A partir del exilio babilónico
(desde 597 a.e.c.), comenzó una nueva etapa de la historia política de los
hebreos, que ya no formarían un estado independiente, salvo el breve período de
los Macabeos. Después de la destrucción de los reinos de Israel y Judá, la
supervivencia de los judíos, en su sentido de comunidad religiosa y cultural,
fue alcanzada por varios motivos. En primer término, una causa externa. Los
babilonios, a diferencia de los asirios, instalaron a los deportados de Judá,
en su mayoría miembros de clases superiores, en regiones de residencia
centradas, de modo que fue posible que los mismos pudieran continuar su vida
sin mayores impedimentos. Además, los babilonios no establecieron poblaciones
extrañas, foráneas en la provincia de Judá, como habían hecho los asirios
(propiciando así una homogenización poblacional), de forma que siguió habiendo,
tanto en el territorio judaíta como en el exilio, comunidades campesinas que
permanecieron prácticamente intactas.
En segundo lugar, una causa
interna, de gran relevancia: la revelación profética. Gracias a que algunos
profetas demostraron el valor catárquico de una catástrofe, de una ruina
estatal, ya que pensaban que no era posible llevar a cabo una mejora de la
situación material, ni de la monarquía, la sobrevivencia se hizo factible en un
plano estatal, sin que hubiera estado. Algunos profetas (Miqueas, Isaías),
hallaron una explicación de la humillación sufrida a través del dominio
extranjero, hecho que resultó clave para poder hacer comprensible la propia
ruina. Esto es, la decadencia del orden social no podía remediarse con medios
humanos, de modo que había que confiar, únicamente, en la intervención divina.
Un profeta como Jeremías argumentó, en este sentido, que el pueblo había sido
quien no había creído; no había ni obrado ni vivido según sus creencias. Así
pues, todos los profetas interpretaron la desgracia sufrida, la ruina del
estado, el destierro, como una señal de Dios.
Profetas como Ezequiel o el
mencionado Jeremías aseguraron a sus coetáneos que Yahveh podía estar presente
en todo momento ante ellos aunque Dios careciese de culto y de templo, si así
lo deseaban y así lo creían. Este mensaje favoreció, qué duda cabe, la
formación de una nueva comunidad en el exilio y en etapas ulteriores. El exilio
imponía la imperiosa necesidad de establecer reglas de conducta muy estrictas,
que había que respetar a rajatabla, si los judíos querían mantener su identidad
como pueblo en un ámbito foráneo, extraño. En el exilio se va a fraguar, en
consecuencia, la conciencia de redención que hará factible soportar el
destierro babilónico así como las continuadamente insatisfechas esperanzas
políticas. Es ahora cuando los deportados reconocerán a Dios como su único
Dios, Creador y Señor del Universo. Esta declaración de fe será la punta de
lanza que siempre saldrá a relucir, desafiante, ante cualquier poder político
que se quisiese considerar como superior.
Durante el exilio babilónico y en
períodos posteriores, la elite teológica desplegó la doctrina de la
exclusividad absoluta de su Dios, así como de la subsiguiente elección del
pueblo judío, un factor relevante que se tradujo en el aislamiento del pueblo
frente a los demás, considerados ajenos. En esas condiciones políticas, las
particularidades del pueblo judío se reducían, de modo casi completo, al ámbito
de lo religioso, en especial aquellas referidas al culto. El sabbath, las prescripciones de la dieta,
la circuncisión, las normas alusivas a la pureza se consolidaron de manera
definitiva. Además, las reuniones en las sinagogas contribuirán, de modo
evidente, a la solidaridad grupal[1].
En ellas, se mantenía siempre vivo el pasado a través del recuerdo. Por otra
parte, ahora las tradiciones escritas, y aquellas orales, no solamente se
aumentan sino que se compilan. Más tarde, surgirán toda una serie de codificaciones
legales y obras historiográficas, muy mitificadas.
