En
el fondo más arcaico de las concepciones religiosas de los indoeuropeos parece
revelarse un determinado tipo de religión naturalista, según la cual serían
venerados ciertos fenómenos naturales, como el sol, el fuego, el trueno, las
aguas, el rayo o los vientos, divinidades todas ellas, por lo general, celestes
o, con precisión, atmosféricas. La adoración del disco solar, por ejemplo,
parece que fue clave, como se desprende de sus representaciones, como se ve en
las espirales, las esvásticas,
y los discos solares grabados en rocas de Escandinavia, o también en los cultos, como el
carro del sol de Trundholm. El culto del fuego,
en relación con el sol, ha dejado evidentes huellas en India (Agni), o
en Roma (el fuego sagrado mantenido por las vestales).
El
proceso de personalización de las deidades debió ser bastante antiguo. Se
cuenta con la existencia verificada de una divinidad común *dyeus pater, probable
resultado de la personificación del cielo o de la bóveda celestial. Si la bóveda
celeste fue personificada como padre debe pensarse que los diversos fenómenos
atmosféricos pudieron ser también personificados, de modo reciproco, como hijos
o vástagos. La existencia del nombre común para dios,*deiwos, con su
plural, podría ser un indicio de que, en efecto,
existieron
esas otras personificaciones. El nombre genérico para dios se encuentra bien
documentado en sanscrito devas, avéstico daeva, latin deus, celta
antiguo Deva, nórdico antiguo (en plural) tlvar, y lituano dievas. Su
etimología parece confirmar que se trata de diferentes personificaciones
de tales fenómenos atmosféricos. Otra particularidad, en relación a lo que
se ha señalado, es que en algunas lenguas el arcaico nombre genérico se
transforma en un teónimo, como ocurrió en nórdico antiguo y en sajón
antiguo, en donde Tyr y Tig viene a ser el nombre propio de la deidad
germánica de la guerra, que Tácito identificó con el Marte romano. Algo análogo
ocurre en español, donde en plural “dioses” conserva su valor genérico, si bien en singular Dios se ha convertido en el nombre propio de la única
divinidad cristiana.
Muy
probablemente, los indoeuropeos no construyeron templos, aunque sí tuvieron
lugares sagrados al aire libre. Hay fundados indicios para pensar que entre los
ritos de la religión indoeuropea debió existir uno en concreto que consistiría en
la ofrenda sacrificial de diferentes animales, sobre todo, la oveja, el cerdo y
el toro, un hecho evidentemente natural en poblaciones de pastores ganaderos.
En Roma, ese ritual se conoció con el apelativo suovetaurilia, mientras que los lusitanos tuvieron también
uno semejante, según se desprende de la inscripción del Cabeço das Fraguas, en Portugal.
Un
elemento neurálgico en la religiosidad de cualquier pueblo son sus ritos funerarios,
su concepción de la otra vida y, por consiguiente, su actitud ante la muerte.
En este sentido, se destacan los kurganes (que dieron nombre a la cultura
esteparia), túmulos característicos tanto de la región originaria, las estepas,
como de las zonas de expansión subsiguiente, en la Europa centro-oriental. El
túmulo o kurgan cubría una
sepultura construida en forma de vivienda, a veces con las paredes
decoradas. Los indoeuropeos han oscilado constantemente, en cuanto a los modos
funerarios, entre la cremación y la inhumación. A veces, incluso, en regiones
habitadas por indoeuropeos en las que se practicaba la cremación, las cenizas
eran depositadas en urnas con figura de vivienda. En las tumbas aparecieron
gran cantidad, y mucha variedad, de objetos como ofrendas, tales como armas,
instrumentos y útiles diversos, así como animales sacrificados. La abundancia y
la variedad de esos presentes se modifican en función del rango social del
difunto.
La
otra vida aparece presuntamente concebida como una continuación de esta y, por
ello, sería deseable conservar el rango, los privilegios y las ocupaciones habituales
del difunto. Para que el muerto lo consiga, se incluyen en su tumba armas,
riquezas de todo tipo y hasta los animales que lo pueden hacer posible. Esta
costumbre, llevada al extremo, implica el sacrificio sobre la tumba de las
esposas, esclavos o concubinas del fallecido, siempre con ese mismo propósito.
Todo esto significa, indudablemente, que en esta vida la sociedad indoeuropea
estaba sólidamente jerarquizada.
En
general, la muerte es concebida entre los pueblos indoeuropeos como el final
irreversible de algo (esta vida material) y el principio incierto de otra, en
un lugar distinto y, se piensa, en mejores condiciones. Ese carácter de final
irreversible le confiere un componente trágico, doloroso, que se ve reflejado
en las manifestaciones físicas de duelo y en las lamentaciones, en ocasiones
histriónicas, que solían acompañar a los rituales fúnebres.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. Caracas. FEIAP, Granada.
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