En
la época que rodea la conversión de Constantino al cristianismo, éste estaba
más extendido en Oriente que en Occidente. Varios factores pueden explicarlo.
La fuerza del paganismo, el carácter menos urbano de Occidente, en comparación
a Oriente, las divisiones teológicas de
la Iglesia, la presión efectuada por los colonos bárbaros que, en su mayoría
eran arrianos o paganos, la falta de instituciones pastorales y la ausencia de
una organización jerárquica, se encuentran entre las varias razones. Por otra
parte, en Occidente no había nada que fuese equivalente a la alianza, bastante
estrecha, que existía entre el Estado y la Iglesia en Oriente.
A
fines de siglo IV se constatan, no obstante, serios esfuerzos para propiciar el
afianzamiento del cristianismo en Occidente. El propio emperador Teodosio I fue
un férreo luchador contra el paganismo y el arrianismo. Por su parte, grandes
teólogos latinos, caso de Ambrosio o Agustín fortalecieron, entre los siglos IV
y V, la posición doctrinal de la Iglesia, hasta el punto de que la aristocracia
senatorial conservadora abandonaría el paganismo a comienzos de la quinta
centuria. En este mismo siglo, y bajo el
pontificado de León el Grande (440-461), la sede romana establece una
estructura burocrática que la capacita para erigirse en la portavoz de
Occidente en las disputas con el Oriente y la consolida como autoridad plena.
Indudablemente,
el debilitamiento de las instituciones imperiales ayudaría al afianzamiento del
papel político de los obispos, tanto de Roma como de otras diversas ciudades.
Esto era así porque los obispos asumían la beneficencia en las ciudades, además
de los servicios sociales, controlaban a los fieles mediante la certera
manipulación del culto y el ceremonial a los santos, y negociaban, como los
verdaderos representantes de las comunidades romanas, con otros líderes, sobre
todo bávaros. Además, la migración de algunos jefes monásticos orientales, como
fue el caso de Juan Casiano o Atanasio, acabó por divulgar el monasticismo. Si
bien el monasticismo fue un fenómeno esencialmente urbano y aristocrático,
algunas figuras, como Martín de Tours o Severino de Nórica, se distinguieron
como sólidos líderes de comunidades locales y como ordenadores de la
evangelización de extensas regiones rurales.
La
definitiva caída del imperio trajo consigo el fortalecimiento general de la
Iglesia, si bien su posición no era, en el siglo VI, homogénea en todas partes,
sino que variaba en función de las diferentes situaciones políticas. En la
Península Ibérica, en Italia y en África, los regímenes eminentemente arrianos
de visigodos, ostrogodos, vándalos y lombardos, limitaban bastante la
influencia eclesiástica. Por su parte, la conversión de Irlanda y el sur de
Escocia, que se inició en el siglo V gracias a la labor de obispos misioneros
del talante de Patricio y Niniano, adquirió una orientación diferente en el
siglo VI con la aparición de una forma de Iglesia más monástica debido a que la
sociedad tenía un componente de naturaleza tribal y menos urbana que en otras
zonas.
En
territorio continental europeo se fundarían varias sedes, se convocarían con
cierta periodicidad concilios y se concederían algunos poderes de supervisión a
las máximas autoridades provinciales; esto es, metropolitanos y arzobispos. Al
expandirse las órdenes monásticas, la obra misionera recaería en las manos de
monjes muy disciplinados. Es lo que ocurrió con Agustín, enviado por el Papa
Gregorio Magno a evangelizar a los ingleses a fines del siglo VI, con el
irlandés Columba, encargado de convertir a los pictos desde Iona, bien avanzado
el mismo siglo, o con Columbano, cuyas fundaciones irlandesas en Italia y en la
Galia, atraerían los intereses de los aristócratas germánicos. La organización
y expansión de la Iglesia inglesa sería obra, fundamentalmente, de monjes de
doble tendencia, por una parte romana, como Wilfrido de York, y por la otra,
irlandesa, en la figura de Aidan de Lindisfarne.
