Imágenes (de arriba hacia abajo): ilustración de fantasma,
Iijima Koga, Zensho-an, Tokyo; el fantasma del muelle, Shibata Zeshin, y
Fantasma y candelero, Tani Bun'ichi. Zensho-an, Tokyo; Oni y otros monstruos,
dibujos del desfile nocturno de los cien diablos, biblioteca Iwase; Tsukumogami
a base de cacharros de cocina. Una botella de sake hace de cabeza, un plato y
un bol agrietado de armadura y dos espátulas para servir arroz de piernas; y
Obstinación, cien historias ilustradas, Katsushika Hokusai, con Hebi, serpiente
Yokai.
Entre los seres sobrenaturales más
relevantes del imaginario fantástico japonés se encuentran los yokai y los yurei. Ambos son fantasmas (bakemono).
Los yurei son espíritus de los
fallecidos que por determinadas razones, que incluyen la sed de venganza o las
promesas incumplidas, suelen aparecerse a los vivos con los que dejaron cuentas
pendientes mientras vivían en este mundo. Por su parte, los yokai no son almas de muertos, sino que
están vivos, aunque no se suelen sentir o ver porque su dimensión
espacio-temporal es diferente a la de los mortales. Los yokai serían antiguos dioses de los cultos a los elementos
naturales y a la fertilidad que cayeron en desuso o rebajaron su rango,
mientras que los yurei se originaron a la deificación de personas importantes
de las sociedades arcaicas, como chamanes, jefes tribales. Es por ello que los
yurei tienen una apariencia humana, en tanto que los yokai habitualmente presentan deformidades, rasgos peculiares y
extravagacias físicas y de comportamiento.
Ni uno ni otro pertenecen al mundo
de los vivos, aunque su “otro mundo” no es el mismo para ambos. Los yokai habitan las cercanías de nuestra
sociedad, en espacios y tiempos controlables por los mortales, como las casas
abandonadas, los densos bosques, la noche o el mar. En función de la fluidez
que nos separa de los yokai, el
contacto con su presencia es continua, aunque no siempre la persona caiga en
cuenta. Es un contacto que se verifica en los festivales religiosos sintoístas matsuri, en los que se busca canalizar
las malas intenciones por otras positivas de los yokai, haciéndolos deidades protectoras de aldeas, canales de agua,
arrozales o veredas; es decir, de sitios con presencia humana. Por su lado, los
yurei moran el mundo de los muertos
y, por lo tanto, con ellos ni existe ni se busca contacto alguno. La frontera
entre ambos mundos es, en este último caso, estable, fija, nítida e invariable,
tal y como la que separa la vida de la muerte. Los yurei no se mezclan con la gente viva, a diferencia de los yokai, que pueden acabar encuadrados
entre los mortales. La naturaleza extraterrenal de los yurei es fija. Su presencia en esta dimensión se deberá únicamente
a su deseo de resolver algún asunto inconcluso de su vida anterior.
El kabuki y el joruri
(cuentacuentos con música que derivó en un teatro de marionetas), fusionan, no
obstante, las características de los dos tipos de obake. Así, por ejemplo, se representan historias de mujeres
asesinadas que quieren vengarse en el mundo de los vivos convertidas en seres
deformes que asustan, en auténticas yokai.
Los yurei suelen representarse sin la parte inferior del cuerpo o, en
ciertos casos, sin los pies, que se difuminan. Esta convención iconográfica
pudo deberse al hecho de que los fallecidos viajaban al otro mundo montados
sobre una nube, al igual que los Budas, los oni (ogros y demonios) o los kami, pero también a la escatología
budista (visión de ultratumba de origen chino) que señala que los oni cortaban
las piernas de los muertos al pasar al otro mundo. A la entrada de la mansión
del tercero de los diez jueces del inframundo, de nombre Sotaio, hay una barrera que custodian los oni, quienes piden al
caminante muerto unas monedas como peaje. Como nunca llevan, les solicitan
piernas y brazos, de tal manera que se los seccionan. De la falta de los
miembros inferiores nacían unas sombras que explicarían la falta de piernas de
los yurei. Del mismo modo, el kabuki
pudo influir en esta peculiaridad de la imagen de estos fantasmas, pues los
yurei salían a escena en vestimentas alargadas y muy estrecxhos que ocultaban
los pies.
