16 de mayo de 2024

Organización, estructuración y jerarquización de las deidades mesopotámicas





Imágenes, de arriba hacia abajo: placa con un relieve del dios Hadad junto a un toro, y sobre un dragón. Metropolitan Art Museum de Nueva York; estatua de terracota, de hacia 1900 a.e.c., con Shamash, dios del Sol y de la justicia, quien era adorado por los reyes. Museo Británico; estatuilla de Enlil en su trono, en Nippur. Hacia 1800-1600 a.e.c. Museo Nacional de Irak; y cilindro-sello acadio, hacia 2300 a.e.c., que representa varias divinidades, como Utu, Inanna, Isimud y Enki. Museo Británico, Londres.

Al margen de la enorme cantidad de representantes del mundo sobrenatural que existía en Mesopotamia, las deidades no configuraban un grupo o una multitud desordenada. A ellas se les habían atribuido su naturaleza y su cultura, pero también un estatus y las prerrogativas de que disfrutaban los seres humanos. Gracias a esta singularidad, se les podía estructurar y jerarquizar.

En un principio se procedió a organizar a las divinidades  en familias constituidas a imagen y semejanza de aquellas humanas; por consiguiente, de orden patriarcal y esencialmente monógamas, con el padre como la cabeza y, tras él, su esposa principal, a la cual se podían añadir más mujeres legítimas e incluso cortesanas. A su alrededor vivían también sus hijos, entendidos como divinidades más jóvenes o de menor relevancia, muy probablemente introducidas o adoptadas como tales dioses en épocas más recientes. Finalmente, un aspecto típico de los dioses inmortales, sería la inclusión de las divinidades más arcaicas, cuyo antiguo culto gozaría ya de una menor actualidad dentro del ámbito de la devoción popular.

Esta primigenia clasificación permitía organizar a la población divina en un determinado número de grupos familiares, interrelacionados entre sí por parentescos cercanos o más o menos lejanos. En tal sentido, todos los dioses eran hermanos; esto es, participaban de esa misma naturaleza de dingir o ilu, del mismo modo que los humanos eran copartícipes de la condición humana de o awílu.

Un segundo criterio organizativo fue de carácter más propiamente político. Al haber sido asimilados desde el comienzo con las casas soberanas, las divinidades y sus familias desempeñaban en el seno de cada comunidad el rol de jefe sobrenatural de aquellos que detentaban el poder local, cuya autoridad, tal y como creían sus fieles, se entendía procedente directamente de los dioses. Por este preciso motivo se pensaba que esos reyes terrenales únicamente actuaban como sencillos vicarios de aquéllos.

Esta específica perspectiva trajo como resultado que las familias de los dioses se imaginasen y se constituyesen en directo acuerdo con el tipo de gobierno existente que, según la tradición, era monárquico. El padre era el soberano y moraba en su templo, del mismo modo que los reyes y su corte vivían en el palacio. Siguiendo esa misma analogía, se encontraba rodeado de su familia y de sus parientes más próximos, así como de sus oficiales, funcionarios, servicio doméstico y apoderados, todos ellos un personal compuesto por deidades de una menor categoría pero que se podían incluir dentro del grupo siendo de extrema utilidad para el mismo.

En época de predominio de las ciudades Estado, al inicio del período histórico, cada una de esas unidades políticas está a cargo de una agrupación de divinidades bien organizadas y jerarquizadas encima del mandatario temporal, en un concreto modo de gobierno sobrenatural, a imagen y semejanza de la propia casa real. Se trata de un panteón local, que orbita alrededor de su jefe, el soberano divino de la ciudad y de su territorio. Así ocurre, por ejemplo, con An en Uruk, Enki en Éridu, Nanna en Ur o Enlil en Nippur. Naturalmente, cada uno de ellos contaba con su esposa y / o compañera. Así, Ninlil con Enlil, Ningal con Nanna o Damgalnunna con Enki, entre otros. Además, cada quien tenía descendientes (Asallupi, hijo de Enki) y se encontraba rodeado por toda su familia y por su casa.

Los panteones de cada una se distinguían entre sí, por mediación de sus miembros, es decir de sus dioses, así como de su organización. Sin embargo, ellos no significa que llegasen a oponerse entre sí; es más, en conjunto, constituían el panteón común de todo el país en época histórica.