Las
primeras fuentes referentes al monasticismo cristiano proceden del Medio
Oriente, y se datan en los siglos III y IV. Un copto, de nombre Antonio pasa
por ser el padre del eremitismo cristiano. Pasó gran cantidad de años dedicado
a la contemplación y a orar en los confines del desierto egipcio. Mediado el
siglo IV hay constancia de colonias con varios cientos de eremitas en Scetis,
la región de la Tebaida, en el Alto Egipto y en Nitria. Se trata de grupos,
denominados lavra (palabra que en
griego significa paso, sendero), cuyos miembros vivían en pequeñas celdas
individuales aunque compartían espacios comunes, sobre todo la iglesia, en la
que se reunían sábados y domingos para llevar a cabo plegarias comunitarias y
celebrar misas. Estos lavra acabarían por extenderse hacia Siria y Palestina, al
igual que ocurriría con los cenobios (vida comunitaria), también de origen
egipcio, y que habían sido fundados por Pacomio, asimismo un copto como
Antonio.
La
primera comunidad cenobítica fue creada en Tabennisi, en el curso alto del río
Nilo. Eran comunidades bastante grandes, en las que los monjes o monjas
ocupaban varias casas y vivían de su trabajo artesanal. El fenómeno del
cenobitismo se expandió hacia el oriente del imperio, siendo refinado por la
labor teológica y ciertamente intelectual, de Basilio de Cesarea (siglo IV).
Basilio enfatizaba, sobre todo, la necesidad de que el monje ejerciera caridad
cristiana.
La
evolución del movimiento monástico occidental suele asociarse a la influencia
oriental, aunque, sin duda, existía una tradición occidental independiente de
ascetismo cristiano. En cualquier caso, la descripción del monasticismo
antoniano o lavra que se fundó en
Marmoutier y Ligugé por parte de Martín de Tours a fines del siglo IV, es
probable que procediese de su extenso conocimiento hagiográfico de Oriente,
vinculado a su experiencia propia. Asimismo, es muy probable que las visitas
del arzobispo Atanasio de Alejandría a Roma y Tréveris, mediada la cuarta
centuria, hayan inspirado el monasticismo occidental. No obstante, la mayor influencia
debió residir en la traducción que se hizo al latín de su Vida de Antonio, que
acabaría convirtiéndose en un clásico de la hagiografía y en un auténtico
modelo de la vida ascética. Además, no se puede perder de vista que fue la
primera de varias obras acerca de los padres del desierto que llegaron a
Occidente.
En
el año 388, Agustín fundó un monasterio en Tagasta, en el norte de África, y
escribió también una Regla de clara influencia oriental para una comunidad de
monjas. Los ideales ascéticos orientales llegaron de pleno a Occidente de la
mano de Jerónimo, quien fundó un monasterio en Belén en 385, y de Honorato,
fundador de Lérins a comienzos del siglo V. Alrededor de esa misma época, Juan
Casiano compilaría las Conferencias de los padres del desierto y fundaría dos
casas cenobíticas en la localidad de Marsella. Institutos será, en fin, la
primera obra de instrucción monástica, con amplias descripciones de prácticas,
que se redactaría en la Europa occidental.
En
el siglo VI, la Italia y la Francia meridionales produjeron algunas reglas
cenobíticas, entre las que destacan las de los obispos Aurelio de Arlés y
Cesario, así como la compilación de Eugipio de Lucullanum. En el monasterio de
Vivarium, fundado por Casiodoro, la vida monástica se combinaba ya con un
programa bien establecido y organizado de estudio. La jornada estándar del
monje estaría dividida en el tiempo para la plegaria, el dedicado al estudio y
el que empleaba en el trabajo manual.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCAB-UCV. FEIAP-UGR. Agosto, 2018.
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