26 de octubre de 2022

Cristo en el sincretismo religioso. Una construcción mítica


Imagen: lateral de un sarcófago con altorrelieves, hallado en la basílica de San Sebastián. Muestra la historia narrativa de la salvación. Se ve aquí el episodio de la entrada de Cristo en Jerusalén, montado en un asno, motivo inspirado en el ceremonial de las visitas imperiales romanas. El sarcófago se halla en los Museos Vaticanos.

La historia de Jesús de Nazaret que aparece vertida en las fuentes cristianas tiene mucho de mito. Sin ir más lejos, los parecidos dogmáticos con religiones mistéricas serían una prueba de por sí reveladora de que el cristianismo no deja de ser un producto fruto de un sincretismo religioso. Tal posicionamiento no invalidad necesariamente la probabilidad de la existencia histórica de Jesús.

Se ha aducido por parte de numerosos estudiosos y exégetas bíblicos que la creencia y fe en el Mesías tiene como lugar de procedencia la religión persa, y que Jesús es una concreción o constructo literario de la idea helenística de un mediador entre un Dios trascendente, absolutamente lejano, y un tanto difuso, y la humanidad. Ese mediador es conceptualizado como Logos o Sabiduría. A esto habría que añadir que la personalidad de Jesús sería el desarrollo de un anhelo de liberación de parte sectas judías que buscaban una divinidad mucho más cercana, y que la noción de un mesías sufriente provino de la idea babilónica, y también griega, de una divinidad que muere y resucita (Adonis, Dionisos).

La cautividad de Babilonia, entre 586 y 536 a.e.c. facilitó que la antigua religión judía sufriese  una significativa transformación. Incluso después del retorno, los israelitas permanecieron dos siglos bajo la dominación e influencia persa aqueménida,  manteniéndose tal contacto con posterioridad a la desmembración imperial obra de Alejandro el Grande, quien somete estas regiones orientales a la influencia griega. Cabe pensar que el pensamiento y ciertas concepciones religiosas persas habían influido en la ideología tradicional israelí, originando nuevas concepciones.

El dualismo persa barnizaría el monoteísmo de los israelitas. Así, Dios y el mundo,  aunados en uno y lo mismo en el espíritu de los israelitas arcaicos, se confundían e identificaban, separándose y enfrentándose. De forma simultánea, el antiguo dios nacional Yahvé, divinidad del fuego y la tempestad se había transformado por la influencia de Ahuramazda (Ormuz), convirtiéndose en un dios de santidad transcendente, regente de otro Mundo visto como fuente de vida. En definitiva, una deidad viviente que se revelaba a sus criaturas terrestres a través de intermediarios, ángeles y mensajeros celestes.

Además, al igual que entre los persas Ahuramazda (el bien) tiene por antagonista al mal Angromainyu (Ahriman), y que los constantes conflictos entre la verdad y la mentira,  las tinieblas y la luz, o la vida y la muerte son resortes de todos los aconteceres terrestres, los judíos atribuyeron a Satán el rol de adversario (y enemigo irreconciliable) de dios, un corruptor de la creación divina, un príncipe mundano y jefe de los ejércitos infernales. Satán medirá sus fuerzas con las de Yahvé, rey celestial.

Entre ambos príncipes enfrentados se encuentra Mitra, un espíritu luminoso de corrección y verdad en el ámbito persa; una suerte de mediador y salvador del mundo. Como una personificación solar o del fuego, como luz sufriente que batalla y triunfa sobre las tinieblas y la noche, se le vinculó con la muerte y la inmortalidad, otorgándole el papel de conductor de las almas y juez en la morada de los fallecidos.

Los persas pensaban que cuando se hubiese alcanzado la plenitud de los tiempos  Ahuzamazda suscitaría de la simiente de Zaratustra, al hijo de la Virgen Saosyant (Sosieoseh o Sraosha); por lo tanto, el salvador. Del mismo modo se aducía que el propio Mitra descendería sobre la tierra y que, en la última batalla, vencería a Angra Mainyu y sus ejércitos, precipitándolos en los Infiernos. Después resucitaría a los muertos con sus cuerpos materiales. Tras un juicio universal final, los malos serían condenados a penas infernales mientras que los buenos admitidos en la residencia de los bienaventurados, estableciéndose un reino de paz.

