Esta cosmogonía, sin duda la principal del antiguo Egipto, que explica los elementos vitales del Universo, cristaliza en los Textos de las Pirámides de las Dinastías V y VI y en los Textos de los Sarcófagos del Reino Medio. Se denomina Pesedyet’at o Gran Enneada, y se conformó a partir de un mito que narraba cómo al principio de los tiempos sólo existía un océano infinito o mar primordial (Nun), totalmente oscuro, en cuyas aguas primigenias estaban los elementos constitutivos de Atum que, una vez reunidos, le hacen salir en forma de luz o sol. El océano de agua inerte primordial, llamado Nun o Nu, mantiene viva su naturaleza, aun después de desarrollado el cosmos estructurado, a través del culto en diversos santuarios bajo la forma de un lago sacro que simboliza la no existencia. Como vida inanimada nunca deja de existir, hasta el punto que tras la creación se imagina rodeando el cielo para guardar el sol, la luna, las estrellas y la tierra, de ahí el permanente temor a que se desparramase su esencia. Nun es un elemento inicialmente no negativo, una masa increada y desorganizada que contiene potencialidad vital, el germen de la vida. Después de la creación no desaparece, adquiriendo un valor negativo. Por él vagan las almas en pena que no han gozado de los ritos funerarios debidos y los niños nacidos muertos.
El dios sol autogenerado Atum, demiurgo y Señor de Heliópolis, con su calor seca una parte de Nun y origina la colina primigenia. Posado sobre el montículo emergente sugiere la imagen de los bancales que vuelven a ver la luz tras las inundaciones del Nilo. En el montículo primordial adquiere la forma de Benben, elevación piramidal, reliquia de piedra que pudiera simbolizar el semen petrificado del dios. La colina de tierra fuera del agua, donde se encuentra esta piedra benben, evoca el tell que surge encima de la riada durante la crecida, en tanto que la piedra simboliza también la petrificación de los rayos solares. En su nombre subyace la noción de totalidad (es la mónada, ser supremo y esencia fundamental de las fuerzas y elementos de la naturaleza), conteniendo la fuerza vital que luego se desplegará en el resto de deidades. En la totalidad, el aspecto positivo consiste en llenar la eternidad de existencia, y el negativo en la entrega de los enemigos o extranjeros a la destrucción. Tal polaridad será evidenciada en el aspecto constructor de Isis y el caótico y confuso de Set.
Del principio masculino de Atum sale una esencia dadora de vida para dar nacimiento a un dios y una diosa, expresado, en los Textos de las Pirámides, a través de la masturbación y el esperma vital (o también a través de la saliva, en forma de escupitajo). En su onanismo primordial que dio vida a Shu y Tefnut, Ra dice, en los Textos de las Pirámides, que abrazó su propia sombra durante el acto de la masturbación y derramó la semilla en su boca, de modo que sus hijos se formaron y él los escupió (otro modo alusivo a la eyaculación). Esto se entiende porque en Atum se encuentra, en potencia, el prototipo de cada poder cósmico y de cada entidad divina. Este acto orgásmico pareciera restarle a la acción creadora carácter sublime, solemne y misterioso. Tras Shu y Tefnut, aire y humedad, respectivamente, Geb, la tierra, es decir, Egipto, establece el vínculo genealógico con el trono del faraón, mientras que Nut, el cielo, se establece como barrera que contiene el Nun y la no existencia. A partir de aquí se incorpora el ciclo mítico de Osiris en este ciclo solar, vinculándose, de este modo, las más antiguas deidades cósmicas con el mundo político cortesano. Los cuatro descendientes de Geb y Nut, esto es, Osiris-Isis (germinación y fertilidad, trono de Egipto) y Set (caos, esterilidad, desierto)-Neftis, representan el perpetuo ciclo de la vida y la muerte en el Cosmos. El dualismo osiriano coincide con el del orden cósmico establecido por Atum, estableciendo, y manteniendo, un equilibrio armónico entre contrarios.
La preeminencia de Atum-sol en el panteón acrecentó el papel de su clero heliopolitano durante las dinastías IV y V. No obstante, los teólogos heliopolitanos elaboraron también una pequeña Ennéada para organizar la figura de Atum-Ra aglutinando, de este modo, otras divinidades, caso de Horus y sus hijos (Imset, Hapi, Qebehsenuf y Duamutef), Tot, Maat y Anubis. Nut, la diosa celeste, devoraba a sus hijos, las estrellas matutinas y el sol vespertino, para volver a parirlos al siguiente día. Esto sucedía así porque en la concepción general del Universo, éste se entendía como una bola luminosa permanentemente amenazada por una reabsorción en Nun. Tal reabsorción podía incluir a los dioses, parte integral del proceso creativo, lo cual hacía especialmente relevante la presencia de Maat, personificación del orden y el equilibrio armónico cósmico, una abstracción espiritual o sustancia presente en toda creación, necesaria para garantizar la cohesión que impida la disgregación caótica en Nun, el mal y el caos que representa Isefet.
La enéada divina, repartida durante cuatro generaciones, vincula la creación, la realeza y la sociedad humana. En las dos últimas generaciones aparece el hombre a través del mito de Osiris, modelo de la pasión humana. Una de las parejas es fértil, constituyendo el prototipo de la familia real. Osiris, rey de Egipto, y casado con Isis, es asesinado por su hermano Set para apoderarse del trono. Osiris representa en sí la fuerza organizativa del faraón, y su hermano la contrapartida destructora y violenta. Isis es el modelo de esposa fértil y viuda, y se vincula con la luz y el día. De ella nace Horus, el homónimo del la deidad solar de Edfú, encarnado en un halcón, quien vencerá a su tío y obtendrá su reintegración en la herencia paterna, confiándosele a su padre la regencia de otro reino, ahora el de los muertos. La otra pareja (Set-Neftis es infértil, siendo la diosa relacionada con la oscuridad, la noche y la decadencia). Tenemos aquí uno de los aspectos de la dualidad egipcia: la fertilidad de la tierra negra, Kemet, bañada y fertilizada por el Nilo, y la tierra roja, Deshret, el desierto yermo. En esta cosmología se fueron imbricando leyendas complementarias y secundarias para introducir divinidades locales y sincretizar conjuntos de deidades. La creación del hombre parece coetánea a la del mundo, si bien la leyenda del ojo de Re cobró cierta significación en sí misma. El Sol pierde su ojo y envía en su busca a Shu y Tefnut, pero como no regresan con él, sustituye el ojo perdido. Cuando regresa el ojo fugitivo y ve que ha sido remplazado, comienza a llorar de rabia, de manera que de sus lágrimas nacen los humanos (remet). Ra, en recompensa, lo transforma en cobra y lo ubica en su frente, conformándose así el ureus, elemento fulminador de los enemigos de la deidad.
*La serie que presentamos aquí, comenzada con la Ogdóada, y que seguirá próximamente, conformará un artículo que será publicado en la Revista Lógoi de filosofía.
Prof. Dr. Julio López Saco
19-02-2010
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