1 de octubre de 2016

Paisaje y naturaleza en la poesía de la antigua China




Imágenes: la primera es una pintura, en tinta sobre seda, que se titula Viendo a un Huésped en un sendero en la montaña. Inicialmente fue atribuida al maestro Li Tang, de Song Septentrional; sin embargo, la caligrafía es de Tan Yin (época Ming, principios del siglo XVI); la segunda, es un fragmento central de una pintura, en tinta y color sobre papel, de Qian Xuan (fines del siglo XIII, época dinástica Yuan) denominada El Calígrafo Wang Xizhi en su jardín, en el Pabellón de las Orquídeas, contemplando los gansos en el estanque.

En la antigüedad china antes existió la poesía de paisajes que la pintura, un hecho relevante que implicaba que, en un principio, el paisaje fuese tratado como algo más espiritual que visual. En tal sentido, era costumbre habitual que el artista pintara los paisajes en el interior de un estudio, en virtud de que  no requería estar al aire libre para contemplarlos. Esto era así porque toda la naturaleza estaba ya contenida en su interior.
Desde una perspectiva etimológica, el vocablo chino para paisaje es shanshui, literalmente, montaña y agua, conceptos que singularizan los dos polos de un paisaje, formando una sinécdoque que figura una totalidad. Montaña es el principio de la estabilidad y de la perennidad; es yang y se asocia a la verticalidad. Implica inmutabilidad y estatismo[1]. El agua, por su parte, representa lo inestable, el fluir; es yin y se asocia, morfológicamente hablando a la horizontalidad. Supone impermanencia y dinamismo. Ambos configuran un microcosmos y, como tal, encarnan las leyes del macrocosmos. Son las figuras cruciales de la transformación universal y, por ello, entre las dos existe un vínculo de devenir recíproco. En definitiva, es un binomio que simboliza los dos polos extremos espacio-temporales del paisaje.
El paisaje es siempre cambiante, y nos cambia a nosotros. Esa transformación, en respuesta a cierto estimulo supone, al mismo tiempo, una conmoción en el orden de las cosas y de los seres. La turbación del mundo, que nunca permanece quieto, se manifiesta en el paisaje, a través de la estabilidad montañosa y el constante fluir del agua. El paisaje es aquello exterior que nos circunda y también nos incluye.
Desde la tradición confuciana y taoísta, las realidades exteriores se conforman, organizan y manifiestan en el paisaje. Pero este paisaje se encuentra sometido constantemente a la mutación sin fin: se suceden las estaciones, cambian los colores o migran las aves. De esta manera, un paisaje nunca permanece quieto. En ese sentido, es igual que el ser humano, que siempre está en continua transformación.
Una aparentemente simple vibración, un leve sonido, un ligero soplo de viento, mutan el paisaje y provocan un despliegue de diversas respuestas que a su vez estimulan otras variadas respuestas. Tal cadena infinita de cambios se halla sometida a las  resonancias (ganying), que permiten establecer un sistema de correspondencias asentado en todo tipo de asociaciones. En semejante despliegue de analogías, el ser humano actúa como un elemento más de la naturaleza, emocionándose ante el paisaje[2]. La subjetividad propiamente humana es incitada por el exterior, lo cual provoca su respuesta: el poema.
Dentro del poema existe también un estímulo, xing (incitación). El xing solía ubicarse habitualmente en el encabezamiento de los poemas con la intención de iniciar el ritmo. Evocaba los elementos naturales más comunes, el sol, la luna, los ríos, las montañas,  los campos, animales, aves y plantas, así como las actividades agrícolas, como la recolección, o la tala de los árboles y  la caza. Sería una suerte de espontánea expresión manifestada por mediación de los elementos naturales del paisaje.
La interpretación de este tipo de poemas por parte de los letrados confucianos de supuso el establecimiento de correspondencias entre las consideradas virtudes humanas y las virtudes de determinados elementos de la naturaleza. Tal pensamiento analógico, de tendencia moral, propició la selección de sólo unos pocos motivos naturales. Desde la óptica taoísta, por el contrario, el ser humano era simplemente una parte integrante más de la naturaleza. La solución estribaba para ellos no en traducir los elementos naturales en virtudes humanas, sino en fusionarse plenamente con ellos. La pura contemplación del paisaje, sin modificaciones ni interpretaciones, auspiciaba dicha integración. Para lograrlo, la “no intervención” (wuwei) resultaba algo crucial[3].
Desde la visión budista las imágenes naturales colaboran en la constatación del Vacío fenoménico de la existencia y los aspectos ilusorios de la realidad. La Naturaleza se encuentra impregnada de múltiples símbolos religiosos. Los lugares preferidos son los vastos espacios, aquellos paisajes silenciosos que favorecen el nirvana, las flores de loto abiertas que expresan la paz y la perfección, o la imagen de la luna en las aguas quietas, así como otro tipo de reflejos acuáticos, flotantes, que simbolizan lo ilusorio, lo no permanente y la vaguedad de la existencia.
La naturaleza no es una simple representación, sino la realización de una visión del mundo. No es un decorado externo ni un marco espacial delimitado, sino el lugar donde el símbolo se realiza, y que, siguiendo su propia naturaleza, irradia multitud de significaciones. Todo ello dio como resultado una extensa red de símbolos orgánicos[4], no estáticos.
El paisaje poético se encuentra al otro lado de los ojos. Al leer un poema vemos un paisaje, o también al leer un paisaje entonces contemplamos un poema. Nuestra mirada, en cualquier caso, es mental, abstracta y afectiva. Aquello oculto a los ojos influye e incluso decide la forma de las cosas. Dicho de otro modo, lo invisible conforma lo visible. Cuando se intentan describir o detallar los paisajes del poema los mismos se escapan; sin embargo, cuando se sugieren desde la lejanía, desde la infinita distancia, y se los pinta con abstractas pinceladas, entonces los paisajes logran traspasar nuestro interior. Aquello auténticamente relevante es lo invisible, porque es lo que significa.
El paisaje poético no puede plasmarse ni fijarse en nuestro interior, pues es objetivamente inaccesible, ya que se trata de un organismo vivo que cambia. No obstante, puede ser contemplado. Para ello, la ayuda del ambiente o la atmósfera, de lo que se llama qixiang (aura de representación) es determinante. Así, por ejemplo, cuando no se puede expresar el espíritu propio de la montaña, se expresa con la ayuda de las nubes; o cuando no se puede expresar el de la primavera, se hace a partir de las plantas.  De aquí la trascendencia y el carácter elusivo de la poesía[5], su inaccesibilidad a la comprensión.
Al margen del signo poético no está la energía vital, el soplo. Ni en un más allá insondable ni tampoco en su materialidad (esto es, en un más acá), sino que permanece implícita en él. En tal sentido, el paisaje no se trasciende a sí mismo ni desemboca en otro lugar que no sea él mismo; es ese Vacio propio el que le anima y, a la par, anima al mundo, centro de toda manifestación, el Dao.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Octubre del 2016



