Imágenes (de arriba hacia abajo): deidad celeste matando al dragón Illuyanka. Detrás se halla su hijo Sarruma. Museo de las Civilizaciones Anatólicas, Ankara; parte de una escena de la cuarta hora del llamado Libro de las Puertas, en la tumba del faraón Ramsés IV. Los triángulos azules simbolizan el agua en el inframundo; par de esfinges decorando el sarcófago licio de Sidón, datado entre 430 y 420 a.e.c.
Los monstruos, seres primigenios necesarios para que existan los héroes que, haciéndolos desaparecer, cumplen una función de legitimación, son criaturas que provocan terror, bien sea por su espantoso aspecto como por sus crueles acciones. Se identifican con lo malévolo, siendo la antítesis del orden moral y de todo aquello socialmente aceptado. Se trata de entidades primitivas, arcaicas, irracionales, guidas por el instinto, no por la inteligencia1, transgresoras de los límites; en cierta medida, podrían considerarse rebeldes alzados contra el nuevo orden establecido, Habitualmente, acaban siendo derrotados, aunque no eliminados para siempre, por el héroe, arquetipo de la astucia y el orden civilizado.
Monstruo y héroe van de la mano, No existe uno sin el otro, pues configuran un inalterable binomio. Simbolizan el mal, la injusticia, la barbarie (el monstruo), así como el bien, la justicia, el orden y la civilización (el héroe). Mutan y se transforman siguiendo los cambios de las propias sociedades. El monstruo es una ficción que encarna una figura primigenia, originaria, propia de un tiempo mítico que precede la creación del mundo. En tal sentido, es una figura liminal, atemporal, sin espacio ni tiempo definidos, causante de mal, desolación y sufrimiento.
Es evidente que el monstruo representa el caos. Como el caos precede al orden se podría señalar que el monstruo precede al héroe, conformando una dualidad inherente a la dinámica mundana. En la antigüedad, el caos se consideraba un estado primigenio en el que todo estaba indiferenciado. Chaos, en griego bostezo o abertura, alude a un vacío (ocupado por el aire) que existe entre la tierra y el cielo, previo a la separación de ambos al producirse la creación. Del caos surge todo. Así pues, caos es la abertura de la que salen todas las cosas diferenciadas, con forma.
Las criaturas monstruosas, por su forma, aspecto o tamaño, son seres primigenios hijos del caos. Simbolizan una etapa prístina, previa a la creación, una etapa en la que no había ni tiempo ni devenir. Representan un determinado orden, aquel arcaico y natural, de ahí que se opongan a los cambios que trae consigo la génesis el mundo. Contrarios a esos cambios que instauran un nuevo orden, son rebeldes que luchan por una causa, eso sí, irremediablemente perdida. Los monstruos, seres telúricos, de los abismos, amenazan siempre el nuevo orden que la cultura y la civilización suponen. Acaban siendo suprimidos por un héroe, si bien la amenaza latente del monstruo y el caos permanecen. Es así como la pugna monstruo-héroe es una lucha sin fin, que implica mantener en delicado equilibrio el mundo.
Al desafiar el nuevo orden, los monstruos son castigados con la muerte o la marginación. Debe recordarse que la creación solamente puede realizarse tras la muerte del monstruo, que se opone a la instauración del nuevo ordenamiento. El monstruo del caos no quiere que nada cambie, no por inmovilismo, sino porque él mismo representa el orden previo a la creación. Es lo que se puede inferir de las acciones de monstruos de diversas mitologías, en Mesopotamia, Egipto, Grecia, Roma, entre los hititas o en India: Labbu, Tiamat, Leviatán, Apofis, Tifón, Caco, Medusa, Vrita, Illuyanka y otros muchos.
