Imágenes (de
arriba hacia abajo): inscripción funeraria del altar de Quinto Fulvio Fausto y
Fulvio Prisco. Siglo I. Museo Nazionale Romano; relieve en mármol de Amiternum
en la que se representa la pompa funebris de un entierro. Museo Aquilano, siglo
I a.e.c.; y urna cineraria del Museo de Arqueología de Palermo, que reza: D(is)
M(anibus) S(acrum) L(ucio) CORNELIO LAETO FILIO
DVLCISSIMO QVI VIX(it) AN(nos)
XVI M(enses) II D(ies) XXIIII SER(vius) CORNEL(ius) LAETVS PAT. FEC.
El
significado social del mundo de la muerte en la antigüedad romana solamente
puede conocerse gracias a determinada documentación literaria y epigráfica
(inscripciones funerarias), la presencia de monumentos históricos y necrópolis
(tipos de tumbas, ajuares funerarios), a la ritualidad que envolvía el duelo
así como a la interpretación de los mitos.
En
la antigüedad los dos temas básicos en los que se centraron los relatos épicos
y mitológicos fueron la adquisición de la inmortalidad y la búsqueda de la
eterna juventud[1]. En el
trasfondo de tal búsqueda se encuentra la preocupación por la muerte, tal y
como muchos mitos han reflejado de modos variados (Gilgamesh, Orfeo, Heracles).
En
términos generales, los mitos de la muerte en la mitología afirmaban que las
almas de los difuntos viajaban al mundo subterráneo de Plutón y Perséfone,
guiadas por Mercurio, la deidad psicopompa.
Se veían obligadas a atravesar la laguna Estigia en la balsa conducida por
Caronte. El mundo subterráneo tenía en su entrada un temible custodio, el Can
Cerbero. Una vez en el inframundo, se llevaba a cabo un juicio a las almas. Después
del veredicto eran trasladadas a siete regiones, según fuese el caso. La
primera estaba destina a los infantes no natos, que no eran juzgados; en la segunda moraban los inocentes
condenados injustamente; la tercera correspondía a los suicidas, mientras que
la cuarta, denominada Campo de Lagrimas, era la zona en la que permanecían los
amantes infieles; la quinta estaba habitada por héroes crueles, en tanto que la
sexta era el famoso Tártaro, lugar en el que se procedía a castigar a los perversos;
y finalmente, la séptima correspondía a los Campos Elíseos, sitio de morada de
las almas bondadosas, en la felicidad eterna.
Si
bien ya los pitagóricos mencionan el alma, será Platón quien ofrezca la
posibilidad de una esperanza ante la muerte. Lo mortal y lo inanimado es el
cuerpo físico, mientras que lo animado, el ánima, es lo que pervive, el
alma. Las almas transmigran, idea que también defiende Ovidio (Metamorfosis XV, 165-166), Salustio (Sobre los dioses y el mundo, 20-21) y
Virgilio (Eneida, VI, 730-750). Este
último señala que el alma, al morir, ascendía por mediación del aire, para
luego atravesar las aguas que había sobre el aire y, al fin, recorrer la
atmósfera que está expuesta a los rayos solares. Tal viaje suponía una
purificación del alma mediante los elementos, el aire, el agua y el sol
(fuego), de modo que pudiese lograr estar limpia (purificada) para acceder al
Elíseo. En el Elíseo podía permanecer o también ser conducida al Leteo
(olvido), para afrontar una nueva existencia terrenal.
También
Cicerón, en Sueño de Escipión (Sobre
la República, VI, 13-26) defendía la permanencia y, por consiguiente, la
inmortalidad del alma. Para los estoicos, como Séneca, el alma es aquello que
el ser humano tiene de racional y divino. Es la que ayudada por la filosofía,
nos hará resistir a la fortuna y saber, por tanto, afrontar la muerte.
Por
el contrario, los epicúreos negaban la inmortalidad. El espíritu que confería vida
se disolvía en el aire y se perdía para siempre tras la muerte. Ello implicaba
que las personas no tenían, entonces, por qué temer el mundo del más allá, de
modo que podían dedicarse a disfrutar de este.
No
hubo conceptos concretos en el mundo romano en relación a en qué se convertían
los difuntos después de fallecer. En cualquier caso, la tradición romana
vislumbra la existencia de los espíritus de los muertos. Se trataba de los Dii
parentes et Manes, íntimamente asociados a los Genii. Tales genios permanecían activos
durante la vida, diferenciándose por sus valores morales, que se prolongaban
tras su muerte. Dichos genios continuaban habitando en las sepulturas un factor
que motivó su identificación con la osamenta, las cenizas e, incluso, con los
propios sepulcros.
