Imágenes: la primera corresponde a una escena del cubículo de La Velatio, en las catacumbas
de Priscila, datadas en el siglo III; la segunda muestra a Cristo Salvador con
el cordero, símbolo del alma. Catacumbas de San Calixto, en la Cripta de
Lucina. Se fecha, también, en el siglo III.
Desde el siglo II los cristianos empiezan a ser
sepultados en una serie de enterramientos comunitarios subterráneos que se
conocen como catacumbas. En múltiples galerías laberínticas se aglomeraban
grandes cantidades de sepulturas que
guardaban restos humanos de cristianos y reliquias de mártires y obispos.
Las catacumbas fueron construidas por los fossores, los trabajadores que con pico
abrían las galerías y los cubículos, excavaban los sepulcros en suelos y
paredes, decoraban las tumbas con
frescos e inhumaban los cadáveres. Estos
enterradores o sepultureros formaban un orden eclesiástico en el seno de la
Iglesia romana.
Durante el siglo IV el emperador Constantino, así como
el Papa Dámaso, monumentalizaron las catacumbas, que empiezan a convertirse en
meta de peregrinos. El abandono de estos cementerios se produce en la sexta
centuria, cuando las reliquias de santos y mártires se trasladan a las iglesias
que estaban dentro de las murallas de Roma. La sociedad grecorromana prohibía
sepultar a los difuntos en el interior
de las ciudades, tanto por motivos rituales como sanitarios[1].
Es por ello que estos cementerios cristianos, como los paganos, se ubicaron
fuera de las murallas y a lo largo de las vías que llevaban hacia la urbe, y en
donde las familias pudientes exhibían su riqueza construyendo mausoleos.
El fin de los enterramientos colectivos para cristianos no era aislarse y
separarse de los paganos, sino garantizar la inhumación a los más necesitados,
sobre todo si se tiene en cuenta que el suelo en Roma era ciertamente caro. De
este modo, tanto el crecimiento de la comunidad cristiana durante el siglo III,
como el inicio de un desarrollo eclesiástico, al margen de los evidentes
valores de solidaridad, fueron claves en el crecimiento y mantenimiento de las catacumbas.
El mantenimiento financiero de las catacumbas se
llevaba a cabo a través de una caja común a la que se contribuía de modo
voluntario a través de donaciones de diversa cuantía. Las tumbas eran, con casi
total seguridad, propiedad eclesiástica, si bien en las épocas de las
persecuciones fueron confiscadas y administradas por el estado romano. El
obispo de Roma era el encargado de supervisar las catacumbas.
A pesar del evidente carácter comunitario de los
cementerios conocidos como catacumbas, en ellos no imperaba la igualdad de
trato. Además de los loculi, nichos
excavados en las paredes unos encima de los otros, en las catacumbas existen
espacios exclusivos, cubículos, con tumbas abiertas en el interior de un nicho
protegido por un arco. En las catacumbas de Priscila, sin ir más lejos, se
encuentra el hipogeo de la familia aristocrática de los Acilios, y la
denominada capilla Griega, en donde se arraciman sepulcros, con inscripciones
en griego y magníficas pinturas murales en las que se representan diversos
episodios del Antiguo y Nuevo Testamento, de una misma familia. La decoración
de las catacumbas, en cuyos repertorios predomina la figura del Buen Pastor,
los retratos de los difuntos en actitud orante y las imágenes esplendorosas del
Paraíso, refleja, de modo patente, las diferencias sociales de los que en ellas
se inhumaban.
Mientras los loculi
suelen ser anónimos, o presentan una inscripción muy escueta con el nombre del
fallecido, los sarcófagos, en concreto aquellos del siglo IV y posteriores,
evidencian el refinamiento y la riqueza de las grandes familias romanas[2].
Los loculi pueden, en ocasiones,
exhibir ciertos objetos que fueron propiedad del muerto, como muñecos, fragmentos
del vidrio o monedas. Sin embargo, los hipogeos familiares y los grandes
cubículos pueden albergar grandes epitafios grabados o pintados en lápidas,
sarcófagos ornados, pinturas al fresco e, incluso, mosaicos.
Los más famosos de estos cementerios subterráneos (de
entre los sesenta conocidos) son las catacumbas de Priscila, las de San
Calixto, en donde se encuentra la Cripta de los Papas que guarda las sepulturas
de nueve pontífices que se sucedieron entre 230 y 283, además de los restos de
tres obispos africanos que habían viajado a Roma, y las de San Sebastián, en
donde se encuentra el Mausoleo de Marco Clodio Hermes. Además de las
cristianas, también hubo algunas catacumbas judías en Roma. Destacan las
catacumbas de Villa Torlonia, en la Vía Nomentana, en las que se puede apreciar
una muy rica decoración pictórica en la que sobresale la representación de la
menorá, candelabro judío de siete brazos.
A partir de Constantino, las catacumbas adquirieron el
significado de lugares de memoria, de recuerdo de los tiempos de las
persecuciones a los cristianos. El propio emperador las agranda y construye las
basílicas dedicadas a los mártires. Con el tiempo, los obispos promocionaron
las catacumbas como lugares sacros, provocando y facilitando con ello la llegada
de peregrinos, un factor que confería prestigio a la sede romana, abriéndole
las puertas para mostrar su primacía sobre las otras Iglesias[3].
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB, Caracas. FEIAP, Granada.
[2] Los cristianos pudientes fueron enterrados, ya desde el siglo II, en
espléndidos sarcófagos decorados con escenografía bíblica y diversos elementos
alegóricos.
[3] El obispo
Dámaso, en el último cuarto del siglo IV, llevó a cabo todo un programa de
promoción de las catacumbas, un auténtico programa publicitario que hizo de
Roma el eje fundamental de la cristiandad occidental.
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