El nuevo orden, civilizado, se puede considerar artificial, frente al incivilizado, pero natural. El nuevo ordenamiento estigmatiza al antiguo, intentando borrarlo de la memoria colectiva. Y es que a los ojos de lo nuevo, lo viejo no tiene sentido y es horroroso. El monstruo no tiene más remedio, entonces, que desafiar el nuevo orden que instaura una deidad soberana, aunque acabe siempre pereciendo o siendo sometido, apartado, pues las figuras caóticas no pueden ser erradicadas por completo. Se las puede marginar, encerrar, ocultar, pero no eliminar. Esto significa que el mal siempre retorna, porque es necesario que así sea para que vuelva a ser continuamente sojuzgado. El héroe matará a la fuerza del caos a la que por destino está íntimamente vinculada, en ocasiones incluso por medio de lazos de sangre.
Las criaturas del caos sufren un proceso de bestialización debido a su naturaleza telúrica, ctónica, así como a su desmesurada fuerza o tamaño. Toman rasgos de animales cuyas características principales sean la fuerza, la agresividad o el ímpetu. En consecuencia, el monstruo se representa con rasgos de ciertos animales que sobresalen por sus instintos primarios, como puede ser la serpiente2, el cocodrilo o el león. Los rasgos de los animales pueden incluso encajar en la figura del héroe, si bien en el monstruo resultan una evidencia de sus deformidades. El héroe debe perseguir y cazar al monstruo, pues es su presa. La recompensa por su captura estriba en la posibilidad de instaurar el nuevo orden necesario tras el caos primigenio. En ese eterno proceso de combate entre el orden y el caos, el héroe, habitualmente un rey, restaura, a través de un acto valeroso por el que mata al monstruo, el equilibrio, la armonía y el orden divino. Se implica aquí que los héroes son siempre miembros de una elite aristocrática, mientras que los monstruos se asimilan a diversos grupos sociales. No obstante, no siempre la separación entre uno y otro resulta diáfana, pues hay casos de personajes míticos con aspectos negativos que son fundadores y hasta legisladores. Así, los Dinoménidas utilizaron, muy probablemente, al monstruoso Tifón como representación simbólica de su victoria sobre etruscos y cartagineses.
Los propios nombres que portan los monstruos son evocadores de su naturaleza, pues transmiten impetuosidad, bravura, salvajismo, fuerza o rapidez. La victoria de los héroes o los dioses sobre estas criaturas telúricas suele interpretarse como la instauración y supremacía de una forma política novedosa, patriarcal, frente a otra, previa, caracterizada por su arcaísmo y por su carácter matriarcal. Es lo que se observa que acontece en conflictos generalizados, como la gigantomaquia en la mitología griega.
La presencia de lo femenino en forma de criatura monstruosa aparece de forma activa en los mitos. La identificación mujer-monstruo (Lilith, Caribdis, Esfinge, y otras muchas), radica en la consideración de que ambos pueden desafiar el orden establecido, sobrepasando con claridad los límites de aquellas condiciones que el orden patriarcal y el natural imponen. Los seres monstruosos y sobrenaturales femeninos representan deseos y temores humanos. Es el caso, por ejemplo, de aquellos monstruos femeninos que devoran niños (Lamasthu o Labartu, Mormo), quienes con sus acciones, niegan de raíz el valor que la sociedad patriarcal atribuye a la mujer, la maternidad. Una mujer privada de ser madre, que devora a su descendencia y a su pareja (seduciéndola, engañándola, como Empusa o Lilith), desafía el orden establecido, convirtiéndose en una salvaje y monstruosa aberración.
Encarnaciones de la inmoderación, de la soberbia, de esa desmesura que los griegos llamaban hybris, los monstruos simbolizan, en fin, ese caos primigenio, esencial para entender la necesidad de establecer un orden, un nuevo orden que será el imperante. Y es que el cosmos crea, y necesita, a su contrario (las monstruosas fuerzas subversivas) por la necesidad de definirse a sí mismo y, en consecuencia, de justificar su activa presencia.
1 El monstruo moderno, por lo contrario, resulta un ser inteligente, hasta atractivo, de tal forma que, aunque sea rechazado, puede resultar igualmente fascinante. Es un monstruo que surge del inconsciente humano, provocándole angustia y desazón.
2 En el mundo griego, la sierpe (drakón), inspiraba un enorme pavor y un miedo casi atávico, pues se consideraba vinculada al ámbito de lo sobrenatural y de la magia.
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-AEEAO-UFM, marzo, 2023.
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