente la probabilidad de la existencia histórica de
Jesús.
Se
ha aducido por parte de numerosos estudiosos y exégetas bíblicos que la
creencia y fe en el Mesías tiene como lugar de procedencia la religión persa, y
que Jesús es una concreción o constructo literario de la idea helenística de un
mediador entre un Dios trascendente, absolutamente lejano, y un tanto difuso, y
la humanidad. Ese mediador es conceptualizado como Logos o Sabiduría. A esto
habría que añadir que la personalidad de Jesús sería el desarrollo de un anhelo
de liberación de parte sectas judías que buscaban una divinidad mucho más
cercana, y que la noción de un mesías sufriente provino de la idea babilónica,
y también griega, de una divinidad que muere y resucita (Adonis, Dionisos).
La
cautividad de Babilonia, entre 586 y 536 a.e.c. facilitó que la antigua
religión judía sufriese una
significativa transformación. Incluso después del retorno, los israelitas permanecieron
dos siglos bajo la dominación e influencia persa aqueménida, manteniéndose tal contacto con posterioridad
a la desmembración imperial obra de Alejandro el Grande, quien somete estas
regiones orientales a la influencia griega. Cabe pensar que el pensamiento y ciertas
concepciones religiosas persas habían influido en la ideología tradicional israelí,
originando nuevas concepciones.
El
dualismo persa barnizaría el monoteísmo de los israelitas. Así, Dios y el
mundo, aunados en uno y lo mismo en el
espíritu de los israelitas arcaicos, se confundían e identificaban, separándose
y enfrentándose. De forma simultánea, el antiguo dios nacional Yahvé, divinidad
del fuego y la tempestad se había transformado por la influencia de Ahuramazda
(Ormuz), convirtiéndose en un dios de santidad transcendente, regente de otro
Mundo visto como fuente de vida. En definitiva, una deidad viviente que se
revelaba a sus criaturas terrestres a través de intermediarios, ángeles y
mensajeros celestes.
Además,
al igual que entre los persas Ahuramazda (el bien) tiene por antagonista al mal
Angromainyu (Ahriman), y que los constantes conflictos entre la
verdad y la mentira, las tinieblas y la
luz, o la vida y la muerte son resortes de todos los aconteceres terrestres,
los judíos atribuyeron a Satán el rol de adversario (y enemigo irreconciliable)
de dios, un corruptor de la creación divina, un príncipe mundano y jefe de los
ejércitos infernales. Satán medirá sus fuerzas con las de Yahvé, rey celestial.
Entre
ambos príncipes enfrentados se encuentra Mitra, un espíritu luminoso de corrección
y verdad en el ámbito persa; una suerte de mediador y salvador del mundo. Como
una personificación solar o del fuego, como luz sufriente que batalla y triunfa
sobre las tinieblas y la noche, se le vinculó con la muerte y la inmortalidad, otorgándole
el papel de conductor de las almas y juez en la morada de los fallecidos.
Los
persas pensaban que cuando se hubiese alcanzado la plenitud de los tiempos Ahuzamazda suscitaría de la simiente de
Zaratustra, al hijo de la Virgen Saosyant (Sosieoseh o Sraosha); por lo tanto,
el salvador. Del mismo modo se aducía que el propio Mitra descendería sobre la
tierra y que, en la última batalla, vencería a Angra Mainyu y sus ejércitos,
precipitándolos en los Infiernos. Después resucitaría a los muertos con sus
cuerpos materiales. Tras un juicio universal final, los malos serían condenados
a penas infernales mientras que los buenos admitidos en la residencia de los
bienaventurados, estableciéndose un reino de paz.