Los
autores antiguos presentan disparidades en relación a la entidad en la que se
trasformaba el ser humano con posterioridad a la muerte del cuerpo. En tal
sentido, existieron distintas denominaciones. El Genius del difunto se
relacionaba con el vocablo Manes
(los ilustres), emparentado, a su vez, con Lares, Penates, Larvae y
Lemures. La profusión de
denominaciones demuestra la existencia de la creencia en la
inmortalidad del alma tras la desaparición del cuerpo.
Aquellos difuntos bondadosos, que velaban por sus
descendientes se denominaban Lares familiares, mientras que los
inquietos, perturbadores o sencillamente nocivos, y que, además, asustaban con
apariciones nocturnas, se llamaban Larvae. Si no se sabía con seguridad en qué se había convertido el alma del
fallecido se nombraba Manes[2].
Manes eran, en general, los
espíritus de los muertos. Los Manes familiares eran aquellos difuntos
que pasaban a formar parte del conjunto de espíritus, metamorfoseados en
divinidades. Se puede decir que era la sombra del difunto, su espíritu
santificado por el deceso y, en consecuencia, proclive a ser objeto de
veneración y respeto, aunque al tiempo de temor y ofuscación a lo desconocido.
De una manera o de la otra, lo cierto era que había
que distinguir entre genios buenos y malos. En tal sentido, las almas de los
difuntos eran “dioses” de los muertos o, en todo caso, entidades que se
hallaban en el mundo de los muertos, al lado de las divinidades infernales (Orcus,
por ejemplo). De esta forma,
los Manes podían ser identificados con esas deidades.
Desde la época de Augusto, algunos autores, sobre todo Virgilio, emplearon
el término
Manes para detallar a ciertas divinidades infernales y sombras de los muertos. Servio,
por su parte, menciona que en tanto los dioses celestes eran los de los vivos,
las otras deidades, en concreto, los Manes, eran los dioses de los muertos.
Serían, entonces, unos dioses secundarios, que dominaban las tinieblas nocturnas.
Se podría decir, al modo de Tácito (Vida
de Agrícola), que eran sombras, espíritus fantasmales[3].
En términos generales, el hombre común no sabía con
exactitud el significado de los Manes; esto es, si representaban el alma del difunto, o se trataba de
deidades de ultratumba. En las inscripciones funerarias se mencionan estas
divinidades sin precisar ni carácter, ni funciones ni atributos particulares.
En ocasiones aparecen al lado de D.M.
o Dis Manibus, epítetos, como inferi (con lo cual se implicaría su
calidad de dioses de ultratumba protectores de los fallecidos), y unas pocas veces otros como sacer o castus[4].
Para algunos autores, como Apuleyo, el espíritu
humano, después de haber salido del cuerpo, se transformaba en una suerte de
demonio que los antiguos llamaban Lemures.
En los funerales era imprescindible que se tributara
los honores debidos al fallecido (Iusta).
Si se producía algún olvido o una irregularidad, el difunto se convertiría en
un fantasma que no descansaría hasta que sus allegados o parientes le hicieran
la debida justicia. Esa necesidad de
unos ritos funerarios que atendieran al difunto se continuaba tiempo después de
la inhumación para asegurar su descanso eterno. Existía, entonces, la necesidad
de que se recordara al difunto, se dejara constancia de su existencia y se le
rindiera culto a su numen (y
a su nomen) para
que perviviese en la memoria eterna.
Un relevante número de rituales se orientaban más
hacia el objetivo de apaciguar los componentes malignos de los difuntos que
hacia una imprescindible súplica como deidades activas. En todos los casos, se
inmolaban víctimas, se realizaban juegos, combates de gladiadores como
homenaje, se ofrendaban alimentos en la tumba en determinados días concretos[5]
(cumpleaños, día de difuntos) y se conformaba un ajuar de diversos objetos.
La muerte se concebía en la antigua Roma como un acto
social y, en cierta medida, público. El tiempo de luto para los familiares
directos era de diez meses. El funeral (funus)
comenzaba en casa del difunto. La familia acompañaba al moribundo a su cama y
le daba un último beso para retener así el alma que se escapaba por su boca. Después
de producirse el deceso, se le cerraban los ojos y se le llamaba tres veces por
su nombre para así corroborar que realmente había fallecido. A continuación el
cuerpo era lavado, perfumado con ungüentos y finalmente vestido. Según la
costumbre griega se depositaba al lado del cadáver una moneda para que Caronte
se cobrase por el transporte de su alma. El cuerpo se ubicaba sobre una litera
con los pies mirando hacia la puerta de entrada y rodeado de flores, un símbolo
de la fragilidad de la vida pero a la par de la renovación. Durante tres a
siete días permanecía expuesto el difunto. Encima de la puerta de entrada de la
casa se ponían ramas de abeto o de ciprés para así avisar a los viandantes de
la presencia de un muerto en el interior.