Tras la ruina de la dinastía de
David, Yahveh será el que ocupe el puesto de honor. La elección del pueblo,
hasta ese instante más político que religioso, se reduce, esencialmente, a este
último aspecto. El final de la esperanza política traería consigo la
posibilidad de comprender de otro modo peculiar el éxodo, como una suerte de
nueva concepción de la Alianza. Episodios clave de un pasado considerado
glorioso se hacen prominentes en la mentalidad colectiva, en especial, el éxodo
desde Egipto, la grandeza de la periclitada monarquía dual, en particular la de
David, y la penetración y conquista de Canaán.
El pasado, así, nutría la espera de
un final de los tiempos, y fomentaba la creencia en que dicho final era poco
menos que inminente. Se mantenía la esperanza del cumplimiento de la promesa
realizada por Dios, esperanza, no se olvide, alimentada por el recuerdo, y que
propiciaba un futuro muy cercano en el que Yahveh rehabilitaría a su pueblo (lo
redimiría) y castigaría severamente a los demás pueblos, considerados ateos. La
venganza sobre los opresores del pueblo judío, el auténtico fin del mundo, se
imaginaba sangrienta; por una vez Dios se vengaría exterminando a todo enemigo
con las mismas atrocidades que se habían acontecido al final de la monarquía.
Pestes, terremotos, hambrunas, fuegos purificadores o deportaciones, se harán
símbolos apocalípticos, esos mismos que con el cristianismo formarán parte del
imaginario.
En el exilio existió una relativa
administración política autónoma, desempeñada por los ancianos. Los deportados,
de las clases superiores, que se habían enriquecido en Jerusalén gracias al
comercio, siguieron ejerciendo esa actividad en Babilonia. Los judíos, en
definitiva, en relación a los demás súbditos del rey de Babilonia, buscaron con
denuedo reforzar su aislamiento cultural y, específicamente, religioso, una
finalidad a la que contribuyó de modo decisivo la circuncisión (como mecanismo
excluyente), y el rígido cumplimiento de las prescripciones alimenticias y de
pureza. De este modo, los judíos eran puros en una región impura.
En unas cuantas décadas, tales
patrones mentales se consolidaron y no se abandonaron al regresar a la tierra
prometida. La condición de extraños y exclusivos fue para los judíos su seña
diferencial. El destierro, por consiguiente, creó y solidificó las creencias
comunes y propició la conformación de una fortaleza moral que sería mantenida
hasta el día de hoy.
En 538 a.e.c. a los judíos les fue
permitido, de parte de la nueva autoridad, los persas de Ciro, el regreso a
Palestina, autorizándoseles a llevar a cabo la reconstrucción de una Templo
para su dios. El concepto de hostilidad y de exclusividad, forjado en el exilio
babilónico, portaban el componente decisivo, que implicaba que los judíos
puros, en la tierra prometida, se distinguían (y alzaban) como una pequeña isla
en el proceloso mar de la impureza. La pretensión absoluta de los judíos de ser el pueblo elegido por Dios,
lo que conlleva discriminación hacia las demás culturas, es un fenómeno que,
hasta ese momento, era inédito en la antigüedad. Lo relevante, en realidad, es
que el desarrollo de la cultura y de la religión judía acabaría favoreciendo,
como podría esperarse, los resentimientos por parte de otras poblaciones, que
los catalogan de intolerantes y soberbios pero, a la par, les garantizaría
conservar en el tiempo la identidad cultural-religiosa, incluso en las etapas o
fases más escabrosas de su historia.
Prof. Dr. Julio López Saco
Doctorado en Historia UCV
Doctorado en Ciencias Sociales, UCV
[1] Era menester desarrollar nuevas
formas de culto y adoración, pues el Templo de Jerusalén había sido derruido y
la ciudad estaba lejos de Babilonia. El lugar del Templo, entonces, surgieron
locales para llevar a cabo reuniones religiosas que eran, además, una especie
de escuelas, las sinagogas. En ellas se reunían durante el sabbath para cantar, rezar y enseñar, un hecho que confirió al
maestro de la Torá mayor relevancia, si cabe, que el sacerdote tradicional.
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