23 de octubre de 2025

Visión de la muerte en la Mesopotamia antigua



Imágenes, arriba, placa de terracota datada en el período Amorrita, entre 2000 y 1600 a.e.c., que muestra a un dios de la muerte, tal vez Dumuzi, descansando en su ataúd; abajo, un relieve parto que representa a Nergal, antigua diosa mesopotámica de las plagas y de la muerte.

En Mesopotamia la visión de todo aquello que pudiera ocurrir tras la muerte (mutu) es negativa, a diferencia de la visión egipcia. La síntesis del pensamiento mesopotámico en torno a la muerte se centra en tres aspectos. El primero de ellos, en la búsqueda, sin éxito, de la inmortalidad (Poema de Gilgamesh); el segundo, la idea de un inframundo del que no se regresa (El descenso de Inanna a los Infiernos) y, finalmente, la relevancia y el sentido social ofrecido por los vivos al cuidado de los difuntos.

El poema de Gilgamesh debe situarse en el tercer milenio antes de la Era, admitiendo, con ciertas dudas, que Gilgamesh fue un rey histórico de Uruk alrededor de 2750 a.e.c. Su fijación por escrito se define en tres momentos, la versión paleobabilónica, la redacción casita y la versión asiria. En el proceso de elaboración los límites estarían ubicados entre 2500 y el 650 a.e.c., fecha esta última en la que el texto ya se encontraba en Nínive, en la biblioteca del rey asirio Asurbanipal. En la elaboración de la epopeya, en doce tablillas, influyeron tres poemas sumerios sobre Gilgamesh: Gilgamesh y el País de los Vivos, Gilgamesh y el Toro Celeste y Gilgamesh, Enkidu y el Mundo Inferior.

Varios aspectos referidos al pensamiento mesopotámico sobre la muerte están presentes en el poema. Uno de ellos es que se teme a la muerte y, en consecuencia, el destino de la humanidad es morir, pues los dioses así lo decretaron. Los seres humanos nunca alcanzarán la inmortalidad y le resta, únicamente, deleitarse en los placeres mundanos. Por otra parte, el fallecido se dirige al polvoriento y oscuro inframundo (Irkalla, Casa de las Tinieblas) del que, en principio, no se puede volver. En la muerte hay una total igualdad entre las personas y nada es imperecedero. La muerte se halla en manos de los dioses.

Las deidades escapan al destino mortal de la humanidad, pero la mitología cuenta cómo ciertos dioses mueren de forma violenta a manos de otros, siendo aprovechados como materia prima de criaturas de relevancia. Es lo que ocurre con Tiamat, Kingu y Apsu. A pesar de esta excepcionalidad, en general los dioses son inmortales mientras que los humanos no. La muerte en Mesopotamia es el fin del ser humano (awilum), y nada hay análogo a una idea de la inmortalidad del alma ni a un juicio de los muertos (la tarea de los Annunaki en el inframundo de Ereshkigal no es aplicable a los humanos). Una vez sin vida, lo que había sido una unidad individual se convierte en dos productos; de una parte, el cadáver (salamtu o pagru), destinado a la descomposición de la carne (siru) que, después de un cierto tiempo, se convierte en el esqueleto (esemtu); y de la otra, el etemmu (acadio) o en sumerio gidim, que sería el espíritu, al ánima o el espectro (algo sutil pero a la postre material); algo fantasmal, como un soplo o una sombra. En ningún caso es un alma, en virtud del carácter materialista de la cultura mesopotámica. Ese etemmu va al inframundo.

El mito del Descenso de Inanna (o lshtar en la versión acadia) a los Infiernos, se fecha en la primera mitad del segundo milenio a.e.c. y aparece recopilado en trece tablillas que fueron halladas en Nippur. De este relato se infieren una serie de aspectos interesantes sobre la muerte. Uno de ellos es que el inframundo es un lugar tenebroso del que no se regresa, que es la morada de los muertos y el lugar en donde gobierna una diosa, Ereshkigal. De este sitio solamente se puede salir por la intercesión de algunas divinidades o bien aportando alguien sustituto. Otro es la presencia de los demonios galla, que pueden salir del inframundo y dañar a los vivos (quizá fallecidos que no recibieron los debidos cuidados), y de una serie de personajes divinos secundarios que hacen vida en el inframundo, particularmente los dioses Anunnaki que parecen llevar a cabo una labor próxima a la de ser jueces del inframundo.