Se llevó acabo, asimismo, una serie de desdoblamientos de un mismo personaje en diferentes individualidades que portaban nombres y títulos distintos, en función del lugar y la época. También de podían producir sincretismos a través de una previa identificación y posterior fusión de divinidades bastante cercanas entre sí, bien fuese por sí mismas o bien como consecuencia de ciertos acontecimientos, en los que la divinidad más vigorosa o de mayor rango y celebridad, asumía la naturaleza, las prerrogativas y el nombre de las otras.

Ya desde antes de mediados del III milenio a.e.c., el panteón se organizó, estructuró y jerarquizó en sí mismo y de una forma genérica como un sistema único que fuese reconocido por todas las ciudades Estado, aunque estuviese complementado por su propio panteón particular en cada una de ellas. Esta suerte de reordenación fue, al menos en parte, una consecuencia directa de una común devoción religiosa la cual, con el paso del tiempo, llevó a cabo una selección y diseñó unas determinadas preferencias. No obstante, es muy probable, aunque no demostrable, que en dicho proceso también haya intervenido una entente formal entre todas las unidades políticas existentes con la finalidad de propiciar entre ellas la creación de una especie de anfictionía alrededor de la ciudad de Nippur, la sede del dios Enfil, al que se elegiría como soberano principal, pasando la mencionada localidad a convertirse en una capital esencialmente religiosa.

Se conoce a los personajes de mayor relevancia de este sistema, sus deidades supremas, una posición que, al margen de la posterior evolución histórica de Mesopotamia, iban a conservar hasta el final de la historia de la región. Se trataba de tres divinidades: An, Enlil y Enki, a los que se les había añadido una Diosa madre, como si se considerase indispensable la presencia de un elemento femenino y, especialmente, maternal en el marco del nivel superior del mundo sobrenatural. Esta diosa, no suele aparecer enumerada, de modo general, con las otras tres divinidades, aunque se la hace intervenir, usando distintos títulos y nominaciones, sobre todo en los mitos de origen. Es el caso de la Señora de los dioses (Bélit-ili); Matriz universal (Mammi); Nintu o Nammu, entre otras varias.

Ahora bien, ¿cuál era su posición exacta?. Es difícil de precisar. Bien en su cualidad de esposa de uno de los tres grandes dioses, en especial de Enlil, o en su papel como su madre o, incluso, como abuela o antepasada de todos ellos. Estas tres divinidades no ejercían, en cualquier caso, la soberanía de una manera equivalente; por lo tanto, no conformaban un triunvirato. Cada uno de ellos representaba un aspecto del poder, que se completaba a través de sus tres personas y de las funciones que cada uno desempeñaba. La autoridad propiamente dicha, esto es, el mando eficaz, se hallaba en manos de Enlil. An, por suu parte, además de ser su padre, era en esencia, el fundador y el garante de la dinastía divina en el poder. Enki era quien ostentaba la función técnica del poder, pues era el mejor informado, el más despierto, sagaz y sutil, el más inteligente y, por si fuera insuficiente, también el más activo. Cumplía, en un segundo plano detrás o a la sombra del soberano, una función análoga a la de un consejero, visir, un primer ministro o un experto en varias cuestiones.

Esta organización tan estructurada, sin embargo, no logró poner fin, de manera definitiva, a las tensiones existentes entre los grandes santuarios, en particular, el Éanna de An en Uruk, el É-Apsú de Enki en Éridu y el Ékur de Enlil en la localidad de Nippur. El clero de cada uno de tales santuarios intentaba imponer la prioridad de su deidad titular, de forma que cada santuario generó, para cumplir con esa meta, una mitología propia, con la que buscaba demostrar la preeminencia de su dios concreto.

Con la excepción de ciertos nombres de deidades inferiores que, tal vez, proceden en buena medida de arcaicas poblaciones de sustrato, que no serían ni sumerias ni semíticas, es decir, arcaicos ocupantes del territorio, casi todas las personalidades divinas que se hallan en el panteón general, desde las más eminentes, a las de menor rango, portan nombres sumerios. Únicamente unos pocos manifiestan un determinado fundamento semítico, como el caso de El o el de Ishtar.