El difunto, en particular en los casos de romanos de
alta condición social, era trasladado por las calles de la ciudad. Delante y detrás de la
comitiva fúnebre (pompa funebris) se desplazaba un cortejo compuesto de
esclavos tocando instrumentos musicales como flautas, trompetas o trompas, los
portadores de antorchas, el propio difunto en un ataúd de madera abierta sobre
una suerte de camilla (también podía ser llevado a hombros por miembros de la
familia). Detrás del difunto iba el resto del cortejo fúnebre, formado por la
familia y los amigos, además de una comitiva de personal pagado (plañideras,
mimos, bailarines) y, finalmente, las fasces, las representaciones de los
momentos significativos de la vida del fallecido o árboles genealógicos del
difunto.
Hasta finales de la primera centuria de nuestra era, el
funeral se celebraba por la noche, con la ayuda de la luz de antorchas. Esto
era así porque la muerte era un suceso que se consideraba contaminante. Sin
embargo, en siglos posteriores se comenzaron a realizar los ritos durante el
día, excepto aquellos de niños, indigentes o suicidas.
La tumba definitiva se consagraba con el sacrificio de
una cerda. Una vez que el sepulcro estaba ya finalizado y todo dispuesto se
llamaba tres veces al alma del difunto para que pudiera entrar en la morada que
se le había preparado para su nueva vida. Después del entierro se levantaba una
estatua del difunto en un lugar visible de la casa, dentro de en una hornacina
de madera.
En el caso de la incineración la ceremonia se celebraba encima de una
pira en forma de altar, sobre la que se depositaba el ataúd con el cadáver. Se
le abrían los ojos para que pudiera observar cómo su alma de dirigía hacia el
cielo. Se sacrificaban e incineraban animales y se arrojaban sobre la pira
ofrendas de alimentos y perfumes. Se le nombraba una última vez y se encendía
la pira con antorchas. El rito concluía vertiendo agua y vino sobre la pira.
Finalmente, los asistentes se despedían del difunto deseándole que la tierra le
fuera ligera, Sit Tibi Terra Levis (STTL), una fórmula muy habitual en
las inscripciones funerarias.
Es conveniente recordar que los monumentos funerarios
de los romanos se ubicaban al margen de los límites de la ciudad, a ambos lados
de la calzada principal. Solían ornarse con jardines.
Al fallecer alguno de los componentes de la familia
romana, de inmediato pasaba a formar parte de los antepasados familiares,
verdaderos Manes protectores, a los que se les homenajeaba manteniendo
siempre ardiendo el fuego del hogar. La tumba elegida no podía ser cambiada de
lugar pues los manes requerían una morada fija (que se suponía eterna) a la que
se asociaban todos los difuntos de la familia.
En términos generales se piensa que los muertos no
llevaban una existencia feliz. Es por ello que había que abastecer las tumbas
con todo aquello que el fallecido necesitara. Para apaciguar a los espíritus de
los muertos y hacerles más llevadera su infelicidad,
se ofrendaban alimentos (leche, vino, miel, pan, huevos) en los sepulcros, en nombre de las familias, de las asociaciones
profesionales o de las propias ciudades. La carencia de homenajes a los Manes
provocaba pesadillas y enfermedades.
Los sepulcros no eran espacios sombríos, lúgubres, pues
se entendía que la muerte convivía con la vida[6].
Los difuntos no debían ser olvidados y por ello sus lugares de reposo final se
vinculaban con el entorno circundante. En los epitafios no se vislumbran deseos
inframundanos, sino que abundan expresiones que se asocian con los vivos y con
la vida mundana. En general, se escribían para que el transeúnte los leyera y
así hubiera una constancia de su paso por la vida que ya dejó. Por eso en ellos
se encuentran relatos de la vida del muerto, saludos o explicaciones de cómo
murió. En algunos, incluso, se hallan consejos y hasta pensamientos de tipo
político.
Existieron en el mundo romano diferentes tipos de
enterramientos. Aquellas tumbas más lujosas eran los sepulcros monumentales,
los mausoleos, que podían adquirir la forma de una casa o un templo. Por su
parte, los columbaria era una
gran tumba en cuyos muros se ubicaban nichos para depositar las urnas
con las cenizas de los difuntos. Aparecen desde el siglo I a.e.c., siendo
empleadas hasta el siglo III, y son inhumaciones colectivas propias de
corporaciones funerarias. Había también fosas simples, excavadas en el suelo,
algunas de ellas revestidas con cajas de ladrillo y con cubiertas de mármol.
Desde el siglo II, la incineración fue paulatinamente
reemplazada por la inhumación. No obstante, hubo una coexistencia de ambos
modos funerarios. La distinción se relacionaba con la condición social o el
estatus del fallecido. En este sentido, la inhumación se reservaba para la
gente humilde y para los esclavos, mientras que la incineración se usaba con
los miembros de familias nobles patricias. Así, poco a poco, en lugar de
utilizar urnas funerarias (propias de la incineración), se fue extendiendo la
costumbre de enterrar a los muertos en cajas, bien de madera o de piedra, de
las cuales derivarían los sarcófagos (por otro lado conocidos ya en Etruria y
en ciertas regiones del ámbito helenístico), usados en las inhumaciones. Los
sarcófagos formaban parte de un monumento funerario. Solían ser decorados con
elementos simbólicos y con diseños geométricos (como los surcos ondulados o strigiles).
Los enterramientos individuales presentaban numerosos
tipos de monumento funerario. Las lápidas eran un elemento clave. Podían ser
estelas exentas coronadas por frontones; piedras esculpidas con forma
semicilíndrica (cupae), propias de
esclavos y libertos; pedestales y altares ornados con decoración vegetal; o
relieves con los bustos de los muertos empotrados en los muros de la tumba.
Enterramientos muy modestos eran las cajas de losas de pizarra, de ánforas (muy
empleadas para la inhumación de infantes) o tegulas
reusadas.
Prof. Dr. Julio López Saco.
UCV-UCAB. FEIAP- UGR. Julio del 2017.
Bibliografía básica
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la mort impossible», La mort au quotidien dans le monde romain. Actes du
colloque, París, pp. 155-169.
COULIANO, I. P. (1993). Más allá de este mundo.
Paraisos, purgatorios e infiernos. Un viaje a través de las culturas religiosas,
Barcelona.
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pouvoir impérial, les Romains et la mort». Images et représentations
du pouvoir et de l’ordre social dans l’Antiquité, actes du colloque d’Angers,
28-29 mai, édités par M. Molin, pp. 107-125.
G. GNOLI., J. P. VERNANT (Edits.) (1982). La mort,
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HINARD, F. (1995). La mort au quotidien dans le
monde romain, Paris: De Boccard.
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Salamanca.
PRIEUR, J. (1986), La mort
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Universite.
RHODE, E. (1948), Psique. La idea del alma y la
inmortalidad entre los griegos, F.C.E., México.
[1] La fama,
la gloria imperecedera, así como la permanencia en el recuerdo de los vivos
(además de la descendencia), siempre constituyó una forma peculiar de
inmortalidad. Una preocupación evidente en héroes guerreros como Aquiles o en
grandes generales conquistadores, como Alejandro Magno, pero también en
personalidades como Julio César. La inmortalidad, según Platón (Fedro, 245e), será una prerrogativa del
alma humana.
[2] Aunque
designe el alma de un muerto, el vocablo se usaba en plural. Es probable que
ello se deba a las arcaicas costumbres funerarias de la cultura Terramara, por
la cual se inhumaban los fallecidos en recintos comunes. De tal modo, el alma
de los muertos permanecía
“viva” entre sus descendientes, convirtiéndose en espíritus familiares. Varrón confunde los Manes con los
Lares con los Manes, Los
considera a ambos figuras etéreas. Habitualmente se confundía Lares con Larvae y con los Manes.
[3] Propercio
(Elegía IV, 6-7) señala que los Manes
existen y que, en correspondencia, la muerte no es el final definitivo. Horacio
expone que los Manes eran como ceniza, sombras, un recuerdo.
[4] Con Dis Inferis Manibus se infiere el
carácter sacro de la tumba. Los términos que delimitaban el sepulcro podían
considerarse sagrados. En este caso, la inscripción habitual era Dis Manibus
Sacrum (D.M.S.), que los primeros
cristianos primitivos conservaron reinterpretándola como Deo Magno
Sancto.
[5] Los días
de difuntos (Parentalia) se celebraban en febrero. Otras fiestas
dedicadas a los muertos fueron las Lemurias (celebradas en mayo). En esos especiales días las almas cuyos
cuerpos no habían recibido sepultura merodeaban en los hogares. Por tal motivo,
el padre de familia debía representar un ritual para alejar a esos espíritus
errantes. Después de lavarse las manos, como seña de purificación, se metía
nueve habas negras en la boca. Luego, descalzo se desplazaba por la casa
escupiendo las habas una a una, para que nutriesen a los espíritus malignos
conocidos como Lemures.
[6] El
espacio dedicado al enterramiento, sepulchrum, adquiría el carácter de
sitio sacro, lucus religiosus, inamovible, inviolable e inalienable. Al
recinto únicamente podían acceder los familiares del fallecido.
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