Aquí, en este mito, la morada inframundana del etemmu (cuya sede sería la calavera), se presenta como una gran caverna, que tiene varias denominaciones; así, Gran Lugar (ki.gal o kigallu), Tierra (ki, ersetu), Templo-Montaña (ékur), Mansión Tenebrosa (lit ekleti), Sua'alu (el lugar de la decisión), Nukar-ki (sitio de la enemistad), Kabara-ki (lugar de los sepulcros), entre otros. Se trata de un lugar oscuro, frío, tenebroso, donde el etemmu permanecía inmóvil y semidormido. En este sitio bebe lodo y come cieno, no posee nada y solicita a los vivos ofrendas y recuerdos. Era una suerte de país sin retorno (kur.un.ge; erse la tari), al que se descendía para siempre.

El muerto, desde este espacio tétrico, suplica y exige ofrendas, de forma que el etemmu puede ser evocado y ser partícipe de la vida de los vivos. De hecho, si tales ofrendas escasean o están ausentes, el difunto abandona su mundo y puede revolotear por la tierra como un fantasma errante, teniendo la capacidad de asaltar a los vivos. Esto puede ser todavía más perturbador si el fallecido no tiene una tumba, si murió en batalla lejos de sus familiares, fue ajusticiado o pereció por inanición o de sed en lugares desolados. El difunto se convierte, entonces, en un espectro extraño (etemmu ahu) o un espectro maligno. El etemmu podía causar a los vivos enfermedades como fiebres, dolor de cabeza o pesadillas. Para librarse de tal nefasta influencia se acudía a los mashmashu y ashipu, los sacerdotes especializados en proteger al individuo contra el maleficio de los espíritus a través de encantamientos y rituales.

Esto implica la relevancia, y la obligatoriedad, del culto a los difuntos en Mesopotamia, no solamente por razones piadosas sino también por la necesaria seguridad para los vivos.

El enterramiento facilitaba al espíritu del fallecido la entrada al inframundo, en tanto que la tumba (Lugar exaltado en sumerio, ki-mah), era el lugar donde residían sus huesos y, por tanto, su casa. Las tumbas solían ser individuales y las inhumaciones eran muy sencillas, excepto casos célebres como el de las tumbas reales de Ur y Kish del III milenio a.e.c. Contenían ofrendas a los muertos (vajilla, adornos herramientas, juegos, armas) y ciertos regalos confiados al difunto aunque destinados a los dioses infernales autóctonos así como a los parientes fallecidos con anterioridad. Uno de los actos cultuales funerarios de mayor frecuencia era la libación de agua fresca y pura (naq me) en la tumba, así como la ofrenda de pan. En los entierros regios un rito habitual era el taklimtu, mostrar el cadáver y todas sus pertenencias apenas una hora después de salir el sol. El cadáver se expone y decora, para a continuación ser inhumado y llorado. Las pertenencias del difunto podían ser quemadas para garantizar la protección a los supervivientes del espíritu del fallecido y así purificarlos del contacto con el cadáver.

La ceremonia funeraria principal, con clara función social, fue la del cuidado de los difuntos (kispum; kispu; en sumerio, ki.si.ga). La función primigenia del kispum era cuidar del difunto y, gracias a tales cuidados, confirmar la continuidad de su familia y la autoridad de su cabeza familiar de generación en generación. Garantizaba la continuidad entre el cabeza de familia, fallecido, y su descendiente directo, el encargado de llevar a cabo los ritos del sepelio y de depositar las ofrendas al lado del cadáver.

El ritual de um bubbulim, cuando la luna desaparece en su conjunción con el sol, se celebraba todos los meses. En ella participaba la familia del difunto, en persona, o por medio de ofrendas, siendo especial la comida, pues incluía carne y cerveza. En la época del reino Neobabilónico (1950-1530 a.e.c.) en el mes llamado Abum (agosto actual), se celebraba una suerte de Día de Todos los Difuntos. Era un día en que se encendía una antorcha para los dioses Anunnaki, aunque podían estar incluidos los fantasmas de los muertos. Para señalar la presencia no visible de los fantasmas se colocaba una silla en la cual se entendía que se sentaban los fallecidos. El cadáver del difunto podía estar representado en forma de estatua.