La vestimenta de los yurei es blanca (yukata[1]
o kimono blanco de verano, con un obi
o cinturón, mal atado). Esto tiene que ver con el hecho de que los espíritus se muestran tras la muerte con
el aspecto físico que tenían en vida y, por tanto con sus vestimentas, además
de con sus apegos, gustos, odios, sentimientos y manías de todo tipo. Un
accesorio muy habitual era un trozo triangular de tela blanca que se ponían en
la frente para que actuase como talismán. Este arma efectiva contra las magias
recuerda la cajita negra de los yamabushi
o monjes errantes que llevan atada en la frente cuando entran en una zona
montañosa. Su función consistía en recibir energías positivas.
Muchos yurei se representan en regionesa acuáticas, portando un farol o
cerca de un fuego. El valor simbólico de tales elementos es, en este caso,
clave. El agua prurifica cuerpo y alma y lava los pecados que los muertos
llevan consigo. Por otra parte, el mar y los ríos son auténticas vías de comunicación
por las que las almas de los antepasados se desplazan al más allá[2].
En estos casos, los familiares vivos pueden encargarles en este tránsito que se
lleven consigo impurezas y todo tipo de males del mundo de los vivos. El fuego,
por su parte, rememora el antiguo culto solar y es un elemento en el que los
espíritus se reencarnan con asiduidad, pues simboliza la energía purificadora y
creadora (aunque también representa el sufrimiento en el infierno budista).
Mientras los yokai llevan asociados aspectos cómicos, los yurei carecen de
elementos humorísticos. Son, en realidad, terroríficos, rencorosos y
vengativos. Los más típicos son imágenes de mujeres, tal vez porque el público
que consumía pinturas con ests temáticas era esencialmente masculino, cuyo interés
pudo ser el deseo de contemplar pálidos rostros de bellas mujeres.
Los
yokai pueden adoptar formas tanto
vivas, de animales o seres humanos, como inertes, o una combinación de ambos.
Vendrían a ser una especie de deidades caídos en miseria o desgracia, tanto
porque hayan sido olvidados por aquellos que los adoraban como por su propia
degeneración. Los más comunes habitan en la naturaleza, pero hay otros
especiales muy característicos: los tsukumogami.
Se considera que algunos objetos son habitados por espíritus. Esta sería la
peculiaridad decisiva de estos tsukumogami,
yokai instalados en viejos artefactos
u objetos ya inservibles que, en consecuencia, cobran vida. El fundamento
primero de esta clase de yokai fueron las ancestrales creencias animistas
japonesas. Los yokai no tienen por
qué ser obligatoriamente vengativos y malignos. En ocasiones prestan ayuda o
proporcionan fortuna. Por lo tanto, tienen muchas caras. Se aparecen en
momentos del día o de la noche que provocan sensación de desasosiego. En las
zonas rurales se les solía encontrar en los caminos de montaña. Los yokai, por consiguiente, participan en
un sistema de conocimiento, teniendo como función para el ser humano, la de
amansar la naturaleza.
Los
más horrorosos, fuertes y vehementes yokai
son los oni. Su imagen es
semejante a la de un diablo: cuerpo rojo o azul, con colmillos y cuernos, el
pelo enmarañado y vestidos de modo agreste, con calzones de piel de tigre.
Portan un mazo, torturan a las personas y las devoran[3].
El primer empleo de la palabra que les da nombre (on), se asocia, como algo negativo, a las comunidades que no
obedecían a la corte (considerados rebeldes y salvajes) y a los extranjeros
(considerados peligrosos en virtud de que se desconocían sus intenciones).
Luego se asoció el término a las deidades que conllevan enfermedades o a
bestias que devoran niños. En la escatología budista, estos oni son custodios
de las puertas y los encargados de torturar a los condenados.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Julio, 2018.
[1] Mortaja típica en Japón. Además
de la mortaja, los yurei podían
portar una suerte de bolsa de paño en el cuello, en la que habría objetos que
facilitarían su viaje inframundano, como
tabaco, té, arroz y hasta algunas monedas.
[2] En la fiesta budista de los
difuntos (obon), las almas de los
ancestros vuelven por un breve tiempo a este mundo. En tal sentido, se les
presentan ofrendas en bandejas que se dejan flotar en las corrientes de los
ríos o en las orillas marinas, además de farolillos que arrastran las aguas
para que puedan guiarse.
[3] Una creencia del período Nara
decía que las almas de los muertos que fallecían con algún rencor se convertían
en oni y devoraban a las personas.
Sin duda, comer a un ser humano significaba, en determinadas culturas, que los
devoradores podían adquirir la energía espiritual del devorado. Los abundantes
cuentos japoneses al respecto podrían ser una reminiscencia de cierto
canibalismo ritual presente en el archipiélago japonés.
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