Mesías
(Ungido, y en griego Kristós), era antiguamente la denominación regia en calidad
de representante de Yahvé ante de la población. Representaba la calidad de hijo
obediente a su padre,
Posteriormente,
se proyectó el concepto del Mesías hacia el tiempo futuro, esperándose de él la
realización del reino de Yahvé sobre sus elegidos. De este modo, los primeros
profetas verían en el Mesías un rey ideal del futuro, único digno de heredar
las gracia divina prometida a David. Los judíos le concebían como un héroe, de
mayor empaque que Moisés, capaz de restablecer el esplendor de Israel,
relegando a los paganos e incrédulos de la religión de Yahvé. Se esperaba del
Mesías que fuese quien de reunir a todos los judíos dispersos entre los paganos
para así llevarlos al país de sus padres, al reino de las almas, a la patria
celestial, lugar desde donde descendieron y al que volverían tras el deceso
físico.
En
los inicios se había contemplado en el Mesías a un mortal, un nuevo David, rey
teocrático, un príncipe de paz bendito de dios, gobernador con justicia de su
pueblo, de forma análoga a un Saosyant persa que descendía de Zaratrustra. No
en vano, se le otorgó la denominación de Mesías a Ciro, pues fue el salvador
supremo de Israel al sacarlos de la cautividad de Babilonia.
De
forma semejante a cómo la imaginación popular transformó a Saosyant en un ser
divino identificado con Mitra, el Mesías promovido por los profetas (Isaías,
por ejemplo) al rango de rey divino, de tal manera que se le empezó a llamar
héroe divino y padre de eternidad.
Después
del exilio, los judíos se habían instalado por el litoral oriental del
Mediterráneo. Algunos se quedaron en Mesopotamia mientras que otros se
establecieron como artesanos, negociantes y banqueros en las regiones
portuarias. Ahora, bajo la influenciad moral y religiosa
griega, el concepto de Yahvé sufre otra transformación. Se desprende de los
rasgos materiales y antropomorfos, convirtiéndose en un ser espiritual totalmente
bueno; una deidad ya descrita por Platón. En esta oportunidad, se creaba un
dilema de extraordinaria relevancia: armonizar la majestad absoluta y celeste,
la transcendencia de dios con un sentir religioso que reclama la inmediata presencia
de la deidad.
Una
idea tomada por los judíos de los persas era la del mediador, como representante
de dios en la tierra. En la esfera terrenal su nombre era Sabiduría
(Sofía), debido a las influencias griegas y egipcias. Sabiduría era una de las
Amesha Spentas persas, espíritus próximos a dios, lo cual corresponde a los
arcángeles hebreos. El anónimo autor de la Sapiencia de Salomón, un judío alejandrino del
siglo I a.e.c., la personificó, poseyendo ahora identidad personal, material,
aunque siendo una fuerza que penetra la naturaleza y es un principio de la
revelación divina en la creación.
De
la misma manera que Platón quiso superar la dualidad del mundo sensual y la de
aquel transcendental con su idea de alma universal, la Sabiduría debía servir
de mediador entre el dios judío y su creación. Filón de Alejandría (filósofo
hebreo que vivió entre el siglo I a.e.c. y el I de la Era) entiende que el
contraste entre la majestad incognoscible, inefable y absoluta de la divinidad
(encima del mundo sensible), y la realidad sensual de lo creado cuenta con
mediadores, unos seres concebidos como mensajeros y representantes de dios. Semejantes
a los ángeles persas o a los demonios griegos, y próximos a las ideas platónicas,
se parecen a las fuerzas seminales a través de las que la filosofía estoica
explicaba los problemas del ser. La primera de tales fuerzas mediadoras, que probablemente
personaliza el conjunto de las demás, era el Logos, Razón operante o también Verbo
creador de la divinidad. Se vería en él al sumo sacerdote que intercede en
favor de los seres humanos, así como el transmisor de las promesas de la gracia
divina. Estaríamos, por consiguiente, ante el alma, el espíritu del universo.
La
aspiración fundamental se orientaba al merecimiento de la felicidad que provoca
la visión de dios y la unión con él, esperando obtener la posibilidad de gozar
en esta vida de unos pocos deleites que aguardaban en la celeste. Los judíos
pensaban lograr tal plenitud gracias a la estricta observación (literal) de la ley,
aunque acababan enredándose en un laberinto de prescripciones muy puntillistas.