El rito central del culto a los ancestros, dirigido por el primogénito, es la invocación al muerto por su nombre (suman zakaru), cuya función era la de preservar y reforzar la identidad grupal que participaba en la ceremonia. En ocasiones, los participantes en el duelo se mesaban su barba y cabellos, rasgaban sus vestimentas y se golpeaban los muslos. En Babilonia lo normal era enterrar a los muertos, entre tres y siete días después de fallecidos, en sus casas, sobre todo entre las clases altas. Se entendía, en consecuencia, que los muertos vivían y dormían en la casa del clan, tal y como se deduce del Poema de Erra, cuyos orígenes pudieron estar entre los siglos XX y XIX a.e.c. Se podría decir, en fin, que la única inmortalidad de las personas en la antigua Mesopotamia era la de formar parte de sus antepasados.

Bibliografía esencial

BRANDON, S.G.F., Man and his Destiny in the Great Religions, Manchester, 1963.

COULIANO, I.P., Más allá de este mundo, Barcelona, 1993.

DE LEÓN, J. L., La muerte y su imaginario en la historia de las religiones, UD., Bilbao, 2007.

JONKER, G., The Topography of Remembrance. The Dead, Tradition and Collective Memory in Mesopotamia, Leiden & New York, 1995.

LARA PEINADO, F., Mitos sunerios y acadios, Madrid, 1984.

LÓPEZ, J. & SANMARTÍN, J., Mitología y Religión del Oriente Antiguo l. Egipto y Mesopotamia, Barcelona, 1993.

POTTS, D.T., Mesopotamian Civilization. The Material Foundations, Ithaca & New York, 1997.

RINGGREN, H., Le Religioni dell'Oriente Antico, Brescia, 1991.

VAN DER TOORN, K., Family Religion in Babylonia, Syria and Israel, Leiden & New York, 1996.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-AHEC-AVECH-UFM, octubre, 2025

10 de octubre de 2025

Arqueología romana: Inscripción del Sebasteion de Afrodisias



Imágenes: arriba, panel con la inscripción Pueblo de los Galaicos; abajo, vestigios del Sebasteion de Afrodisias después de la reconstrucción arqueológica, con los relieves en honor a los primeros emperadores romanos.

Una pieza arqueológica de relevancia e interés, sobre todo por su inscripción y por el lugar de su hallazgo, es la que se muestra en este breve comentario. Se trata de un panel superior con moldura sencilla en la parte de arriba, que formaba la parte superior de una falsa basa del Sebasteion de Afrodisias, en la antigua Caria (posterior Estaurópolis), próxima a la actual aldea de Geyre, en la moderna Turquía, ciudad célebre por su proximidad a una canteras de mármol y por la proliferación de escultores. Descubierta por Ara Güler, Afrodisias desplegó su mayor prosperidad desde el siglo II a.e.c. hasta el VII, ya bajo el dominio del Imperio bizantino.

En cualquier caso, esta localidad del sudoeste de Asia Menor, en la Anatolia turca, que pudo contar con cincuenta mil habitantes, nunca tuvo gran relevancia política, aunque si un indudable valor religioso y propagandístico. Siempre fue una urbe leal a Roma y, en especial, a la familia de los Iulio-Claudios. Lugar con una activa comunidad judía fue, asimismo, el entorno cívico del tratadista médico Jenócrates, de los filósofos peripatéticos Alejandro y Adrasto de Afrodisias, del historiador Apolonio y del novelista Caritón. La inscripción en cuestión en el panel se encuentra en la cara inferior de la moldura y ha sido datada en el siglo I. El Sebasteion o Augusteum fue un complejo religioso organizado en torno al culto de Afrodita, los divinos augustos emperadores y el pueblo (la gens Iulia se consideró descendiente de Venus, por tanto de Afrodita).

En la transcripción preliminar de Ἔθνο[υς] Καλλαικῶ[ν] se señala su significado como Pueblo de los Calaicos o Galaicos. El nombre de Galaicos puede derivar de *kl̥na (montaña, colina), o de *kl̥ni (bosque), siendo por tanto el pueblo de las montañas o de los bosques. Agruparían, en el marco geográfico del noroeste de la península Ibérica, unas cincuenta tribus, entre las que destacan, por ejemplo, los Helenios, los Lemavos, los Grovios, los Cuarquenos, los Bíbalos, los Brácaros, los Ártabros o los Poemanos, entre otros. El hallazgo, con su análisis e interpretación, fue publicado en el estudio de Smith, R.R.R., titulado “Simulacra gentium: The Ethne from the Sebasteion at Aphrodisias”, en el Journal of Roman Studies, 78, 1988, pp. 50-77.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-AHEC-AVECH-UFM, octubre, 2025.