Mesías (Ungido, y en griego Kristós), era antiguamente la denominación regia en calidad de representante de Yahvé ante de la población. Representaba la calidad de hijo obediente a su padre,

Posteriormente, se proyectó el concepto del Mesías hacia el tiempo futuro, esperándose de él la realización del reino de Yahvé sobre sus elegidos. De este modo, los primeros profetas verían en el Mesías un rey ideal del futuro, único digno de heredar las gracia divina prometida a David. Los judíos le concebían como un héroe, de mayor empaque que Moisés, capaz de restablecer el esplendor de Israel, relegando a los paganos e incrédulos de la religión de Yahvé. Se esperaba del Mesías que fuese quien de reunir a todos los judíos dispersos entre los paganos para así llevarlos al país de sus padres, al reino de las almas, a la patria celestial, lugar desde donde descendieron y al que volverían tras el deceso físico.

En los inicios se había contemplado en el Mesías a un mortal, un nuevo David, rey teocrático, un príncipe de paz bendito de dios, gobernador con justicia de su pueblo, de forma análoga a un Saosyant persa que descendía de Zaratrustra. No en vano, se le otorgó la denominación de Mesías a Ciro, pues fue el salvador supremo de Israel al sacarlos de la cautividad de Babilonia.

De forma semejante a cómo la imaginación popular transformó a Saosyant en un ser divino identificado con Mitra, el Mesías promovido por los profetas (Isaías, por ejemplo) al rango de rey divino, de tal manera que se le empezó a llamar héroe divino y padre de eternidad.

Después del exilio, los judíos se habían instalado por el litoral oriental del Mediterráneo. Algunos se quedaron en Mesopotamia mientras que otros se establecieron como artesanos, negociantes y banqueros en las regiones portuarias. Ahora, bajo la influenciad moral y religiosa griega, el concepto de Yahvé sufre otra transformación. Se desprende de los rasgos materiales y antropomorfos, convirtiéndose en un ser espiritual totalmente bueno; una deidad ya descrita por Platón. En esta oportunidad, se creaba un dilema de extraordinaria relevancia: armonizar la majestad absoluta y celeste, la transcendencia de dios con un sentir religioso que reclama la inmediata presencia de la deidad.

Una idea tomada por los judíos de los persas era la del mediador, como representante de dios en la tierra. En la esfera terrenal su nombre era Sabiduría (Sofía), debido a las influencias griegas y egipcias. Sabiduría era una de las Amesha Spentas persas, espíritus próximos a dios, lo cual corresponde a los arcángeles hebreos. El anónimo autor de la  Sapiencia de Salomón, un judío alejandrino del siglo I a.e.c., la personificó, poseyendo ahora identidad personal, material, aunque siendo una fuerza que penetra la naturaleza y es un principio de la revelación divina en la creación.

De la misma manera que Platón quiso superar la dualidad del mundo sensual y la de aquel transcendental con su idea de alma universal, la Sabiduría debía servir de mediador entre el dios judío y su creación.  Filón de Alejandría (filósofo hebreo que vivió entre el siglo I a.e.c. y el I de la Era) entiende que el contraste entre la majestad incognoscible, inefable y absoluta de la divinidad (encima del mundo sensible), y la realidad sensual de lo creado cuenta con mediadores, unos seres concebidos como mensajeros y representantes de dios. Semejantes a los ángeles persas o a los demonios griegos, y próximos a las ideas platónicas, se parecen a las fuerzas seminales a través de las que la filosofía estoica explicaba los problemas del ser. La primera de tales fuerzas mediadoras, que probablemente personaliza el conjunto de las demás, era el Logos, Razón operante o también Verbo creador de la divinidad. Se vería en él al sumo sacerdote que intercede en favor de los seres humanos, así como el transmisor de las promesas de la gracia divina. Estaríamos, por consiguiente, ante el alma, el espíritu del universo.