El
mismo Filón señala en Sobre la Vida Contemplativa que los terapeutas, una asociación
cultual configurada por judíos y prosélitos, buscaban a través de la soledad y
el aislamiento el camino para llevar a cabo los postulados religiosos. La
práctica de algunos ritos cultuales, muy parecidos a los de las sectas órficas
y pitagóricas, caso de abstenerse de comer carne y beber vino, la pobreza
voluntaria, el estudio de escritos tradicionales de revelación mística, los
cánticos religiosos o la castidad, iban de la mano de una piedad contemplativa
y ejercicios religiosos comunitarios. De esta manera pensaban que ponían los
medios necesarios para alcanzar la salvación de una forma más eficiente.
Por
su parte, los esenios rechazaban los juramentos y sacrificios sangrientos,
venerando al sol, entendido como manifestación de la luz divina. En tales
aspectos se identificaban con los terapeutas, si bien eran diferentes por su
vida comunitaria y su organización cenobítica. Unos y otros,
terapeutas y esenios, participaban de una impaciente espera del fin del mundo, preparándose
para recibir el cumplimiento de las promesas divinas a través de virtudes, como
la justicia, la caridad y la fraternidad.
Estos
grupos poseían tradiciones secretas. Flavio Josefo Josefo reseña que los
esenios profesaban ideas dualistas acerca de la naturaleza del cuerpo y el
alma. Al igual que otras sectas místicas, concebían el cuerpo prisión y tumba
en vida del alma inmortal, proveniente de una previa existencia de luz y felicidad.
Su notable pesimismo debido a la contemplación de la vida terrena cotidiana, les
inspiraba el deseo de liberarse de lo sensual una vez que alcanzaran, en el
Otro Mundo, una mejor vida. La salvación residía, por tanto, en
el ejercicio de ritos misteriosos.
Uno
de ellos consistía en la ciencia de la nomenclatura de ángeles y demonios que
abren el acceso a las diferentes esferas celestes que se conciben superpuestas.
Tal ciencia sería revelada a los humanos por una deidad superior, un
dios-salvador. Este es un concepto similar al que configura la fuente de Filón
de Alejandría; es decir, la fe en la virtud sobrenatural del Verbo divino, mezclada
con diversos elementos extranjeros, persas, babilonios, egipcios, y trasplantada
desde la especulación filosófica a la esfera supersticiosa. Es así como la
apocalíptica judía se acabaría presentando como la revelación de una sabiduría secreta
y divina.
Esta
ideología procede, sin duda, de un sincretismo religioso en el que participaron
elementos persas, judíos, babilónicos, griegos y egipcios. En los dos o tres
últimos siglos antes de nuestra Era estos aspectos se habían expandido por Asia
occidental. Sus afiliados se denominaban adoneos, a partir de un fundador llamado
Ado (que recuerda a Adonis). Denominada como religiosidad mandeana, la poblaban
numerosas sectas (ebionitas, setianos, ofitas, heliognósticos), unas cuantas de
las cuales acabarían siendo herejías en el cristianismo primitivo.
Nazoreo
(referido a Jesús) se ha querido explicar a partir de los Nasirianos o
Nasiritas, consagrados al dios del Antiguo Testamento. De ellos se afirmaba que
se abstenían de vino y del aceite. Sin embargo, los judíos distinguieron con
claridad entre Nazoreos y Nasirianos. De ahí que haya salido a la luz una
teoría que vincula los orígenes de Nazoreo con la denominación de una secta
precristiana que venera a su dios (o Mesías) bajo el vocablo nosri (nasarja),
cuyo significado es el de guardián o protector; también Salvador. Serían, en
consecuencia, los iniciados en una ciencia secreta o gnósticos.
Semejante
etimología les proporcionó a los Nazoreanos la posibilidad de cimentar unos
fundamentos históricos a su cualidad de protectores u observantes, sobre todo
desde que la idea del Mesías adquirió un aspecto histórico.