3 de octubre de 2025

Aspectos sobre los orígenes de la Eneida de Virgilio


 

Imágenes: arriba, Eneas le cuenta a Dido los infortunios de la caída de la ciudadela de Troya. Pintura de Pierre-Narcisse, barón Guérin, de 1815. Museo del Louvre (París); abajo, el héroe Eneas en una miniatura de una edición de la Eneida. Maestro de Virgilio del Vaticano, del año 400. Biblioteca Apostólica del Vaticano.

La fuerte presión de la política contemporánea se traduci al plano literario en modo de una serie de demandas continuas de un poema épico de carácter histórico que lograse integrar los asuntos recientes de mayor interés, en lo que podría ser una suerte de Augusteida acerca de las guerras civiles. Los modelos de Nevio, Enio y sus epígonos parecen claros, en tanto que le transmitieron al autor la idea de que su épica fuera nacional, como lo había sido la de Nevio en el dilatado conflicto de los romanos contra los cartagineses. Virgilio trataría de aportar, gracias al concurso de la mitología, el imprescindible alejamiento temporal que facilitara una expresión indirecta y simbólica de las guerras del presente y de su glorioso vencedor. Pero hay que advertir que en lugar de esperar la gloria de Augusto, Virgilio cumple con las expectativas confundiéndola con la gloria de la Urbs, de Roma.

La gloria de Roma no se expresa de forma directa, en este poema mitológico, por medio de una sucesión de guerras victoriosas contra sus adversarios sino por intermediación del viaje de Eneas al Lacio, que es la causa de la fundación de una ciudad de la que procederán Alba Longa y Roma. No obstante, conviene recordar que el viaje de Eneas, periplo fundacional, el mito primigenio de Roma, al lado de la leyenda de Rómulo y Remo y la loba (una ciudad, por tanto, con dos fundadores), se hallaba ya presente en Enio, pero lo que Virgilio lleva a cabo es una inversión, pasando la leyenda a un primer plano y ubicando la historia de Roma y su sentido último, aquel que los dioses desean, en el trasfondo. Con ello lograba un material legendario alejado de las urgencias de su actualidad presente y capaz de provocar un consenso valorativo de toda la comunidad a la que iba dirigida la obra. Así pues, al margen de las diferentes visiones de Roma ningún romano dejaba de ser un patriota.

Roma es el objeto claro del poema, la refundación de una ciudad a través de unos valores, indiscutibles y válidos para toda la comunidad por surgir y encarnarse en figuras del pasado, pero radicalmente diferentes y hasta opuestos a los valores épicos que poseían las figuras que estaban constantemente ante los ojos de los lectores y que servían de explícito modelo de los propios personajes del epos.

Virgilio muestra su originalidad en relación a sus puntos de partida específicos. Lo fue frente al alejandrinismo y neoterismo, gracias a su propensión a la mitología, aquí poesía, a la que aporta una voz personal y, al tiempo, irónica y sentimental, añadiendo una preocupación por los asuntos públicos y los valores propios de la comunidad basados en la historia pretérita. Lo fue también frente a las exigencias políticas que solicitaban un poema épico de temática contemporánea con un héroe, concretamente, Augusto, burlándolas al transformar el pasado en presente y el presente en un futuro profético y trastocando la narración directa de las hazañas del héroe esperado en una indirecta evocación o insinuación de las mismas a través de las andanzas de su lejano antepasado Eneas y sus empeños para fundar una ciudad; y lo fue frente al material épico característico de la épica romana, una historia en verso del pueblo romano al estilo homérico tal como la había desplegado Enio, sustituyéndolo por un material épico muy cercanamente homérico, tanto de la Ilíada como de la Odisea.

La acción de Eneida se desarrolla del siguiente modo. Comienza con los troyanos siendo arrojados por una tormenta a las costas de África, donde son acogidos por Dido, la reina de Cartago. Allí, Eneas relata a Dido la noche de la destrucción de Troya, y además describe su peregrinación de siete años por el Mediterráneo, desde Oriente a Occidente. Luego acontece el fallecimiento de Dido y se llevan a cabo los juegos en honor de Anquises, el padre de Eneas, en Sicilia. Eneas, con posterioridad, desciende al Hades y seguidamente desembarca en el Lacio, produciéndose la guerra entre troyanos y latinos. Se visualiza un catálogo de las fuerzas latinas y Eneas, en busca de aliados que le ayuden, visita el futuro lugar en donde se alzará Roma. El héroe, entonces, recibe de su madre una nueva armadura. Después, se produce el asalto al campamento troyano y los jóvenes Niso y Euríalo perecen heroicamente en una expedición nocturna. A continuación, se escenifica el primer gran combate y se producen las muertes de Palante, Mecencio y Lauso. Sigue después una tregua y los funerales por Palante, además de un combate de caballería y el fallecimiento de Camila. Finalmente, comienza la batalla decisiva con el combate singular entre Eneas y Turno, en el que resulta vencedor Eneas y muere Turno.

