En las imágenes (arriba), la Dama de Baza, hallada en
la necrópolis de Baza, Granada. Atribuida a los bastetanos, ha sido datada en
el siglo IV a.e.c; y (abajo), tésera de hospitalidad celtíbera de Uxama (Osma),
Soria. Hoy se exhibe en el Museo Numantino de Soria.
En términos muy generales se podría distinguir entre
los iberos una aristocracia militar, el conjunto de la población libre, en
esencia campesina, campesina y que sería el fundamento de los ejércitos y, tal
vez, un grupo de esclavos[1].
Este es, en cualquier caso, un esquema genérico muy poco clarificador. La
aristocracia basaría su prestigio en su rol militar, y en su riqueza económica,
que provendría de la tierra y la ganadería entre los pueblos del interior, así
como del comercio entre los costeros.
Además de una más que presumible atomización política,
algo característico de las poblaciones iberas sería la mentalidad heroica y
aristocrática, que busca esencialmente el prestigio personal por acometidas
audaces que por empresas concienzudas y planificadas. Estos rasgos parecieran
ser los que caracterizan la sociedad ibérica, pues en ella, a pesar de la
consolidación de las urbes, los vínculos interpersonales, tanto de parentesco como
de clientela, de seguro desempeñaron un papel relevante en la articulación
social.
A la cabeza de la sociedad se encontraría una rica
aristocracia, representada por los reges, principes, basileis y senatus,
cuyo patrimonio procedería de la posesión de ganado y tierras, así como de la
práctica de actividades mercantiles y la piratería. Luego, habría un extenso
grupo de personal dependiente de esta aristocracia, dentro de la propia ciudad,
que le ayudaría a cimentar su poder político y que, casi con seguridad, los
acompañarían en el combate. Inmediatamente por debajo de ellos, se encontrarían
los individuos (al modo de los que se pueden ver en grupos en ciertas cerámicas
de Liria, con cota de mallas, lanzas y escudos), que pudieran configurar una suerte
de falange que combatiría a las órdenes de los aristócratas.
Desde la perspectiva política, entre los iberos se
alternaban la monarquía y las formas, digamos, republicanas. Se conocen
relativamente bien algunas monarquías ibéricas, como es el caso de la de Indíbil
y Mandonio sobre los ilergetes y otros grupos, como ausetanos y lacetanos. Según
Polibio ambos son basileis, en
tanto que según Livio, serían reguli y principes. Primero fueron
aliados de los cartagineses, para posteriormente serlo de los romanos. En
cualquier caso, la alianza de ambos reyes con los romanos fue inestable[2]
y se sublevaron en determinadas ocasiones, particularmente con la intención de
saquear.
La monarquía ilergete se extendía sobre un grupo de
ciudades y populi, aunque no
semeja ser igual a las monarquías turdetanas. Pareciera estar
fundamentada en el ámbito militar que en cualquier otro factor, un hecho que
recuerda más los caudillajes galos (incluyendo la dualidad regia del vergobret), que las monarquías ibéricas.
Esta monarquía se constata con posterioridad a sus famosos reguli, cuando Catón reciba a Bilistages, rey ilergete.
Otra monarquía que se atestigua en las fuentes es la
de los edetanos, entre los que destaca Edecón. Igualmente, primero aliada de
los cartagineses, esta monarquía cambió su actitud y acabó pasándose a los
romanos de Escipión una vez que cayó Cartago
Nova.
Un rey también conocido es Amúsico, un régulo de los
ausetanos partidario de los cartagineses. Muy a finales del siglo III a.e.c.
hacia 205, los ausetanos aparecen ya bajo el mando de los reyes ilergetes
Indíbil y Mandonio.
Las monarquías ibéricas parecen haber sido francamente
inestables. El soberano viviría rodeado de familiares y de un grupo, más o
menos numeroso, de clientes y amigos que lo acompañarían en las embajadas y
también en las guerras. Esta familia real podía ser desalojada del poder o
verse forzada a salir de la ciudad o poblado sobre el que reinaba. Su
mantenimiento en el poder dependía mucho, muy probablemente, de su fortuna militar.
Es posible, aunque no haya evidencias al respecto, la existencia de algunas
reglas sucesorias. De hecho, quizás los matrimonios con algunas princesas les confiriesen
un lugar preferente en la sucesión dinástica.
Ciertas comunidades ibéricas parecen haber estado gobernadas
por consejos aristocráticos, presididos por magistrados. Parece haber sido el
caso de los volcianos, que acogieron mensajeros romanos tras la caída de
Sagunto. Los bargusios parece que tuvieron también un consejo análogo. Tales
consejos estarían compuestos por aristócratas. En las regiones del interior, un
tanto más autárquicas, harían las veces de verdaderos patres familiarum. En todo caso, la existencia de los consejos,
con su portavoz al frente (el más anciano, por ello investido de autoridad y
experiencia) no es incompatible con las monarquías militares. De hecho, el clima
de guerras generalizado que implicó la conquista romana debió favorecer el
desarrollo de tales monarquías de la mano de carismáticos líderes,
especialmente duchos en la guerra.
