Durante
los siglos XVIII y XIX, el discurso humanista e idealista trataba la belleza
clásica como el medio para alcanzar las verdades interiores. Lo antiguo, desde
la óptica de una era emancipatoria, es renegociado como la ausencia de lo
superfluo, lo banal. Por el contrario, encarna la belleza pura liberada de la
autoridad y revela la armonía interna. Representaba la simplicidad y lo puro (a
través del Neoclasicismo) frente al recargamiento ornamental rococó. Es la
retórica del impersonal mármol blanco y la negación del color.
Para
el idealismo neoclásico, entonces, la esencia del arte es la esencia de la
humanidad misma que ha alcanzado su apogeo a mediados del siglo V a.e.c., en el
llamado período ateniense de Pericles. Los siglos XVI y XVII habían sido de
curiosidad y experimentación sobre lo clásico; el siglo XVIII, sin embargo, lo
fue del conocimiento y la habilidad de argumentar acerca de la belleza y el
gusto, dando lugar a la definición del arte ideal, entendido como superior a
los demás. La sistematización de objetos de anticuario en un sistema
lógicamente clasificado, sobre la base del estilo, ha sido una de las grandes
aportaciones de J.J. Winckelmann. Fue el generador de una sistematización del
estilo bajo la extendida esfera del idealismo, factor que creó un nuevo, y
perdurable, lenguaje de recepción del arte clásico.
La
perfección de la Atenas de la época de Pericles se pudo medir a través de dos
estilos distintivos, el elevado y el bello. El primero, resumido en el trabajo
de un Fidias o de un Policleto, surge encima de la naturaleza y la humanidad
para traducir lo sublime, lo inmaterial y la esencia escondida de la humanidad,
que maravilla y deja sin aliento; el estilo bello, por su parte, en segunda
parte del siglo V a.e.c., y que se puede observar en los trabajos de Praxíteles
y Lisipo, ejemplifica la carne, la sensualidad, el aspecto material de la
belleza que existe en la realidad externa y que puede ser disfrutada por el ojo
entrenado o descrita en pulcros y rigurosos escritos.
Ambos
estilos no habrían podido tener el mismo impacto de haber sido tratados como
fenómenos singulares en la Atenas del siglo V a.e.c. Winckelmann, de hecho, los
conceptualizó dentro de un esquema de surgimiento y declive, que incluía cuatro
fases características, una primera, fuente de inspiración de la posterior
producción artística (la arcaica); otra, austera (la clásica antigua de
Fidias); la clásica tardía de Praxíteles y; finalmente, una fase de imitación y
declive (asociada al Helenismo y a la Roma imperial.
Por
otra parte, desde fines del siglo XVIII en adelante, la entrada de la cronología en los espacios museísticos se
convierte en un factor ordenador de los estilos, las escuelas, los artistas o
las eras, estableciendo unas líneas que van desde el pasado al futuro. Los
museos harán de la idea de la progresión histórica un uso didáctico capital.
Una concepción lineal del tiempo en movimiento, así como la creencia ilustrada
de que la vida, la historia y la producción artística evolucionó desde formas
primitivas a otras refinadas, hará posible que los museos puedan ser espacios
apropiados para “narrar” culturas, formalizando la cultura europea como la
guardiana de lo “antiguo”.
En
tal sentido, el establecimiento de grandes museos europeos o americanos (el
Británico, el Louvre, el Metropolitan, o el Arqueológico Nacional de Atenas,
sintetizan la idea de la antigüedad sobre el fundamento de la relación en
contrapunto entre el arte y la arqueología, entre la belleza y el sistema.
En
algunos grandes museos, el Británico por ejemplo, las tensiones entre el ideal de un sistema
(de aproximación histórica) y la tradición de la belleza-ideal, no histórica,
fueron evidentes durante el siglo XIX[1]
y hasta bien entrado el siglo XX. Los arqueólogos profesionales veían en las
distintas colecciones de arte clásico la posibilidad de reconstruir la
progresión lineal de la civilización (de acuerdo a los principios
darwinianos), así como de elaborar un
contexto geográfico, cultural y cronológico, mientras que los estetas, inspirados
por los valores intemporales del idealismo de Winckelmann, gustaban del aprecio
puro y esencial de las piezas. Se trataba, entonces, de la pugna entre
arqueología o arte idealista, contexto visual o evocación de las formas.
Vence,
finalmente el didacticismo basado en el contexto sobre la pura contemplación.
Así, en general, las inscripciones formales se combinan con las descripciones
de las localizaciones de los objetos, y con los contextos (mitológico,
histórico). Sin embargo, cierto residuo del espíritu de lo ideal se manifiesta,
en ocasiones, en las referencias propias del lenguaje descriptivo. Algunos
toques de lo ideal-bello sobrevivieron en las concepciones más positivistas de
la arqueología. Así, en algunos casos, en el montaje de algunas exposiciones se
ha seguido valorando la claridad y armonía decorativas apropiadas para observar
la simplicidad idealista.
Y es que la belleza tiene también un aspecto
educativo. Por tanto, un balance entre la historicidad del arte y el cultivo
del sentido de la belleza, en cuanto a la percepción del orden, la simetría y
la proporción de las partes, no solamente es posible, sino necesario. Una
contemplación inteligente de las grandes galerías en las que se confinan los
objetos de arte clásico es una lección de historia, y también
de estética, pues parte de nuestro conocimiento de los modos y costumbres de la
vida de los antiguos griegos y romanos deriva de los restos del arte antiguo.
Al margen, claro está, de que ni la noción de progreso como un constante
refinamiento del arte, ni el esquema de Winckelmann sobre surgimiento y
declinar, prevalecen en la actualidad.
El idealismo en relación al arte clásico nunca ha
cesado, sobre todo en el marco del concepto de que ese arte forma parte de
nuestra herencia universal. La simplicidad idealista y la elevación espiritual
han marcado a las piezas-icono de los museos, adscribiendo al arte griego, en
particular, un toque de veneración cercano a la naturaleza de la religión
secular.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-Ugr. Enero, 2017
[1] El clasicismo decimonónico
transformó el poder, la fuerza del arte clásico, en una representación
nostálgica. No debería olvidarse que el clasicismo constituyó una categoría
histórica que emergió en el seno de un horizonte socio-histórico concreto, ese
del siglo XIX, y, por consiguiente, no debería tomarse como eterno. Sin
embargo, la belleza de las esculturas, por ejemplo, dicen algunos, nunca cesará
de sorprendernos.
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