De la Odisea homérica proviene el concepto del viaje de regreso desde la guerra a la patria, la narración in medias res de ciertos episodios, y hasta el contenido de esos episodios, como es el caso de Escila y Caribdis o de las sirenas; en tanto que el modelo odiseico de Dido es Calipso, aunque no en el desarrollo de la acción, procedente de Apolonio, sino en su funcionalidad para la trama. Ahora es Turno, el líder de los latinos, quien adquiere las funciones del Héctor homérico, quien destacaba en ausencia del encolerizado Aquiles, de la misma manera que Turno aprovecha la ausencia de Eneas. Otro núcleo de acción iliádico remedado por Virgilio es el complejo Patroclo-Héctor-Aquiles, cuya trasposición temática en Eneida se reproduce en Palante, Turno y Eneas. Ahora, la disputa de Helena y la muerte de Héctor, confluyen y terminan en la muerte de Turno; un fallecimiento que propicia la fundación de una ciudad, anhelada por las deidades.

Esta obra virgiliana resulta una contaminatio de los poemas homéricos, pero también una continuación de la llíada en la línea seguida por los poemas cíclicos (Iliupersis, Aethiopis, Ilias Minor y la misma Odisea), así como una imitación, pero diferente, de la Odisea y de la Ilíada. En apariencia las peripecias y situaciones de Odiseo y Eneas son las mismas, pero Virgilio le añade al peregrinar de Eneas una misión no solamente religiosa sino también política de trascendencia, la fundación de una ciudad. Así, tenemos una ktísis en lugar de un nóstos. La ciudad, centro del designio cósmico, implica una misión de mayor calado que un regreso. Eneas se retrata aquí como un líder con vida interior, capaz de ocultar sus pensamientos porque piensa en su gente y en su misión, no en sí mismo y en su honor. El héroe se presenta en un contexto sometido a otros valores y misiones diferentes a las de Odiseo.

Las metas de ambos héroes se guían por medio del Hado (la moral, el deber, la patria y la religión), así como por la naturaleza humana, en cuanto al ferviente deseo de regresar a casa. Eneas encarna un nuevo tipo de héroe, que va más allá de la hazaña y la muerte gloriosa. Este nuevo heroísmo implica la capacidad del sacrificio, pero ya no por el honor o la gloria personales, sino a tenor de los designios del Hado, la religiosidad y el Estado, entidades superiores que reclaman disciplina y obediencia, como otras formas de heroísmo. A Eneas se le imponen obligaciones transcendentales, aquellas inherentes a la finalidad histórica del poema, que no es otra sino la gloria del pueblo romano, expresada por medio de la exposición de todas las virtudes que lo han hecho memorable. Estos aspectos, enriquecidos con materiales históricos, son tomados de la arcaica épica romana.

A la par, Virgilio ha deshistorizado la historia romana contemporánea, sometiéndola a una mitificación, de alejamiento espacio-temporal, con lo que amplia su escala. El carácter indiscutible y prestigioso del mito, aquí reflejado en la autoridad de Júpiter o el renombre de Anquises, son relevantes para la visión virgiliana de la Historia de Roma. Eneas se enaltece del prestigio primigenio del mito para configurar un nuevo código de conducta romano, alejado de la contingencia histórica, pero usando el prestigio de la antigua épica homérica.

A través de célebres episodios iliádicos, se introduce el material de anticuarios, historiadores y poetas que trataron de la Italia arcaica, prehistórica. Asimismo, se explican los orígenes de los rituales religiosos, de las costumbres políticas, los usos sociales y los ceremoniales adivinatorios característicos del mundo itálico. En suelo itálico se escenifica una suerte de revancha de la guerra troyana. La epopeya homérica se convierte en factor legitimador del desenlace narrado en la Eneida.

Bibliografía referencial

ANDERSON, W. S., The Art of the Aeneid, Englewood Cliffs, N. J., 1969.

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CAMPS, W. A., An Introduction to Virgil's Aeneid, Oxford, 1969.

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CODOÑER, C., (ed.), Historia de la Literatura Latina, edit. Cátedra, Madrid,1997.

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Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-AVECH-AHEC-UFM, octubre, 2025.