Parece
muy probable la existencia, y difusión, de un culto precristiano de Jesús. Uno
de los argumentos esgrimidos al respecto tiene que ver con la cruz, entendido
como un símbolo que expresa el sacrificio (crucifixión) de uno mismo así como
la victoria de la vida sobre la muerte, en la unión con la deidad. Conviene
recordar que la cruz era un símbolo solar, aludiendo al aspecto de cruz que
forma el sol cuando corta el ecuador celeste en el equinoccio primaveral,
logrando así una suerte de victoria de la luz al surgir de la parte inferior
del zodiaco correspondiente al invierno. De hecho, el Mesías es el mediador
entre las cosas superiores y aquellas inferiores, entre lo mundano y dios. En
el diálogo platónico Timeo el alma universal, que media entre dios y el mundo,
se representa con la forma de una cruz inclinada, tendida entre el cielo y la
tierra.
Un
rasgo propio de tiempos arcaicos sería el sacrificio humano. La ceremonia de la
circuncisión y consumir el cordero pascual actuarían como una redención de un
sacrificio humano, aquel del primogénito, ofrecido al dios supremo. Dicho de
otro modo, en lugar del hombre se sacrificaba el prepucio o a un cordero; esto
es, una parte corporal con el objetivo de salvar el todo. No se olvide que los
semitas practicaban el ritual del sacrificio humano en la primavera, para
rescatar a la población de los pecados cometidos cometer durante un año. Se
trata de una práctica muy extendida en la antigüedad. Los reyes,
específicamente sus primogénitos, serían las principales víctimas
propiciatorias ofrecidas en sacrificio.
El
desarrollo del monoteísmo trajo consigo la degradación de las antiguas
deidades. Fueron rebajadas al rango de mortales. De tal forma el relato del
Génesis fue imaginado con el objetivo de motivar, de forma histórica, la
sustitución de los sacrificios humanos, reemplazándolos por otros de animales.
Entre
los antiguos israelitas estuvo extendida la práctica de los sacrificios
humanos, en especial a través del concepto del chivo expiatorio, que es
abandonado en el yermo desierto como mecanismo de redención de los pecados de
la comunidad. Se conservó mucho tiempo la idea de sustituir las vidas humanas
por la muerte de animales en los arcaicos sacrificios en virtud de que ese
sacrificio se asociaba a la renovación de la vida que la sangre de la víctima
aportaría a la naturaleza (asolada en verano o latente por el invierno). Se
trata de la ceremonia que originó el mito de un dios hermoso y joven que moría
entre grandes lamentos para luego renacer, resucitando en medio de una alegre
algarabía. Hablamos, sin ir más lejos, del Attis frigio, del Adonis sirio, del
Osiris de los egipcios, del Mitra persa de Adonis sirio, del Esmún fenicio o de
Sandan de Tarso en Cilicia.
Los
más antiguos inicios de tales cultos pudieron encontrarse en Babilonia. Marduk,
Bel, Tammuz, eran deidades que fallecían y resucitaban. A veces eran imaginadas
divinidades como Shamash, Nergal o Sin que descendían al inframundo, en una
especie de muerte y renacimiento. Simbolizaría una personificación del sol que,
al morir, representa el invierno y las tinieblas, para ofrecer al mundo,
ulteriormente, una nueva vida.
Finalmente,
un apunte más. Los rabinos tuvieron sobre el Mesías dos distintos conceptos O
bien el hijo de David, enviado por dios para liberar a los judíos del
sometimiento extranjero, y que sería el fundador del reino universal y el juez
de la humanidad; o el Mesías que tenía la obligación de reunir las diez tribus
de Galilea y conducirlas a Jerusalén, aunque moriría luchando contra Gog y
Magog. Parece más que factible que los judíos tomasen de los persas la idea de
la pasión del Mesías, aunque no todos la aceptasen de buen grado. Los dos
Mesías se fundirían en uno en el Evangelio; el terrestre, que se desplaza con
sus discípulos, y el celestial, hijo de David, que acabaría regresando envuelto en gloria eterna.
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-AEEAO-UFM, octubre, 2022.
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