1 de mayo de 2018

La reina en el Egipto faraónico




Imágenes: busto de Meritaten, hija de Ajenatón y Nefertiti, y estatua sedente de Hatshepsut, dinastía XVIII.

La reina egipcia mantenía una posición subordinada con respecto al rey. Aunque siempre  estaba a su lado, lo hacía a su sombra. El modo más sencillo para un faraón de conseguir una gran esposa real era elegirla entre los miembros de su propia familia, un mecanismo para el cual había antecedentes en el mundo divino. Si el monarca se casaba con su hermana, en realidad repetía el ejemplo que proporcionaba la historia de la cosmogonía de la ennéada heliopolitana, donde cada pareja sucesiva de hermanos se fue casando entre sí para engendrar a la generación siguiente, así  Geb y Nut, Shu y Tefnut, Osiris e Isis, Set y Neftis. Con semejante práctica conseguía además que la sangre regia no se desperdigara en demasía, impidiendo con ello un aumento excesivo de la familia real.  En ciertos casos, no obstante, cuando las circunstancias lo requerían, la elegida no tenía por qué pertenecer siquiera a la familia real. Pepi I, por ejemplo, se casó con la hija de la dama Nebet y de su esposo Khui, siendo rebautizada Ankhnesmerira, la madre del futuro rey Merenra.
En el ambiente diplomático de la época del Reino Nuevo, en el que había entrado en escena el ámbito de Siria-Palestina, los matrimonios diplomáticos empezaron a ser una auténtica necesidad. En buena parte de los casos, las princesas asiáticas se convertían simplemente en esposas del rey, pasando a engrosar la lista de mujeres del harén real. Hubo un conocido caso, sin embargo, donde sí se convirtió en la gran esposa real. Se trató de la hija de Hattusili III, el rey hitita con el que Ramsés II combatió en Qadesh. Terminado el enfrentamiento, el soberano hitita propuso al rey egipcio formalizar la firma del tratado de paz mediante un matrimonio de Estado entre el faraón y una de sus hijas. Con la aceptación de Ramsés II, una princesa extranjera se convertiría, por primera vez, en  la gran esposa regia del faraón. Además, siguiendo la costumbre de “egiptizar” a los extranjeros, llegaría a ser conocida como Maathorneferura.
Desde los inicios de la monarquía, los orígenes de las reinas han sido, por consiguiente, variopintos. En tal sentido, puede desecharse la teoría que sostenía que la realeza en el antiguo Egipto era transmitida por las mujeres, ya que no había que casarse con una hija del rey anterior para poder sentarse en el trono del país. Naturalmente, si no se pertenecía a la familia real y se lograba la coronación como faraón, era importante conseguir una esposa de regio abolengo, en virtud de que confería un barniz de legitimidad añadido. Ello significaba que si alguno era un monarca advenedizo las hijas regias estarían francamente muy solicitadas.
Las mujeres que conformaban el entorno familiar del soberano de Egipto poseían una sencilla panoplia de títulos reducida, en esencia, a tres, el de “gran esposa del rey”  o hemet nesu weret; aquel de “madre del soberano” (mut-nesut), y el de “esposa del monarca”, esto es, hemet-nesut. El primero, el más relevante, era el que denotaba a la principal de las esposas del faraón, aquella que se comportaba simbólicamente como su complemento femenino en las ceremonias, mostrándose junto a él en la iconografía. De hecho, su relevancia se explica en que sin ella la función de mantenedor del orden del faraón quedaba debilitada. Por otra parte, ella era, en teoría, la predestinada a dotar de heredero al trono, algo que no siempre ocurría. Para aquellas ocasiones en que la gran esposa del rey no diera a luz a un varón, o ninguno de los hijos consiguiese sobrevivir y llegar a ser adulto, el faraón se podría prevenir contrayendo matrimonio con otra serie de esposas secundarias, que recibían el título de “esposas del soberano”. En virtud de que no desempeñaban función ideológica alguna, su única labor era la de traer al mundo cuantos más hijos fuera posible, con el fin de que el linaje regio no se terminase de forma abrupta.
Cualquiera de las esposas del faraón, y hasta de sus concubinas, cuyo vástago llegara a sentarse en el trono de Egipto adquiría, por tanto, el prestigioso título de “madre del rey”. Fue el caso concreto de Tutmosis II. El rey únicamente tuvo una hija, Neferure, con la gran esposa real Hatshepsut, de manera que acabó por sentarse en el trono un hijo que tuvo con una de sus esposas secundarias, de nombre Isis, y madre, por consiguiente, del futuro Tutmosis III.
Las mujeres del monarca egipcio contarán con elementos iconográficos propios que las identificarán como tales féminas. En principio, podría bastar como elemento identificativo con su presencia junto al soberano. Sin embargo, la presencia de una serie de coronas propias servía para fracturar la ambigüedad cuando en la escena aparecían otras princesas. La manera más simple de saber si una figura femenina era una reina es buscar en su frente el imprescindible símbolo de la realeza, el ureus. Se trata de un elemento protector que se observa coronando a los soberanos egipcios de ambos sexos desde la I dinastía. Es la representación de la diosa cobra Wadjet, la deidad tutelar del Bajo Egipto, cuya mordedura mortal mantenía alejado al faraón de los peligros.
La corona propia de las reinas egipcias es el denominado “tocado de buitre”, un gorro con la forma del ave carroñera, con su corta cola en la nuca, las alas colgando a ambos lados del cráneo y un pequeño cuello ondulado con la cabeza del pájaro en el extremo coronando la frente de la soberana. Además de ser una representación de la diosa tutelar del Alto Egipto y, en tal sentido, compañera del ureus, esta corona implicaba un juego de palabras. En egipcio, el vocablo madre se escribía con el jeroglífico de un buitre, leyéndose “mut” que, además, era el nombre de la esposa del dios Amón. En función de la relevancia que cobró esta deidad a partir del Reino Nuevo, momento en que se convirtió en la divinidad de la monarquía, resulta bastante natural que las reinas acabaran recibiendo el título de “esposa del dios Amón”.
Los tocados de buitre más antiguos que se conocen se datan en la IV dinastía. Continuaron en uso hasta la época ptolemaica. La diosa buitre era considerada madre y protectora del soberano, de forma que con la corona puesta la gran esposa regia se convertía en una suerte de encarnación de todas esas virtudes. Otra corona característica de las reinas egipcias consistía en un soporte circular sobre el que se montaban dos altas y plumas rectas de halcón. Tal corona estaba asociada Horus y, en el mismo sentido, con el propio faraón como heredero de Osiris. En la época del Reino Nuevo, a estas dos coronas principales de la reina se les incorporaron varios elementos, que podían combinarse con ellas. Se trata, fundamentalmente, de los cuernos de vaca, específicos de la diosa Hathor, deidad que representa  el amor y la sexualidad, así como el disco solar, evidente encarnación de Ra.
En el tiempo del reinado de Amenhotep III apareció una nueva corona, diseñada exclusivamente para Tiyi, su reina. Nos referimos a la “corona azul”, de la cual se apoderaría un tiempo después en exclusiva su nuera, la reina Nefertiti, en el momento en que se sentó en el trono como gran esposa del rey de Amenhotep IV.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Mayo, 2018

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