11 de noviembre de 2020

Heroicidad y divinidad en el mundo antiguo grecorromano

El concepto que reside en la idea de que un ser humano obtenga un estatus divino ha estado integrado en las religiones más antiguas, tal y como es el caso de la especial conexión del faraón con lo divino en Egipto o los ejemplos helenísticos tan característicos.

El más que evidente antropomorfismo que singulariza a los dioses griegos permite adelantar que en el contexto cultural heleno el ámbito de lo divino no se concebía como el de lo totalmente otro, sino como una gradación en la que la alteridad sería únicamente relativa. De esta forma, divinidad y humanidad no serían extremos fijos con un abismo en medio como línea de demarcación, sino realidades con límites un tanto más fluidos. En Grecia los límites entre dioses y seres humanos son porosos, como constata el culto de los héroes, antiguos hombres del pasado imaginarios o reales.

Las características que definen la divinidad de las deidades griegas (la inmortalidad, el poder, el antropomorfismo), permite entender la divinización de seres humanos. Al igual que en la mayoría de las religiones aparecidas en la cuenca del Mediterráneo, en Grecia se imagina a los dioses como poderosas entidades por definición. El estatus divino se obtenía donde acontecía una manifestación de poder (dýnamis) sobrenatural, que podía mostrarse de diversas formas en la interacción con los mortales, como sueños, epifanías, prodigios o  visiones, canalizando de tal modo la admiración y una especie de respeto numinoso. Como las hazañas se consideraban merecedoras de honores divinos, por necesidad lo hacían al redundar en beneficio de la comunidad, siendo las mismas así susceptibles de despertar admiración, además de gratitud. Una positiva reacción al poder benéfico es lo que, al margen de la famosa graeca adulatio de Tácito, explica la “divinización” de seres humanos.

Una continuada, a la par de atípica beneficencia, produciría renovados honores lo cual, por su parte, podría tener efectos teogénicos, produciendo la creencia en una naturaleza divina. Piénsese que fue la atribución de una extraordinaria actividad benefactora (evergesía) lo que hizo merecedores de honra infinita a un Heracles o un Asclepio. Decía Aristóteles, en tal sentido, que los humanos llegaban al estatus de deidades por sobreabundancia de virtud. Algo parecido comentaría posteriormente también Cicerón, señalando que la magnitud de los servicios se estos entes era la que propiciaba su establecimiento como dioses. La fama y el reconocimiento de los hombres excelentes por sus buenas acciones estarían detrás, por tanto, de tal fenómeno. La inmortalidad constituiría unos de esos rasgos cruciales de la concepción griega de lo divino en estos casos señalados.

En el mundo romano, la divinidad parece más un asunto de estatus y poder que de naturaleza, en el marco de un espectro sin líneas divisorias que se observen de manera nítida. Una conocida leyenda, concretamente aquella de los ancianos Filemón y Baucis, que fueron inmortalizados al morir por sus servicios a Júpiter y Mercurio en Frigia (contada por Ovidio en las Metamorfosis), ofrece un testimonio de la creencia en la transformación de seres humanos en dioses. En cualquier caso, tales deidades no son del mismo nivel que otras superiores, aunque tienen con ellos en común la dignidad de la veneración.

La creencia en una transición de hombre a deidad se plasma de manera preclara en el culto imperial. Los precedentes inmediatos del culto imperial se encuentran en los ejemplos de exaltación de gobernantes y notables generales griegos, que habían sobresalido por sus salvíficas acciones en relación a determinadas ciudades. Tal vez el testimonio más antiguo de tal práctica es la asociada a Lisandro, general de la flota espartana, que se hizo acreedor de la gratitud de los habitantes de Samos por su victoria sobre los atenienses durante la Guerra del Peloponeso, garantizando con ello la libertad de la isla. La reacción a tan benéfica ayuda incluyó sacrificios, himnos y hasta una nueva festividad en honor del general. Esta atribución de esencialidad divina a figuras políticas o militares de relieve se explica porque en el mundo antiguo eran precisamente las que tenían mayor posibilidad de desplegar ayuda más eficaz.

La evidente supremacía del emperador romano era traducible en el poder de conceder beneficios, tanto favores particulares, a ciudades (Acrefias, en Beocia, estableció un culto a Nerón tras restaurar este la libertad a Grecia) o personas, como en su capacidad de instalar la paz y la concordia en salvaguarda de la población. En definitiva, su poder radicaba en alcanzar y mantener la felicitas temporum. Sería una suerte de  deus praesens corpóreo, que no habitaba lejos como otros dioses mayores. 

El contexto específico del evergetismo hace inteligible el nacimiento y consolidación del culto imperial en la práctica religiosa romana. Como expresión de gratitud por los beneficios concedidos por el emperador, los súbditos debían rendir los mayores honores al soberano en forma de templos y sacrificios diversos. Es así como se entiende que Horacio alabe a Augusto[1], en contraste con los grandes héroes, como benefactor de la población.

El fervor y la piedad personal, manifestada por medio de juegos, festivales, himnos, plegarias, banquetes o solemnes procesiones procesiones serán los medios habituales para rendir culto al emperador. Es destacable un hecho singular, y es que el objeto de exaltación no se remonta a un pasado remoto o fue un residente en la atemporalidad del mito, sino que se trataba de una personalidad histórica contemporánea. Este culto al emperador fue, en ocasiones, descrito como isotheoi timai, esto es con honores semejantes a los tributados a las deidades, una expresión que equipara al emperador con Júpiter, pero que al mismo tiempo distingue el culto a los dioses tradicionales del que se tributa a los emperadores, que queda siempre, y en todo momento, subordinado al de Júpiter.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-FEIAP, noviembre, 2020.



[1] Octaviano, adoptado como hijo por César en su testamento, fue llamado divi filius, tal y como se aprecia en la titulatura oficial que se puede observar en inscripciones, monumentos y monedas. Esta filiación adoptiva fue posteriormente empleada en la dinastía julio-claudia. Además, algunos autores (Suetonio, Dión Casio) afirmaron también que Atia, la madre de Octaviano, había sido fecundada por Apolo. De esta manera, la expresión del carácter divino de Augusto se fundamentó en dos formas de filiación, adoptiva y natural. En la cremación de su cadáver en el Campo de Marte, Numerio Ático jura observar cómo su espíritu asciende al cielo entre las llamas, un modelo que recuerda el de Rómulo, hecho que implica la necesidad de que un testigo fiable corrobore la creencia en la divinización. En la tradición romana, varios relatos (Tito Livio, Dionisio de Halicarnaso, Tertuliano más tarde), advierten que Rómulo experimentó un proceso de deificación. En el momento en que Rómulo estaba en compañía de los senadores pasando revista a las tropas en el Campo de Marte, se desencadenó una tormenta. Rómulo fue envuelto por la densa niebla y desapareció. Este fenómeno se interpretó como que había sido asesinado por los senadores, o bien que había sido arrebatado al cielo, siendo por ello aclamado como de estatus divino. Según Plutarco, el patricio Julio Próculo se lo encontraría tras su muerte en un camino, un testimonio que testificaría su divina ascensión. Afirma Livio, en consecuencia, que fue objeto de veneración.

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