Imágenes: la primera es una pintura, en tinta sobre seda, que
se titula Viendo a un Huésped en un sendero en la montaña. Inicialmente fue
atribuida al maestro Li Tang, de Song Septentrional; sin embargo, la caligrafía
es de Tan Yin (época Ming, principios del siglo XVI); la segunda, es un
fragmento central de una pintura, en tinta y color sobre papel, de Qian Xuan
(fines del siglo XIII, época dinástica Yuan) denominada El Calígrafo Wang Xizhi
en su jardín, en el Pabellón de las Orquídeas, contemplando los gansos en el
estanque.
En
la antigüedad china antes existió la poesía de paisajes que la pintura, un
hecho relevante que implicaba que, en un principio, el paisaje fuese tratado como algo más espiritual que visual. En
tal sentido, era costumbre habitual que el artista pintara los paisajes en el
interior de un estudio, en virtud de que
no requería estar al aire libre para contemplarlos. Esto era así porque
toda la naturaleza estaba ya contenida en su interior.
Desde
una perspectiva etimológica, el vocablo chino para paisaje es shanshui, literalmente,
montaña y agua, conceptos que singularizan los dos polos de un paisaje,
formando una sinécdoque que figura una totalidad. Montaña es el principio de la estabilidad y de la perennidad; es yang y
se asocia a la verticalidad. Implica inmutabilidad y estatismo[1].
El agua, por su parte, representa lo inestable, el fluir; es yin y se asocia,
morfológicamente hablando a la horizontalidad. Supone impermanencia y
dinamismo. Ambos configuran un microcosmos y, como tal, encarnan las leyes del
macrocosmos. Son las figuras cruciales de la transformación universal y, por
ello, entre las dos existe un vínculo de devenir recíproco. En definitiva, es
un binomio que simboliza los dos polos extremos espacio-temporales del paisaje.
El
paisaje es siempre cambiante, y nos cambia a nosotros. Esa transformación, en respuesta
a cierto estimulo supone, al mismo tiempo, una conmoción en el orden de las
cosas y de los seres. La turbación del mundo, que nunca permanece quieto, se
manifiesta en el paisaje, a través de la estabilidad montañosa y el constante
fluir del agua. El paisaje es aquello exterior que nos circunda y también nos
incluye.
Desde
la tradición confuciana y taoísta, las realidades exteriores se conforman,
organizan y manifiestan en el paisaje. Pero este paisaje se encuentra sometido
constantemente a la mutación sin fin: se suceden las estaciones, cambian los
colores o migran las aves. De esta manera, un paisaje nunca permanece quieto.
En ese sentido, es igual que el ser humano, que siempre está en continua
transformación.
Una
aparentemente simple vibración, un leve sonido, un ligero soplo de viento,
mutan el paisaje y provocan un despliegue de diversas respuestas que a su vez
estimulan otras variadas respuestas. Tal cadena infinita de cambios se halla sometida
a las resonancias (ganying), que permiten
establecer un sistema de correspondencias asentado en todo tipo de
asociaciones. En semejante despliegue de analogías, el ser humano actúa como un
elemento más de la naturaleza, emocionándose ante el paisaje[2].
La subjetividad propiamente humana es incitada por el exterior, lo cual provoca
su respuesta: el poema.
Dentro
del poema existe también un estímulo, xing (incitación). El xing solía ubicarse habitualmente en el
encabezamiento de los poemas con la intención de iniciar el ritmo. Evocaba los elementos
naturales más comunes, el sol, la luna, los ríos, las montañas, los campos, animales, aves y plantas, así como
las actividades agrícolas, como la recolección, o la tala de los árboles y la caza. Sería una suerte de espontánea
expresión manifestada por mediación de los elementos naturales del paisaje.
La
interpretación de este tipo de poemas por parte de los letrados confucianos de
supuso el establecimiento de correspondencias entre las consideradas virtudes
humanas y las virtudes de determinados elementos de la naturaleza. Tal
pensamiento analógico, de tendencia moral, propició la selección de sólo unos
pocos motivos naturales. Desde la óptica taoísta, por el contrario, el ser
humano era simplemente una parte integrante más de la naturaleza. La solución
estribaba para ellos no en traducir los elementos naturales en virtudes humanas,
sino en fusionarse plenamente con ellos. La pura contemplación del paisaje, sin
modificaciones ni interpretaciones, auspiciaba dicha integración. Para
lograrlo, la “no intervención” (wuwei) resultaba algo crucial[3].