Desde finales del III milenio, se aprecia ya una multiplicación o un aumento más frecuente de la relevancia de los nombres divinos que son propiamente semíticos, que implica, asimismo, la introducción de nuevas personalidades dentro del panteón a las que se les rendirá mayor devoción. Entre tales divinidades, se puede mencionar a Amurru, Adad, Marduk, Sin, Shamash y Nárum, entre algunas más. Asimismo, se produce la acadización de los nombres de los arcaicos dioses sumerios.

Algunas de estas divinidades semíticas incorporan, a través del fenómeno del sincretismo, a otras deidades sumerias, con lo cual enriquecen su personalidad gracias a los nuevos rasgos tomados en préstamo. En este sentido, Adad suplanta a Iskur; Sín (Su'en), hace los propio con Nanna y Shamash sustituye a Utu. Quizás el ejemplo de mayor significación del sincretismo fue el protagonizado por la diosa semítica Ishtar, deidad que, en un principio, pudo haber sido esencialmente belicosa. No solo incorporó rasgos de la diosa sumeria Inanna, deidad del amor físico, sino también de Delebat.

Del mismo modo, también se va a apreciar una importante reducción del personal divino al servicio de los dioses. Da la impresión de que, a partir de este momento, se asiste a una más baja dispersión de la religiosidad y de la devoción popular, ahora más polarizada que en épocas previas, en torno a un número bastante más reducido de representantes, ciertamente más tipificados, de lo sagrado. Es como si el fin del sistema de las ciudades Estado y la unificación del territorio en uno o un par de reinos (caso de los acadios), hubiesen relegado al olvido a los panteones locales, reemplazados por una cohorte celestial más restringida, aunque expuesta de forma directa, al respeto, veneración y la admiración de la población.

Se produce paulatinamente, sobre todo durante el II milenio a.e.c., un cambio considerable en la presentación, comportamiento y en el papel distintivo de las deidades. Acompañando a un antiguo naturalismo, ingenuo y restrictivo, ahora se desarrolla la personalidad propiamente dicha de cada deidad, como si el poder político humano se impusiese sobre su autoridad en el ámbito de la naturaleza. En esta época, cada uno se presenta como un ser independiente, inteligente y capaz de mostrar sentimientos y de adoptar las más nobles decisiones. Se les imagina, por tanto, como personajes sabios y razonables, que detentan un nivel muy superior al de los mejores seres humanos. Terminan por convertirse en personalidades justas y justicieras.

A todos estos representantes de lo sagrado, en especial desde la última parte del III milenio, siempre se les había imaginado desde la exaltación de la imagen de los reyes terrenales, de una forma que el sentimiento religioso pudiese expresar sometimiento, pero también respeto, veneración y adoración. Es de este modo como se explica la aparición en el mundo divino de una aspiración monárquica más manifiesta. Se busca aunar en un único personaje divino la autoridad suprema universal, natural y sobrenatural. Este hecho es lo que acontece en Babilonia cuando se le rinde culto a Marduk, joven divinidad, hijo de Éa, al que proclamaron soberano absoluto del universo. Se anhelaba que en su persona se acumulase todo el poder y la potencialidad divina. Se manifiesta así, una especie de tenue aspiración henoteísta, una tendencia que se revela a partir de finales del Il milenio a.e.c.

El emplazamiento de las divinidades estaba situado dentro del universo, en tanto que se creía que el mismo constituía un espacio cerrado, concebido al modo de una esfera hueca, cuya mitad superior, el Cielo o el mundo de lo alto, se encontraba en simetría con el mundo de lo bajo (con el anti-Cielo, el infierno) al que también se denominaba Tierra ( en sumerio, una designación análoga a la de una antigua deidad de rango elevado, pero luego desaparecida). Con el tiempo, se desarrolló la costumbre de disponer de varios lugares de reunión o residencia común para los dioses.

Poseían residencias sobrenaturales, imaginadas desde el modelo de los amplios y suntuosos palacios reales, aunque al mismo tiempo ocupaban sus casas terrenales; esto es, sus santuarios. Se pensaba con certeza que las deidades estaban presentes en ellos de forma real, si bien misteriosa, por mediación de sus estatuas e imágenes de culto. En cualquier caso, podían irse y dejar su residencia.

El dominio soberano de los dioses constituía una creencia básica en Mesopotamia, pues el mundo era su reino y los hombres sus súbditos y servidores. Habían concebido y organizado tal dominio, y lo administraban y gobernaban como sus reyes por medio de sus decisiones y órdenes. En dichas órdenes se establecía el destino. Se podrían imaginar múltiples destinos, asignados a cada persona escritos, como los edictos, decretos u ordenanzas, reales, en una tablilla de carácter sobrenatural, la llamada Tablilla de los Destinos, un genuino emblema del poder.

Los dioses, como los reyes, sus ayudantes y su entorno, eran desde una óptica económica consumidores. Su misión era gobernar, de forma que para realizar tal función de la mejor manera y consagrarse a ella en exclusividad, había que liberarlos de preocupaciones accesorias, de las servidumbres de la existencia, para que llevasen una vida tranquila, ociosa en la que no les faltase nada. Además, este era el único modo de vida digno de su grandeza. Los humanos eran sus productores y sus abastecedores.

En el marco de este sentimiento de dependencia y sumisión, las deidades no tenían nterés alguno en mostrarse crueles con los seres humanos. En tanto monarcas y buenos patronos no eran rigurosos por naturaleza.

El sufrimiento, las enfermedades o el dolor no era responsabilidad de los dioses, sino que se les atribuían a otros seres sobrenaturales, horrorosos y pavorosos que, como los dioses, poseían poderes sobrehumanos y no morían. Solo se manifiestan durante breves períodos de tiempo en los que cumplían su misión, quedando relegados a lugares peligrosos, hostiles, inhóspitos, como la estepa, el desierto o el infierno. En épocas arcaicas parece que actuaban espontáneamente, por maldad o capricho, pero posteriormente pasaron a ser considerados como verdugos de la justicia y la voluntad divina. El mal que causaban a los humanos era el castigo por las faltas cometidas contra los dioses.

Además, había ciertos seres fantásticos, animales o híbridos zoomorfos, terroríficos y de gran envergadura, heredados de las antiguas tradiciones folclóricas. Se les consideraba como divinidades primitivas e imperfectas. Este es el caso de los adversarios de Ninurta o la tropa de monstruos que constituye el ejército de Tiamat. Por otro lado, los fantasmas de los difuntos podían acompañaban, en ocasiones, a los demonios para atormentar a los vivos.

Bibliografía básica

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LIVINGSTONE, A., Mystical and Mythological Explanatory Works of Assyrian and Babylonian Scbolars, Oxford University Press, Oxford, 1986.

MCCALL, H., Mitos mesopotámicos, edit. Akal, Madrid, 1994.

Prof. Dr. Julio López Saco
UM-AEEAO-UFM, mayo, 2024.

2 de mayo de 2024

Imaginación, escatología y mito en el arte de Etruria (IV)







Imágenes, de arriba hacia abajo: contenedor de perfume en bronce en forma de cabeza de una deidad, concretamente Turan, llevando un casco alado; cista que representa a un seguidor dionisíaco deleitándose, acompañado de Perseo y la cabeza de Medusa. Praeneste. Siglo IV a.e.c.; espejo con la figura de una sirena, híbrido mujer-pájaro, flanqueada por dos serpientes. Siglo V a.e.c.; otro espejo en bronce, de 350-300 a.e.c., con el rey de los mirmidones de Egina, Peleo, la nereida Tetis y la nereida Galene; estatuilla de Mernva, hoy en el Museo Estense, Módena; y el denominado carro brasero de Bisenzio.

Al margen de las pinturas de las tumbas, muchas placas de terracota, imitando el género de los pinakes leleueomenoi o placas blanqueadas, las cuales dispuestas agrupadas formaban un friso, así como unos pocos sarcófagos, también fueron ornadas con motivos pictóricos. Entre esas placas blanqueadas sobresale las conocida como placas Boccanera, en la que aparecen, además de esfinges, la escena, etrusquizada, del Juicio de Paris. El hijo de Príamo lleva barba, Hermes porta una rama como caduceo y las tres diosas objeto de la discordia, aparecen vestidas como si fuesen nobles damas.

Asimismo, son relevantes las placas Campana, halladas en Caere. En una de ellas se aprecia a un hombre alado, precedido de un arquero, transportando en sus brazos a una joven; en otra, se ven dos hombres sentados, uno de ellos anciano, con un cetro, que conversan uno frente al otro, mientras revolotea lo que parece una pequeña sirena. Algunos expertos han querido interpretar en estas placas la leyenda de Alcestis, hija del rey Pelias de Yolco, esposa de Admeto, un rey de Tesalia.

Los objetos de bronce fueron apreciados por los propios etruscos y también por los atenienses del siglo V a.e.c. Las clases aristocráticas y burguesas, ávidas de lujo y riqueza, usaron numerosos utensilios en bronce de uso cotidiano. En concreto, deben mencionarse candelabros, calderos y trípodes, quema perfumes (thymiatérion), los incensarios y los braseros, además de cistas y sítulas, sin olvidar espejos de cobre o bronce, decorados en sus dorsos con escenas míticas y, finalmente, vasos y urnas cinerarias.

Los calderos, y los trípodes para su soporte, eran de tipología greco-oriental. Muchos procedían de Grecia, pero también de Siria, Fenicia, Urartu, Chipre o Asiría. Los talleres etruscos lograron realizar espléndidas imitaciones locales. Los calderos del período orientalizante eran sin asas (posteriormente se les fijaron trípodes en las bases), y remedaban la iconografía de los bronces orientales. Son los lébetes, decorados con prótomos de animales más o menos fantásticos, como sirenas, grifos, sierpes y leones, que se sustentaban sobre trípodes y soportes cónicos. Ejemplares notables son los procedentes de la Tomba Barberini de Preneste. Desde finales del siglo VII a.e.c. los soportes de los calderos se hicieron independientes. A la altura de la cintra, suelen estar decorados con figurillas de animales que combaten, de prótomos de caballos, de silenos o figuras formando composiciones mitológicas.

De sobresaliente factura son los trípodes Loeb, con placas de bronce ornamentadas con motivos mitológicos griegos, caso de las aventuras de Perseo y la Medusa, Peleo persiguiendo a Tetis o Heracles estrangulando al león de Nemea.

Entre los lucernarios destaca el hallado en una tumba de Fratta, de mediado el siglo V a.e.c. En su centro, formado por una cavidad circular, aparece una Gorgona a la que rodea un friso de animales y monstruos que se atacan entre sí. Sus candilejas están realzadas con cabezas del dios fluvial Aqueloo; por debajo se encuentran unos silenos en cuclillas con siringas y doble flauta, sirenas con patas de pájaro que parecen querer cantar, delfines deslizándose por las aguas y algunos otros animales.

Entre los thymiatéria o quema perfumes destaca uno procedente de Vulci (510 a.e.c.), en el que se observan unos pequeños leones en su base y una bailarina, de elegante actitud, sustentando el fuste. En otro, también de un taller de Vulci, se observan figuras femeninas. Su fuste arranca de una cariátide formada por un sátiro que parece jugar al kóttabos. El coronamiento lo configura un niño que descansa sobre un pie al tiempo que juega con un perro.

Los braseros de bronce se difundieron desde el siglo IV a.e.c. En uno de ellos, en forma de pequeño carro, hallado en un tumba en Bisenzio y fechado en el siglo VIII a.e.c., su decoración está constituida por una escena de agricultura, otra de caza y dos de combate, además de dos grupos familiares, comprendiendo un hombre itifálico, con escudo, lanza y yelmo, además de una mujer, quizá una diosa, portando dos recipientes, una olla y una vasija sobre la cabeza. El otro grupo lo forman tres personas; un muchacho con cinturón y escudo oval y un guerrero itifálico, que manosea el seno a una mujer, la cual a su vez estimula sexualmente al hombre. En esta decoración aparecen, asimismo, animales, como una liebre, un perro, un jabalí, un lobo, un ciervo y un par de cabras montesas. Se encuentra aquí representado un ciclo vital que comprende agricultura, sexualidad, guerra, caza y muerte. De estos valores surge la simbología de la aristocracia etrusca.

El espejo etrusco estuvo conectado al mundo femenino. Existieron tres tipos, de caja; de pie, para ser ubicados encima de una mesa o soporte; y de mango, para el uso cotidiano. Presentes desde el siglo VI a.e.c., los espejos de mango poseían una estructura a base de un disco circular de influencia egipcia y griega, primero plano y después algo convexo, con una cara pulida y la otra incisa o en relieve, en la que figuraron argumentos ornamentales variados. El mango podía ser de marfil, de hueso o de madera. En el siglo III a.e.c., no obstante, el mango, en bronce, estaba enlazado directamente con el disco. En el reverso o dorso, era el lugar en donde se ubicaba la decoración, siendo el medallón el foco de interés, ya que en él se figuraban las escenas y pequeños epígrafes que indicaban la denominación de deidades y de los personajes que intervenían en las mismas. Las escenas recogen temas varios, tanto de la vida cotidiana, como los banquetes, el aseo femenino, los deportes o los temas amorosos, como temáticas que conformaban composiciones mitológicas. Muy probablemente existió un vínculo entre la calidad de los espejos, el argumento representado y el nivel socio-cultural de sus dueños.

Las temáticas más corrientes se inspiraron en la mitología griega, recogiéndose el juicio de Paris; la leyenda de Meleagro; el nacimiento de Minerva, el ciclo de Heracles; Telefo amamantado por la bicha; el asesinato de Troilo; los gemelos Dióscuros y el caballo de Troya. La temática típicamente etrusca estuvo asimismo presente, con la leyenda de Turan y Atunis, aquella de Aplu y Menrva y la de Cacu y Artile.

De la época arcaica sobresalen un par de espejos, fechables en 480 a.e.c. Uno de ellos de Vulci, con el tema de Eos (Thesan) portando a Céfalo; el otro, muestra la temática de Heracles raptando a una joven deidad de nombre Mlacuch. A finales del siglo V y durante el IV a.e.c., perduran los maestros, con una denominación que varía según el tema referido. En tal sentido, se puede citar al Maestro de Chalchas, el Maestro de Usil, el Maestro de Helena, el Maestro de Aquiles y Pentesilea, el Maestro de las Lasas y el Maestro de las Figuras largas, todos ellos autores de diverso número de ejemplares.

A mediados del siglo IV a.e.c., las escenas son más abigarradas y complejas, con la presencia de más personajes. Entre los espejos de mayor relevancia debe citarse uno cuyo autor, inspirándose en Ctesilochos, discípulo del pintor griego Apeles, representó el nacimiento de Atenea de la cabeza de Zeus. En la escena, ambientada con plantas, aves, rocas y nubes, aparecen también Thanr y Sethlans. Otro espejo, sobresaliente por su diseño, es uno de Vulci de la misma época, que recoge los amoríos de Fufluns, figurado desnudo, y Semla, vestida con un himátion y un manto, calzada con sandalias. Se muestran besándose y abrazándose en presencia de Apvlv y de un músico. En un espejo, datado en 300 a.e.c., aparecen cinco personajes dispuestos alrededor de la Moira Átropo. Otro, del siglo IV, de Volterra, aparece ornado con el tema de Heracles adulto siendo amamantado por Hera (Uni). La esposa de Zeus está sentada. A su lado se observan otras cuatro divinidades, muy probablemente, el propio Zeus, Atenea, Apolo y Afrodita. Aquí se rememora el mito que cuenta que Heracles se haría inmortal al ingerir la leche materna de Hera.

Del siglo III a.e.c. sobresale, asimismo, el llamado Espejo Durand, del Maestro del Gran Espejo de Vulci, con una doble escena sin conexión entre ellas. En la parte superior, Heracles presenta a Zeus un niño de nombre Epur, mientras que en la inferior se narra un episodio de la leyenda de Troya, con las figuras del rey aqueo Agamenón, su hermano Menelao y su esposa Helena, además del raptor París. En un espejo de Bolsena se muestra a los hermanos Vibenna como guerreros, capturando a Cacu, que toca su lira, y a Artile, que lee un díptico sobre sus rodillas. Tal temática se inscribe en un fondo histórico, posteriormente tomado por el escritor romano Aulo Gelio en el siglo II.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-UFM, mayo, 2024.