Imágenes: busto de
Meritaten, hija de Ajenatón y Nefertiti, y estatua sedente de Hatshepsut,
dinastía XVIII.
La
reina egipcia mantenía una posición subordinada con respecto al rey. Aunque
siempre estaba a su lado, lo hacía a su
sombra. El modo más sencillo para un faraón de conseguir una gran esposa real
era elegirla entre los miembros de su propia familia, un mecanismo para el cual
había antecedentes en el mundo divino. Si el monarca se casaba con su hermana,
en realidad repetía el ejemplo que proporcionaba la historia de la cosmogonía
de la ennéada heliopolitana, donde cada pareja sucesiva de hermanos se fue
casando entre sí para engendrar a la generación siguiente, así Geb y Nut, Shu y Tefnut, Osiris e Isis, Set y
Neftis. Con semejante práctica conseguía además que la sangre regia no se desperdigara
en demasía, impidiendo con ello un aumento excesivo de la familia real. En ciertos casos, no obstante, cuando las
circunstancias lo requerían, la elegida no tenía por qué pertenecer siquiera a
la familia real. Pepi I, por ejemplo, se casó con la hija de la dama Nebet y de
su esposo Khui, siendo rebautizada Ankhnesmerira, la madre del futuro rey
Merenra.
En
el ambiente diplomático de la época del Reino Nuevo, en el que había entrado en
escena el ámbito de Siria-Palestina, los matrimonios diplomáticos empezaron a
ser una auténtica necesidad. En buena parte de los casos, las princesas
asiáticas se convertían simplemente en esposas del rey, pasando a engrosar la
lista de mujeres del harén real. Hubo un conocido caso, sin embargo, donde sí
se convirtió en la gran esposa real. Se trató de la hija de Hattusili III, el rey
hitita con el que Ramsés II combatió en Qadesh. Terminado el enfrentamiento, el
soberano hitita propuso al rey egipcio formalizar la firma del tratado de paz
mediante un matrimonio de Estado entre el faraón y una de sus hijas. Con la
aceptación de Ramsés II, una princesa extranjera se convertiría, por primera
vez, en la gran esposa regia del faraón.
Además, siguiendo la costumbre de “egiptizar” a los extranjeros, llegaría a ser
conocida como Maathorneferura.
Desde
los inicios de la monarquía, los orígenes de las reinas han sido, por
consiguiente, variopintos. En tal sentido, puede desecharse la teoría que
sostenía que la realeza en el antiguo Egipto era transmitida por las mujeres,
ya que no había que casarse con una hija del rey anterior para poder sentarse
en el trono del país. Naturalmente, si no se pertenecía a la familia real y se
lograba la coronación como faraón, era importante conseguir una esposa de regio
abolengo, en virtud de que confería un barniz de legitimidad añadido. Ello
significaba que si alguno era un monarca advenedizo las hijas regias estarían
francamente muy solicitadas.
Las
mujeres que conformaban el entorno familiar del soberano de Egipto poseían una
sencilla panoplia de títulos reducida, en esencia, a tres, el de “gran esposa
del rey” o hemet nesu weret; aquel de “madre del soberano” (mut-nesut), y el de “esposa del
monarca”, esto es, hemet-nesut. El
primero, el más relevante, era el que denotaba a la principal de las esposas
del faraón, aquella que se comportaba simbólicamente como su complemento
femenino en las ceremonias, mostrándose junto a él en la iconografía. De hecho,
su relevancia se explica en que sin ella la función de mantenedor del orden del
faraón quedaba debilitada. Por otra parte, ella era, en teoría, la predestinada
a dotar de heredero al trono, algo que no siempre ocurría. Para aquellas
ocasiones en que la gran esposa del rey no diera a luz a un varón, o ninguno de
los hijos consiguiese sobrevivir y llegar a ser adulto, el faraón se podría
prevenir contrayendo matrimonio con otra serie de esposas secundarias, que
recibían el título de “esposas del soberano”. En virtud de que no desempeñaban
función ideológica alguna, su única labor era la de traer al mundo cuantos más hijos
fuera posible, con el fin de que el linaje regio no se terminase de forma abrupta.
Cualquiera
de las esposas del faraón, y hasta de sus concubinas, cuyo vástago llegara a sentarse
en el trono de Egipto adquiría, por tanto, el prestigioso título de “madre del
rey”. Fue el caso concreto de Tutmosis II. El rey únicamente tuvo una hija,
Neferure, con la gran esposa real Hatshepsut, de manera que acabó por sentarse
en el trono un hijo que tuvo con una de sus esposas secundarias, de nombre
Isis, y madre, por consiguiente, del futuro Tutmosis III.
Las
mujeres del monarca egipcio contarán con elementos iconográficos propios que
las identificarán como tales féminas. En principio, podría bastar como elemento
identificativo con su presencia junto al soberano. Sin embargo, la presencia de
una serie de coronas propias servía para fracturar la ambigüedad cuando en la
escena aparecían otras princesas. La manera más simple de saber si una figura
femenina era una reina es buscar en su frente el imprescindible símbolo de la
realeza, el ureus. Se trata de un
elemento protector que se observa coronando a los soberanos egipcios de ambos
sexos desde la I dinastía. Es la representación de la diosa cobra Wadjet, la deidad
tutelar del Bajo Egipto, cuya mordedura mortal mantenía alejado al faraón de
los peligros.
La
corona propia de las reinas egipcias es el denominado “tocado de buitre”, un
gorro con la forma del ave carroñera, con su corta cola en la nuca, las alas
colgando a ambos lados del cráneo y un pequeño cuello ondulado con la cabeza
del pájaro en el extremo coronando la frente de la soberana. Además de ser una
representación de la diosa tutelar del Alto Egipto y, en tal sentido, compañera
del ureus, esta corona implicaba un
juego de palabras. En egipcio, el vocablo madre se escribía con el jeroglífico
de un buitre, leyéndose “mut” que,
además, era el nombre de la esposa del dios Amón. En función de la relevancia
que cobró esta deidad a partir del Reino Nuevo, momento en que se convirtió en
la divinidad de la monarquía, resulta bastante natural que las reinas acabaran
recibiendo el título de “esposa del dios Amón”.
Los
tocados de buitre más antiguos que se conocen se datan en la IV dinastía. Continuaron
en uso hasta la época ptolemaica. La diosa buitre era considerada madre y protectora
del soberano, de forma que con la corona puesta la gran esposa regia se
convertía en una suerte de encarnación de todas esas virtudes. Otra corona
característica de las reinas egipcias consistía en un soporte circular sobre el
que se montaban dos altas y plumas rectas de halcón. Tal corona estaba asociada
Horus y, en el mismo sentido, con el propio faraón como heredero de Osiris. En
la época del Reino Nuevo, a estas dos coronas principales de la reina se les
incorporaron varios elementos, que podían combinarse con ellas. Se trata,
fundamentalmente, de los cuernos de vaca, específicos de la diosa Hathor,
deidad que representa el amor y la
sexualidad, así como el disco solar, evidente encarnación de Ra.
En
el tiempo del reinado de Amenhotep III apareció una nueva corona, diseñada exclusivamente
para Tiyi, su reina. Nos referimos a la “corona azul”, de la cual se apoderaría
un tiempo después en exclusiva su nuera, la reina Nefertiti, en el momento en
que se sentó en el trono como gran esposa del rey de Amenhotep IV.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Mayo, 2018
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