[1] La montaña simboliza una suerte de anti mundo en el que reinan la pureza, la verdad y la autenticidad. Se convierte en un espacio sacro, lugar paradisiaco de calma y reposo.
[2] A través de las sugerencias se establecen analogías y correspondencias.
[3] Para los daoístas la naturaleza es inmortalidad, un presente eterno, verdadera transformación continua; si se quiere, el encuentro de lo individual con lo universal. Esto explica que los lugares escogidos en la  poesía, y también en el arte daoísta, fuesen rincones secretos, escondidos, ocultos a los demás. En general, se trata de bosques sombríos, en donde el ser humano se ve sumergido en el seno de una profusa vegetación, plena de humedad y oscuridad. Al tiempo, se privilegian ubicaciones como las cumbres de las montanas, pues desde ellas la visión es amplia e inabarcable, de tal modo que el paisaje nos empuja irremisiblemente a lo ilimitado, a la eternidad. Para el budismo, finalmente, el sentido de la naturaleza es el encuentro con la Verdad.
[4] Así, por ejemplo, las piedras que son arrastradas por el agua aluden a la interacción de lo flexible y blando con lo duro; el fénix está vinculado a la excelencia en tanto que la grulla a la longevidad; los melocotones tienen que ver con la inmortalidad y la renovación; el mono provoca tristeza debido a sus aullidos, mientras que el tigre infunde valor militar con su rugido; o el paso de las nubes  puede significar una vida inconstante o errante.
[5] Una forma de entender la dimensión inefable del poema es a través de dos conceptos fundamentales. Uno de ellos es qing (límpido), lo invisible, que traspasa el vulgar mundo de las pasiones. La calidad de lo límpido se vincula con la percepción de la belleza “secreta” de un paisaje. El otro es yuan (lejano), que surge de la autenticidad contenida, de la profundidad e intensidad, que tienden a exteriorizarse y así permitir alcanzar lo absoluto en el seno de la representación.

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