La constitución saguntina se asemeja algo a la de las
ciudades griegas. Se trata de una las primeras ciudades iberas en acuñar moneda,
en tanto que su clase dirigente debió estar conformada por propietarios agrícolas
y comerciantes. Cuando se produjo el ataque de Aníbal, Livio comenta acerca de
la presencia de un senado y de un pretor en la ciudad[3].
Es factible pensar, en consecuencia, que la constitución saguntina era la
propia de una república aristocrática (tal vez por influencia de Ampurias o de
Marsella), o quizá como producto de la evolución de la sociedad local.
Alrededor de la fides
se organizaban varias instituciones, como era el caso del hospitium, la clientela y
la devotio. Todas ellas
jugaban un relevante papel en las relaciones socio-políticas en el mundo
ibérico, lo mismo que en las de otros pueblos prerromanos. Estas
instituciones poseían en la Península ciertos diferentes matices a aquellos de las instituciones
romanas. En la Península Ibérica se conoce, gracias a las fuentes epigráficas y
literarias, la existencia de múltiples pactos de hospitalidad y clientela fundamentados
en la fides (esto es, en la
buena fe o la mutua confianza que debía presidir las relaciones entre
personas y entre estados) así
como la presencia de una peculiar institución, los devotos o soldurios.
Las inscripciones, mayormente sobre bronce, que
refieren pactos de hospitalidad y clientela, se conocen con el nombre de tesserae
hospitales o tabulae hospitales. Abundan en la Península desde el siglo I a.e.c. y se
continúan en las primeras centurias imperiales. Estos pactos de hospitalidad y
clientela eran alianzas o tratados que vinculaban dos partes: o bien dos personas o un par de
comunidades, o bien un individuo y una comunidad. La diferencia entre hospitalidad
y clientela, desde la perspectiva del derecho romano, era que el pacto de
hospitalidad (hospitium), se
contraía sobre un plano de igualdad para las dos partes, en tanto que la
clientela suponía en sí misma una desigualdad, pues una parte tenía más poder
que la otra. En la hospitalidad ambas partes se concedían derechos y deberes
recíprocos, mientras que en la clientela, el sector poderoso, es decir, el patronus,
poseía el derecho de
obsequio y el deber de asistencia hacia la parte débil, el cliente, el cual, a
su vez, debía al patrono apoyo de todo
tipo, militar, social o electoral.
El caso de fides
más antiguo que se conoce en Hispania es el de los saguntinos. Al
respecto, Livio menciona una fides socialis, que mantuvieron hasta su
destrucción final. Los reyes Indíbil y
Mandonio tuvieron también, en principio y según Polibio, un pacto de fidelidad
y clientela con Aníbal y los cartagineses, que posteriormente cambiaron por
otro con el general romano Escipión. Una clase especial de clientela fue la militar,
en función de la cual un patrono con mucho poder podía reclutar una tropa entre
sus varios clientes. De hecho, los políticos de mayor importancia tuvieron
clientelas en Hispania.
Una institución esencialmente hispana, y
específicamente ibérica, fue la de los devotos (soldurios). Se trataba de un tipo especial de clientela, cuya
sanción se llevaba a cabo por mediación de un juramento religioso por el cual
los soldurios se comprometían a no sobrevivir a su jefe si este fallecía
trabando combate. A cambio de semejante fidelidad extrema, los devotos
participarían de modo preferencial en el botín así como en los honores que se
derivasen de una victoria militar. La institución, por consiguiente,
proporcionaba séquitos de íntima fidelidad hacia jefes y generales. Además de
Sertorio, también Augusto, al principio de su mandato, empleó soldurios hispanos como guardia personal.
La devotio ibérica se diferenciaba de la romana
de un modo patente. En el caso romano, el general de un ejército se consagraba
a los dioses infernales para asegurar la victoria de su ejército a cambio de su
propia vida, mientras que en el caso hispano, los soldados que se consagraban
unían inextricablemente sus vidas a las de su comandante.
En
relación a la religiosidad ibérica, aunque parece evidente una influencia de
cultos fenicios y púnicos sobre la religión turdetana y bastetana, en la zona
ibérica da la impresión que la influencia externa parece fundamentalmente
griega. Estrabón, sin ir más lejos, señala que los iberos recibieron del mundo
heleno el culto de la Ártemis efesia, con sus ritos propios. Por su parte,
Plinio (Historia Natural, XVI, 215), afirma que en Sagunto existía un
templo de Diana, cuyo culto habría sido importado por los colonizadores
zacintios.
La
evidencia arqueológica referida a los aspectos religiosos es, en cualquier
caso, muy pobre. Entre los ejemplos más relevantes se encuentra una serie de thymiateria
(quema perfumes) de
terracota, de la zona de Alicante, que representan la cabeza de la diosa
Deméter. No tienen restos de combustión, de tal manera que muy probablemente no
se usaron para su específica función. Proceden de tumbas y también de contextos
domésticos. No se puede atestiguar con ellos la existencia de un culto de
Deméter. Ahora bien, su imagen pudo sufrir una reinterpretación por parte de la
población indígena como diosa de la fecundidad y la abundancia agrícola, algo
que justificaría su presencia en las viviendas, o también como deidad de
ultratumba, lo que haría comprensible su hallazgo en sepulturas.
Otro
buen ejemplo (Serreta de Alcoy) es un grupo en arcilla roja que pudiera
representar a una diosa sentada en un trono y amamantando a un par de
criaturas. Aparece rodeada de otras figuras, entre ellas un ave y un flautista.
Gracias a la presencia de esta imagen, así como a la famosa Dama de Elche, se
puede inferir la creencia de los iberos en una divinidad nutricia de la
fecundidad, incluso de las cosechas, y en otra que sería una suerte de señora
de los muertos. Esta última podría ser, incluso, un aspecto distinto de la
misma diosa.
Algunas
cerámicas ibéricas llevan pintadas la imagen de una figura femenina que surge
de una flor y se vincula a un ave. Del mismo modo, existen ejemplos de otras en
las que se observa un individuo masculino que se asocia a una hoja en forma de
corazón y a un lobo o, en su defecto, un animal carnívoro[4].
Ambas figuras pueden aparecer aladas o no. La figura del lobo parece vincularse
en el mundo ibérico a la idea de muerte y el Más Allá, un factor que coincide
con su condición de principal depredador en la región mediterránea.
Se
conoce, así mismo, por manifestaciones de época romana, el culto a un dios de
los montes que, ulteriormente, se identificó el Júpiter romano. El Montgo, por
ejemplo, situado cerca de Ampurias, deriva su nombre de un Mons Iovis.
Una
diferencia básica en relación a la zona meridional peninsular radica en que en
la zona ibérica no parecen existir santuarios rurales tan propios del sur. Se
conoce la existencia de algunos santuarios “urbanos”, en coincidencia con las
noticias literarias que mencionan templos dentro de las ciudades ibéricas.
El ritual o modo funerario principal en el mundo
ibérico es el de la incineración. La cremación del cadáver suele hacerse en un ustrinum,
junto el ajuar. Las cenizas se depositan en una urna cerámica que luego se
coloca en la tumba. La forma, las dimensiones y, sobre todo, el aspecto de las
tumbas varían en función de la importancia social y económica del difunto.
Las principales son las principescas, cubiertas con un
monumento del tipo de los pilares, coronados en ocasiones por esculturas de
esfinges, toros y leones. También son relevantes las tumbas de guerreros, en
las que aparecen armas, específicamente falcatas, umbos de escudos y puñales. En
las tumbas de mujeres, así mismo, se depositan espejos, ungüentarios, vasos de
perfumes y demás objetos de tocador.
Por otra parte, es habitual la presencia de pebeteros
o de quema perfumes en las tumbas, así como de jarros rituales de bronce. Dichos
objetos ofrecen una cierta idea de unos posibles rituales, probablemente de
purificación. De las célebres esculturas ibéricas, como la Dama de Baza o la
Dama de Elche, cuyo contexto funerario es totalmente seguro, parece deducirse
que en el mundo ibérico se creía en una deidad de los muertos, al estilo de la
Perséfone griega, quizás protectora de almas y señora del inframundo.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCAB-UCV. FEIAP-UGR. Diciembre, 2017.
[1] Está bien documentado el empleo de esclavos en las minas de Cartago Nova. De aquí se infiere su uso
también en las explotaciones agrícolas. Sin embargo, la presencia de población
esclava parece asociada a la esfera económica cartaginesa y, por lo tanto, no
sería necesariamente tan característico de la economía indígena.
[2] El pacto (fides) contraído
con Escipión era de tipo personal. En consecuencia, los reyes ilergetes lo
habrían considerado disuelto con el
presunto fallecimiento del general romano.
[3] El senado seria un órgano timocrático compuesto por
los propietarios agrícolas de mayor renombre y por mercaderes. El pretor, por
su parte, pudiera ser un magistrado electivo que presidiría el senado y haría
ejecutar sus resoluciones.
[4] En dos pateras
de Tivissa (en Tarragona) el umbo central se muestra decorado con la cabeza de
un lobo en relieve. Una de ellas muestra, además, una profusa decoración
interna con la presencia de un personaje sentado en un trono, unas figuras
aladas que sacrifican un ciervo y un animal carnívoro que ataca a su presa,
entre otras varias. Podría interpretarse que tales objetos rituales se habrían
empleado en un determinado ritual funerario.
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