La aspiración fundamental se orientaba al merecimiento de la felicidad que provoca la visión de dios y la unión con él, esperando obtener la posibilidad de gozar en esta vida de unos pocos deleites que aguardaban en la celeste. Los judíos pensaban lograr tal plenitud gracias a la estricta observación (literal) de la ley, aunque acababan enredándose en un laberinto de prescripciones muy puntillistas.

El mismo Filón señala en Sobre la Vida Contemplativa que los terapeutas, una asociación cultual configurada por judíos y prosélitos, buscaban a través de la soledad y el aislamiento el camino para llevar a cabo los postulados religiosos. La práctica de algunos ritos cultuales, muy parecidos a los de las sectas órficas y pitagóricas, caso de abstenerse de comer carne y beber vino, la pobreza voluntaria, el estudio de escritos tradicionales de revelación mística, los cánticos religiosos o la castidad, iban de la mano de una piedad contemplativa y ejercicios religiosos comunitarios. De esta manera pensaban que ponían los medios necesarios para alcanzar la salvación de una forma más eficiente.

Por su parte, los esenios rechazaban los juramentos y sacrificios sangrientos, venerando al sol, entendido como manifestación de la luz divina. En tales aspectos se identificaban con los terapeutas, si bien eran diferentes por su vida comunitaria y su organización cenobítica. Unos y otros, terapeutas y esenios, participaban de una impaciente espera del fin del mundo, preparándose para recibir el cumplimiento de las promesas divinas a través de virtudes, como la justicia, la caridad y la fraternidad.

Estos grupos poseían tradiciones secretas. Flavio Josefo Josefo reseña que los esenios profesaban ideas dualistas acerca de la naturaleza del cuerpo y el alma. Al igual que otras sectas místicas, concebían el cuerpo prisión y tumba en vida del alma inmortal, proveniente de una previa existencia de luz y felicidad. Su notable pesimismo debido a la contemplación de la vida terrena cotidiana, les inspiraba el deseo de liberarse de lo sensual una vez que alcanzaran, en el Otro Mundo, una mejor vida. La salvación residía, por tanto, en el ejercicio de ritos misteriosos.

Uno de ellos consistía en la ciencia de la nomenclatura de ángeles y demonios que abren el acceso a las diferentes esferas celestes que se conciben superpuestas. Tal ciencia sería revelada a los humanos por una deidad superior, un dios-salvador. Este es un concepto similar al que configura la fuente de Filón de Alejandría; es decir, la fe en la virtud sobrenatural del Verbo divino, mezclada con diversos elementos extranjeros, persas, babilonios, egipcios, y trasplantada desde la especulación filosófica a la esfera supersticiosa. Es así como la apocalíptica judía se acabaría presentando como la revelación de una sabiduría secreta y divina.

Esta ideología procede, sin duda, de un sincretismo religioso en el que participaron elementos persas, judíos, babilónicos, griegos y egipcios. En los dos o tres últimos siglos antes de nuestra Era estos aspectos se habían expandido por Asia occidental. Sus afiliados se denominaban adoneos, a partir de un fundador llamado Ado (que recuerda a Adonis). Denominada como religiosidad mandeana, la poblaban numerosas sectas (ebionitas, setianos, ofitas, heliognósticos), unas cuantas de las cuales acabarían siendo herejías en el cristianismo primitivo.

Nazoreo (referido a Jesús) se ha querido explicar a partir de los Nasirianos o Nasiritas, consagrados al dios del Antiguo Testamento. De ellos se afirmaba que se abstenían de vino y del aceite. Sin embargo, los judíos distinguieron con claridad entre Nazoreos y Nasirianos. De ahí que haya salido a la luz una teoría que vincula los orígenes de Nazoreo con la denominación de una secta precristiana que venera a su dios (o Mesías) bajo el vocablo nosri (nasarja), cuyo significado es el de guardián o protector; también Salvador. Serían, en consecuencia, los iniciados en una ciencia secreta o gnósticos.