Desde la visión budista las imágenes naturales
colaboran en la constatación del Vacío fenoménico de la existencia y los
aspectos ilusorios de la realidad. La Naturaleza se encuentra impregnada de
múltiples símbolos religiosos. Los lugares preferidos son los vastos espacios, aquellos
paisajes silenciosos que favorecen el nirvana,
las flores de loto abiertas que expresan la paz y la perfección, o la imagen de
la luna en las aguas quietas, así como otro tipo de reflejos acuáticos, flotantes,
que simbolizan lo ilusorio, lo no permanente y la vaguedad de la existencia.
La naturaleza no es una simple representación, sino la
realización de una visión del mundo. No es un decorado externo ni un marco
espacial delimitado, sino el lugar donde el símbolo se realiza, y que,
siguiendo su propia naturaleza, irradia multitud de significaciones. Todo ello dio
como resultado una extensa red de símbolos orgánicos[4],
no estáticos.
El paisaje poético se encuentra al otro lado de los
ojos. Al leer un poema vemos un paisaje, o también al leer un paisaje entonces contemplamos
un poema. Nuestra mirada, en cualquier caso, es mental, abstracta y afectiva.
Aquello oculto a los ojos influye e incluso decide la forma de las cosas. Dicho
de otro modo, lo invisible conforma lo visible. Cuando se intentan describir o
detallar los paisajes del poema los mismos se escapan; sin embargo, cuando se
sugieren desde la lejanía, desde la infinita distancia, y se los pinta con abstractas
pinceladas, entonces los paisajes logran traspasar nuestro interior. Aquello
auténticamente relevante es lo invisible, porque es lo que significa.
El paisaje poético no puede plasmarse ni fijarse en nuestro
interior, pues es objetivamente inaccesible, ya que se trata de un organismo
vivo que cambia. No obstante, puede ser contemplado. Para ello, la ayuda del ambiente
o la atmósfera, de lo que se llama qixiang (aura de representación) es
determinante. Así, por ejemplo, cuando no se puede expresar el espíritu propio
de la montaña, se expresa con la ayuda de las nubes; o cuando no se puede
expresar el de la primavera, se hace a partir de las plantas. De aquí la trascendencia y el carácter elusivo
de la poesía[5], su
inaccesibilidad a la comprensión.
Al margen del signo poético no está la energía vital,
el soplo. Ni en un más allá insondable ni tampoco en su materialidad (esto es, en
un más acá), sino que permanece implícita en él. En tal sentido, el paisaje no
se trasciende a sí mismo ni desemboca en otro lugar que no sea él mismo; es ese
Vacio propio el que le anima y, a la par, anima al mundo, centro de toda
manifestación, el Dao.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Octubre del 2016
[1] La
montaña simboliza una suerte de anti
mundo en el que reinan la pureza, la verdad y la autenticidad. Se
convierte en un espacio sacro, lugar paradisiaco de calma y reposo.
[3] Para los daoístas la naturaleza
es inmortalidad, un presente eterno, verdadera transformación continua; si se
quiere, el encuentro de lo individual con lo universal. Esto explica que los
lugares escogidos en la poesía, y
también en el arte daoísta, fuesen rincones secretos, escondidos, ocultos a los
demás. En general, se trata de bosques sombríos, en donde el ser humano se ve
sumergido en el seno de una profusa vegetación, plena de humedad y oscuridad.
Al tiempo, se privilegian ubicaciones como las cumbres de las montanas, pues
desde ellas la visión es amplia e inabarcable, de tal modo que el paisaje nos
empuja irremisiblemente a lo ilimitado, a la eternidad. Para el budismo,
finalmente, el sentido de la naturaleza es el encuentro con la Verdad.
[4] Así, por
ejemplo, las piedras que son arrastradas por el agua aluden a la interacción de
lo flexible y blando con lo duro; el fénix está vinculado a la excelencia en
tanto que la grulla a la longevidad; los melocotones tienen que ver con la
inmortalidad y la renovación; el mono provoca tristeza debido a sus aullidos,
mientras que el tigre infunde valor militar con su rugido; o el paso de las
nubes puede significar una vida
inconstante o errante.
[5] Una forma de entender la dimensión inefable del poema es a través de dos
conceptos fundamentales. Uno de ellos es qing
(límpido), lo invisible, que traspasa el vulgar mundo de las pasiones. La
calidad de lo límpido se vincula con la percepción de la belleza “secreta” de
un paisaje. El otro es yuan (lejano),
que surge de la autenticidad contenida, de la profundidad e intensidad, que
tienden a exteriorizarse y así permitir alcanzar lo absoluto en el seno de la
representación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario