2 de julio de 2017

Muerte e inframundo en la antigua Roma




  
Imágenes (de arriba hacia abajo): inscripción funeraria del altar de Quinto Fulvio Fausto y Fulvio Prisco. Siglo I. Museo Nazionale Romano; relieve en mármol de Amiternum en la que se representa la pompa funebris de un entierro. Museo Aquilano, siglo I a.e.c.; y urna cineraria del Museo de Arqueología de Palermo, que reza: D(is) M(anibus) S(acrum) L(ucio) CORNELIO LAETO FILIO  DVLCISSIMO QVI VIX(it) AN(nos)  XVI M(enses) II D(ies) XXIIII SER(vius) CORNEL(ius) LAETVS PAT. FEC.

El significado social del mundo de la muerte en la antigüedad romana solamente puede conocerse gracias a determinada documentación literaria y epigráfica (inscripciones funerarias), la presencia de monumentos históricos y necrópolis (tipos de tumbas, ajuares funerarios), a la ritualidad que envolvía el duelo así como a la interpretación de los mitos.
En la antigüedad los dos temas básicos en los que se centraron los relatos épicos y mitológicos fueron la adquisición de la inmortalidad y la búsqueda de la eterna juventud[1]. En el trasfondo de tal búsqueda se encuentra la preocupación por la muerte, tal y como muchos mitos han reflejado de modos variados (Gilgamesh, Orfeo, Heracles).
En términos generales, los mitos de la muerte en la mitología afirmaban que las almas de los difuntos viajaban al mundo subterráneo de Plutón y Perséfone, guiadas por Mercurio, la deidad psicopompa. Se veían obligadas a atravesar la laguna Estigia en la balsa conducida por Caronte. El mundo subterráneo tenía en su entrada un temible custodio, el Can Cerbero. Una vez en el inframundo, se llevaba a cabo un juicio a las almas. Después del veredicto eran trasladadas a siete regiones, según fuese el caso. La primera estaba destina a los infantes no natos, que no eran  juzgados; en la segunda moraban los inocentes condenados injustamente; la tercera correspondía a los suicidas, mientras que la cuarta, denominada Campo de Lagrimas, era la zona en la que permanecían los amantes infieles; la quinta estaba habitada por héroes crueles, en tanto que la sexta era el famoso Tártaro, lugar en el que se procedía a castigar a los perversos; y finalmente, la séptima correspondía a los Campos Elíseos, sitio de morada de las almas bondadosas, en la felicidad eterna.
Si bien ya los pitagóricos mencionan el alma, será Platón quien ofrezca la posibilidad de una esperanza ante la muerte. Lo mortal y lo inanimado es el cuerpo físico, mientras que lo animado, el ánima, es lo que pervive, el alma. Las almas transmigran, idea que también defiende Ovidio (Metamorfosis XV, 165-166), Salustio (Sobre los dioses y el mundo, 20-21) y Virgilio (Eneida, VI, 730-750). Este último señala que el alma, al morir, ascendía por mediación del aire, para luego atravesar las aguas que había sobre el aire y, al fin, recorrer la atmósfera que está expuesta a los rayos solares. Tal viaje suponía una purificación del alma mediante los elementos, el aire, el agua y el sol (fuego), de modo que pudiese lograr estar limpia (purificada) para acceder al Elíseo. En el Elíseo podía permanecer o también ser conducida al Leteo (olvido), para afrontar una nueva existencia terrenal.
También Cicerón, en Sueño de Escipión (Sobre la República, VI, 13-26) defendía la permanencia y, por consiguiente, la inmortalidad del alma. Para los estoicos, como Séneca, el alma es aquello que el ser humano tiene de racional y divino. Es la que ayudada por la filosofía, nos hará resistir a la fortuna y saber, por tanto, afrontar la muerte.
Por el contrario, los epicúreos negaban la inmortalidad. El espíritu que confería vida se disolvía en el aire y se perdía para siempre tras la muerte. Ello implicaba que las personas no tenían, entonces, por qué temer el mundo del más allá, de modo que podían dedicarse a disfrutar de este.
No hubo conceptos concretos en el mundo romano en relación a en qué se convertían los difuntos después de fallecer. En cualquier caso, la tradición romana vislumbra la existencia de los espíritus de los muertos. Se trataba de los Dii parentes et Manes, íntimamente asociados a los Genii. Tales genios permanecían activos durante la vida, diferenciándose por sus valores morales, que se prolongaban tras su muerte. Dichos genios continuaban habitando en las sepulturas un factor que motivó su identificación con la osamenta, las cenizas e, incluso, con los propios sepulcros.
Los autores antiguos presentan disparidades en relación a la entidad en la que se trasformaba el ser humano con posterioridad a la muerte del cuerpo. En tal sentido, existieron distintas denominaciones. El Genius del difunto se relacionaba con el vocablo Manes (los ilustres), emparentado, a su vez, con Lares, Penates, Larvae y Lemures. La profusión de denominaciones demuestra la existencia de la creencia en la inmortalidad del alma tras la desaparición del cuerpo.
Aquellos difuntos bondadosos, que velaban por sus descendientes se denominaban Lares familiares, mientras que los inquietos, perturbadores o sencillamente nocivos, y que, además, asustaban con apariciones nocturnas, se llamaban Larvae. Si no se sabía con seguridad en qué se había convertido el alma del fallecido se nombraba Manes[2]. Manes eran, en general, los espíritus de los muertos. Los Manes familiares eran aquellos difuntos que pasaban a formar parte del conjunto de espíritus, metamorfoseados en divinidades. Se puede decir que era la sombra del difunto, su espíritu santificado por el deceso y, en consecuencia, proclive a ser objeto de veneración y respeto, aunque al tiempo de temor y ofuscación a lo desconocido.
De una manera o de la otra, lo cierto era que había que distinguir entre genios buenos y malos. En tal sentido, las almas de los difuntos eran “dioses” de los muertos o, en todo caso, entidades que se hallaban en el mundo de los muertos, al lado de las divinidades infernales (Orcus, por ejemplo). De esta forma, los Manes podían ser identificados con esas deidades.
Desde la época de Augusto, algunos autores, sobre todo Virgilio, emplearon el término
Manes para detallar a ciertas divinidades infernales y sombras de los muertos. Servio, por su parte, menciona que en tanto los dioses celestes eran los de los vivos, las otras deidades, en concreto, los Manes, eran los dioses de los muertos. Serían, entonces, unos dioses secundarios, que dominaban las tinieblas nocturnas. Se podría decir, al modo de Tácito (Vida de Agrícola), que eran sombras, espíritus fantasmales[3].  
En términos generales, el hombre común no sabía con exactitud el significado de los Manes; esto es, si representaban el alma del difunto, o se trataba de deidades de ultratumba. En las inscripciones funerarias se mencionan estas divinidades sin precisar ni carácter, ni funciones ni atributos particulares. En ocasiones aparecen al lado de D.M. o Dis Manibus, epítetos, como inferi (con lo cual se implicaría su calidad de dioses de ultratumba protectores de los fallecidos), y  unas pocas veces otros como sacer o castus[4].
Para algunos autores, como Apuleyo, el espíritu humano, después de haber salido del cuerpo, se transformaba en una suerte de demonio que los antiguos llamaban Lemures.
En los funerales era imprescindible que se tributara los honores debidos al fallecido (Iusta). Si se producía algún olvido o una irregularidad, el difunto se convertiría en un fantasma que no descansaría hasta que sus allegados o parientes le hicieran la debida  justicia. Esa necesidad de unos ritos funerarios que atendieran al difunto se continuaba tiempo después de la inhumación para asegurar su descanso eterno. Existía, entonces, la necesidad de que se recordara al difunto, se dejara constancia de su existencia y se le rindiera culto a su numen (y a su nomen) para que perviviese en la memoria eterna.
Un relevante número de rituales se orientaban más hacia el objetivo de apaciguar los componentes malignos de los difuntos que hacia una imprescindible súplica como deidades activas. En todos los casos, se inmolaban víctimas, se realizaban juegos, combates de gladiadores como homenaje, se ofrendaban alimentos en la tumba en determinados días concretos[5] (cumpleaños, día de difuntos) y se conformaba un ajuar de diversos objetos.
La muerte se concebía en la antigua Roma como un acto social y, en cierta medida, público. El tiempo de luto para los familiares directos era de diez meses. El funeral (funus) comenzaba en casa del difunto. La familia acompañaba al moribundo a su cama y le daba un último beso para retener así el alma que se escapaba por su boca. Después de producirse el deceso, se le cerraban los ojos y se le llamaba tres veces por su nombre para así corroborar que realmente había fallecido. A continuación el cuerpo era lavado, perfumado con ungüentos y finalmente vestido. Según la costumbre griega se depositaba al lado del cadáver una moneda para que Caronte se cobrase por el transporte de su alma. El cuerpo se ubicaba sobre una litera con los pies mirando hacia la puerta de entrada y rodeado de flores, un símbolo de la fragilidad de la vida pero a la par de la renovación. Durante tres a siete días permanecía expuesto el difunto. Encima de la puerta de entrada de la casa se ponían ramas de abeto o de ciprés para así avisar a los viandantes de la presencia de un muerto en el interior.
El difunto, en particular en los casos de romanos de alta condición social, era trasladado por las calles de la ciudad. Delante y detrás de la comitiva fúnebre (pompa funebris) se desplazaba un cortejo compuesto de esclavos tocando instrumentos musicales como flautas, trompetas o trompas, los portadores de antorchas, el propio difunto en un ataúd de madera abierta sobre una suerte de camilla (también podía ser llevado a hombros por miembros de la familia). Detrás del difunto iba el resto del cortejo fúnebre, formado por la familia y los amigos, además de una comitiva de personal pagado (plañideras, mimos, bailarines) y, finalmente, las fasces, las representaciones de los momentos significativos de la vida del fallecido o árboles genealógicos del difunto.
Hasta finales de la primera centuria de nuestra era, el funeral se celebraba por la noche, con la ayuda de la luz de antorchas. Esto era así porque la muerte era un suceso que se consideraba contaminante. Sin embargo, en siglos posteriores se comenzaron a realizar los ritos durante el día, excepto aquellos de niños, indigentes o suicidas.
La tumba definitiva se consagraba con el sacrificio de una cerda. Una vez que el sepulcro estaba ya finalizado y todo dispuesto se llamaba tres veces al alma del difunto para que pudiera entrar en la morada que se le había preparado para su nueva vida. Después del entierro se levantaba una estatua del difunto en un lugar visible de la casa, dentro de en una hornacina de madera.
En el caso de la incineración la ceremonia se celebraba encima de una pira en forma de altar, sobre la que se depositaba el ataúd con el cadáver. Se le abrían los ojos para que pudiera observar cómo su alma de dirigía hacia el cielo. Se sacrificaban e incineraban animales y se arrojaban sobre la pira ofrendas de alimentos y perfumes. Se le nombraba una última vez y se encendía la pira con antorchas. El rito concluía vertiendo agua y vino sobre la pira. Finalmente, los asistentes se despedían del difunto deseándole que la tierra le fuera ligera, Sit Tibi Terra Levis (STTL), una fórmula muy habitual en las inscripciones funerarias.
Es conveniente recordar que los monumentos funerarios de los romanos se ubicaban al margen de los límites de la ciudad, a ambos lados de la calzada principal. Solían ornarse con jardines.
Al fallecer alguno de los componentes de la familia romana, de inmediato pasaba a formar parte de los antepasados familiares, verdaderos Manes protectores, a los que se les homenajeaba manteniendo siempre ardiendo el fuego del hogar. La tumba elegida no podía ser cambiada de lugar pues los manes requerían una morada fija (que se suponía eterna) a la que se asociaban todos los difuntos de la familia.
En términos generales se piensa que los muertos no llevaban una existencia feliz. Es por ello que había que abastecer las tumbas con todo aquello que el fallecido necesitara. Para apaciguar a los espíritus de los muertos y hacerles más llevadera su  infelicidad, se ofrendaban alimentos (leche, vino, miel, pan, huevos) en los sepulcros,  en nombre de las familias, de las asociaciones profesionales o de las propias ciudades. La carencia de homenajes a los Manes provocaba pesadillas y enfermedades.
Los sepulcros no eran espacios sombríos, lúgubres, pues se entendía que la muerte convivía con la vida[6]. Los difuntos no debían ser olvidados y por ello sus lugares de reposo final se vinculaban con el entorno circundante. En los epitafios no se vislumbran deseos inframundanos, sino que abundan expresiones que se asocian con los vivos y con la vida mundana. En general, se escribían para que el transeúnte los leyera y así hubiera una constancia de su paso por la vida que ya dejó. Por eso en ellos se encuentran relatos de la vida del muerto, saludos o explicaciones de cómo murió. En algunos, incluso, se hallan consejos y hasta pensamientos de tipo político.
Existieron en el mundo romano diferentes tipos de enterramientos. Aquellas tumbas más lujosas eran los sepulcros monumentales, los mausoleos, que podían adquirir la forma de una casa o un templo. Por su parte, los columbaria era una  gran tumba en cuyos muros se ubicaban nichos para depositar las urnas con las cenizas de los difuntos. Aparecen desde el siglo I a.e.c., siendo empleadas hasta el siglo III, y son inhumaciones colectivas propias de corporaciones funerarias. Había también fosas simples, excavadas en el suelo, algunas de ellas revestidas con cajas de ladrillo y con cubiertas de mármol.
Desde el siglo II, la incineración fue paulatinamente reemplazada por la inhumación. No obstante, hubo una coexistencia de ambos modos funerarios. La distinción se relacionaba con la condición social o el estatus del fallecido. En este sentido, la inhumación se reservaba para la gente humilde y para los esclavos, mientras que la incineración se usaba con los miembros de familias nobles patricias. Así, poco a poco, en lugar de utilizar urnas funerarias (propias de la incineración), se fue extendiendo la costumbre de enterrar a los muertos en cajas, bien de madera o de piedra, de las cuales derivarían los sarcófagos (por otro lado conocidos ya en Etruria y en ciertas regiones del ámbito helenístico), usados en las inhumaciones. Los sarcófagos formaban parte de un monumento funerario. Solían ser decorados con elementos simbólicos y con diseños geométricos (como los surcos ondulados o strigiles).
Los enterramientos individuales presentaban numerosos tipos de monumento funerario. Las lápidas eran un elemento clave. Podían ser estelas exentas coronadas por frontones; piedras esculpidas con forma semicilíndrica (cupae), propias de esclavos y libertos; pedestales y altares ornados con decoración vegetal; o relieves con los bustos de los muertos empotrados en los muros de la tumba. Enterramientos muy modestos eran las cajas de losas de pizarra, de ánforas (muy empleadas para la inhumación de infantes) o tegulas reusadas.