Semejante etimología les proporcionó a los Nazoreanos la posibilidad de cimentar unos fundamentos históricos a su cualidad de protectores u observantes, sobre todo desde que la idea del Mesías adquirió un aspecto histórico.

Parece muy probable la existencia, y difusión, de un culto precristiano de Jesús. Uno de los argumentos esgrimidos al respecto tiene que ver con la cruz, entendido como un símbolo que expresa el sacrificio (crucifixión) de uno mismo así como la victoria de la vida sobre la muerte, en la unión con la deidad. Conviene recordar que la cruz era un símbolo solar, aludiendo al aspecto de cruz que forma el sol cuando corta el ecuador celeste en el equinoccio primaveral, logrando así una suerte de victoria de la luz al surgir de la parte inferior del zodiaco correspondiente al invierno. De hecho, el Mesías es el mediador entre las cosas superiores y aquellas inferiores, entre lo mundano y dios. En el diálogo platónico Timeo el alma universal, que media entre dios y el mundo, se representa con la forma de una cruz inclinada, tendida entre el cielo y la tierra.

Un rasgo propio de tiempos arcaicos sería el sacrificio humano. La ceremonia de la circuncisión y consumir el cordero pascual actuarían como una redención de un sacrificio humano, aquel del primogénito, ofrecido al dios supremo. Dicho de otro modo, en lugar del hombre se sacrificaba el prepucio o a un cordero; esto es, una parte corporal con el objetivo de salvar el todo. No se olvide que los semitas practicaban el ritual del sacrificio humano en la primavera, para rescatar a la población de los pecados cometidos cometer durante un año. Se trata de una práctica muy extendida en la antigüedad. Los reyes, específicamente sus primogénitos, serían las principales víctimas propiciatorias ofrecidas en sacrificio.

El desarrollo del monoteísmo trajo consigo la degradación de las antiguas deidades. Fueron rebajadas al rango de mortales. De tal forma el relato del Génesis fue imaginado con el objetivo de motivar, de forma histórica, la sustitución de los sacrificios humanos, reemplazándolos por otros de animales.

Entre los antiguos israelitas estuvo extendida la práctica de los sacrificios humanos, en especial a través del concepto del chivo expiatorio, que es abandonado en el yermo desierto como mecanismo de redención de los pecados de la comunidad. Se conservó mucho tiempo la idea de sustituir las vidas humanas por la muerte de animales en los arcaicos sacrificios en virtud de que ese sacrificio se asociaba a la renovación de la vida que la sangre de la víctima aportaría a la naturaleza (asolada en verano o latente por el invierno). Se trata de la ceremonia que originó el mito de un dios hermoso y joven que moría entre grandes lamentos para luego renacer, resucitando en medio de una alegre algarabía. Hablamos, sin ir más lejos, del Attis frigio, del Adonis sirio, del Osiris de los egipcios, del Mitra persa de Adonis sirio, del Esmún fenicio o de Sandan de Tarso en Cilicia.

Los más antiguos inicios de tales cultos pudieron encontrarse en Babilonia. Marduk, Bel, Tammuz, eran deidades que fallecían y resucitaban. A veces eran imaginadas divinidades como Shamash, Nergal o Sin que descendían al inframundo, en una especie de muerte y renacimiento. Simbolizaría una personificación del sol que, al morir, representa el invierno y las tinieblas, para ofrecer al mundo, ulteriormente, una nueva vida.

Finalmente, un apunte más. Los rabinos tuvieron sobre el Mesías dos distintos conceptos O bien el hijo de David, enviado por dios para liberar a los judíos del sometimiento extranjero, y que sería el fundador del reino universal y el juez de la humanidad; o el Mesías que tenía la obligación de reunir las diez tribus de Galilea y conducirlas a Jerusalén, aunque moriría luchando contra Gog y Magog. Parece más que factible que los judíos tomasen de los persas la idea de la pasión del Mesías, aunque no todos la aceptasen de buen grado. Los dos Mesías se fundirían en uno en el Evangelio; el terrestre, que se desplaza con sus discípulos, y el celestial, hijo de David, que acabaría  regresando envuelto en gloria eterna.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-UFM, octubre, 2022. 

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