Prof. Dr. Julio López Saco.
UCV-UCAB. FEIAP- UGR. Julio del 2017.

Bibliografía básica


BELAYCHE, N. (1993), «La neuvaine funéraire à Rome, ou la mort impossible», La mort au quotidien dans le monde romain. Actes du colloque, París, pp. 155-169.
COULIANO, I. P. (1993). Más allá de este mundo. Paraisos, purgatorios e infiernos. Un viaje a través de las culturas religiosas, Barcelona.
FREDOUILLE, J. C. (1987). La mort dans l’antiquité romaine. Londres, Harvard University Press et William Heinemann Ltd.
GALINIER, M. (1999). «Le pouvoir impérial, les Romains et la mort». Images et représentations du pouvoir et de l’ordre social dans l’Antiquité, actes du colloque d’Angers, 28-29 mai, édités par M. Molin, pp. 107-125.
G. GNOLI., J. P. VERNANT (Edits.) (1982). La mort, les morts dans les sociétés anciennes Cambridge-Paris.
HINARD, F. (1995). La mort au quotidien dans le monde romain, Paris: De Boccard.
PEREA YEBENES, S. (2012), La idea del alma y el más allá en los cultos orientales durante el imperio romano, Signifer, Salamanca.
PRIEUR, J. (1986), La mort dans l’antiquité romaine De mémoire d’homme. L’Histoire Ed. Ouest France Universite.
RHODE, E. (1948), Psique. La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos, F.C.E., México.



[1] La fama, la gloria imperecedera, así como la permanencia en el recuerdo de los vivos (además de la descendencia), siempre constituyó una forma peculiar de inmortalidad. Una preocupación evidente en héroes guerreros como Aquiles o en grandes generales conquistadores, como Alejandro Magno, pero también en personalidades como Julio César. La inmortalidad, según Platón (Fedro, 245e), será una prerrogativa del alma humana.
[2] Aunque designe el alma de un muerto, el vocablo se usaba en plural. Es probable que ello se deba a las arcaicas costumbres funerarias de la cultura Terramara, por la cual se inhumaban los fallecidos en recintos comunes. De tal modo, el alma de los muertos permanecía “viva” entre sus descendientes, convirtiéndose en espíritus familiares. Varrón confunde los Manes con los Lares con los Manes, Los considera a ambos figuras etéreas. Habitualmente se confundía Lares con Larvae y con los Manes.
[3] Propercio (Elegía IV, 6-7) señala que los Manes existen y que, en correspondencia, la muerte no es el final definitivo. Horacio expone que los Manes eran como ceniza, sombras, un recuerdo.
[4] Con Dis Inferis Manibus se infiere el carácter sacro de la tumba. Los términos que delimitaban el sepulcro podían considerarse sagrados. En este caso, la inscripción habitual era Dis Manibus Sacrum (D.M.S.), que los primeros cristianos primitivos conservaron  reinterpretándola como Deo Magno Sancto.
[5] Los días de difuntos (Parentalia) se celebraban en febrero. Otras fiestas dedicadas a los muertos fueron las Lemurias (celebradas en mayo). En esos especiales días las almas cuyos cuerpos no habían recibido sepultura merodeaban en los hogares. Por tal motivo, el padre de familia debía representar un ritual para alejar a esos espíritus errantes. Después de lavarse las manos, como seña de purificación, se metía nueve habas negras en la boca. Luego, descalzo se desplazaba por la casa escupiendo las habas una a una, para que nutriesen a los espíritus malignos conocidos como Lemures.
[6] El espacio dedicado al enterramiento, sepulchrum, adquiría el carácter de sitio sacro, lucus religiosus, inamovible, inviolable e inalienable. Al recinto únicamente podían acceder los familiares del fallecido.

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