Las
fuentes deben leerse como expresión del mundo antiguo, no como unas simples
imitaciones o reduplicaciones de lo representado por la realidad antigua. Las
fuentes escritas reflejan parcialmente la sociedad, en virtud de que la
escritura se configura como un instrumento de control de las clases dominantes
en las sociedades antiguas, convirtiéndose, en su parcialidad, en el único
acceso a la totalidad. Por otra parte, la falta de acceso a la oralidad
condiciona de numerosos modos la capacidad de conocer la Historia Antigua, porque
en el período fue más frecuente que la mayoría de las experiencias se
expresaran al margen de la escritura.
Para
el estudio de la Historia Antigua, las fuentes son más o menos manejables, si
bien limitadas, bastante condicionadas y esencialmente parciales. Así, en
cierta manera, el estudio de la Historia Antigua ha de ser, al mismo tiempo, el
estudio de las condiciones en que se produce la propia fuente. Para llevar a
cabo un acercamiento productivo a la Historia Antigua es necesario emplear como
fuente todo, tanto la historiografía como la literatura, incluyendo los mitos. Naturalmente
la intención debe ser, dentro de la utilización de cualquier fuente, analizarlas
en sus contradicciones, ambigüedades y hasta en sus falseamientos. En Historia
Antigua, es menester aprovechar la fuente única, pero también las deformaciones
y las contradicciones sobre la primera.
En
un principio, sólo se podía acceder al conocimiento de determinados aspectos de
la Historia del antiguo Egipto a través de las fuentes clásicas, como Manetón o
Heródoto, además de los fragmentos que menciona Flavio Josefo, las listas
reales de Sexto Julio Africano, recogidas por Eusebio de Cesarea, o los textos
coptos de los monjes. Desde el siglo XIX, la posibilidad de conocer los
entresijos del Egipto antiguo se enriqueció paulatinamente con excavaciones
arqueológicas (Flinders Petrie, De Morgan, Maspero), una labor que se vio acompañada
por la lectura de los jeroglíficos.
Lo
referente al Próximo Oriente de Asia fue análogo hasta las presencias
coloniales europeas. En compañía de la Biblia, únicamente ciertas fuentes griegas
permitían el conocimiento de asirios y los babilónicos. Es el caso de Hecateo,
Heródoto, Ctesias, Diodoro, Estrabón o Plutarco. Aunque desde el siglo XVIII se
empezaron a conocer las lenguas semíticas, en especial por el desciframiento
del fenicio, solamente el desvelamiento de la escritura cuneiforme ha servido
de punto de partida para el conocimiento de una cada vez más amplia y rica
documentación. Por otra parte, las no siempre fáciles excavaciones
arqueológicas han completado poco a poco el panorama.
En
lo referente a la Historia de la Grecia del II milenio, se puede señalar que las
fuentes son esencialmente arqueológicas. Los vestigios y ruinas de los palacios
han facilitado, con el apoyo de los poemas homéricos, la comprensión de las
características propias del mundo micénico. La visión panorámica se ha
acrecentado gracias desciframiento de las tablillas minoicas de Cnosos y Pilos,
que refieren aspectos administrativos y políticos. El empleo de estudios
lingüísticos, útiles para conocer los movimientos poblacionales, así como de la
genealogía, de las tradiciones religiosas y de las leyendas y mitos, son de
gran utilidad en relación a la situación social en la formación de los griegos.
El
carácter concreto de la épica homérica la convierte en una factible fuente
histórica. Los poemas tomaron su forma definitiva hacia el siglo VIII a.e.c., si
bien recogen una tradición que se remonta a la época micénica. Más que una fuente
de una época, son fuentes de transformaciones de siglos, ya que los mismos
poemas sufrieron cambios en un tiempo dilatado. El período previo al siglo VIII
cuenta con escasas fuentes, con independencia de que se pueda emplear la
mitología. Se destacan los estudios cerámicos (la expansión de la cerámica
protogeométrica ateniense a Jonia se asocia a las migraciones de los siglos
oscuros y, quizás, a la transmisión de los poemas homéricos). Por su parte,
Tucídides, en su Arqueología, suerte de
introducción protohistórica en el primer libro de su Historia de la Guerra del
Peloponeso proporciona ciertos datos acerca del proceso de transformación
de Grecia después de la época heroica. Existen unas pocas referencias,
asimismo, en los parenthêkai, los
comentarios que intercala Heródoto en su Historia.
Será
Hesíodo, ya al final de la época oscura, quien refleje los resultados del
proceso transformador. También la Odisea, como Hesíodo, reflejará el nuevo
mundo, en el que se han configurado nuevas instituciones panhelénicas, a la par
que permite percibir el desarrollo de los denominados siglos oscuros.
Sobre
la historia de Esparta se cuenta con generalizaciones inconcretas y un tanto
remotas, en Plutarco, Aristóteles y Tucídides. Tirteo ordena un tanto las
diferentes tradiciones, en tanto que Alcmán completa la visión de Esparta en
aspectos constitucionales, sobre los residuos de tradiciones prehistóricas y
las costumbres religiosas. Las referencias de la opinión filoespartana
ateniense, que representan Jenofonte y Platón son también de utilidad. En
relación a Creta, la fuente de mayor extensión es Polibio, si bien es un autor
que se encuentra en una época en que las peculiaridades de la Creta
aristocrática se enfocan de manera diferente, debido a las corrientes
ideológicas del siglo II. Sin duda, el panorama más completo de la Creta
posminoica lo proporciona la epigrafía.
En
las obras de Heródoto y Tucídides, además de los escritos de Diodoro, Estrabón,
Escimno de Quíos, diversos autores de Periplos, así como Pausanias, Aristóteles
y Plinio el Viejo, se encuentran referencias a las colonizaciones. Aristóteles,
junto con Heródoto, ofrece la historia del desarrollo político de la ciudad
griega en la época arcaica, las transformaciones de la sociedad aristocrática,
la aparición de las tiranías y las diversas luchas sociales. La evolución socio-política
ateniense se refleja en las alusiones de Heródoto, Tucídides y Plutarco (en
algunas de sus Vidas), especialmente
en la de Teseo. La Constitución de Atenas
de Aristóteles detalla, mejor que ninguna otra, los pasos hacia la democracia.
Heródoto
es, sin duda, el historiador de las Guerras Médicas, en tanto que Plutarco, con
algunas Vidas, Aristóteles,
Tucídides, algunos historiadores tardíos, caso de Diodoro Sículo, que recoge la
tradición de Éforo, además de las de monedas y la epigrafía, proporcionan
relevantes detalles acerca del período de la Pentecontecia. La Constitución de Atenas, del Pseudo
Jenofonte, también es útil. El análisis histórico de las corrientes
intelectuales de la época se halla en los sofistas, que exponen las
transformaciones estructurales que sufre Atenas, así como en los poetas
trágicos, sobre todo Esquilo.
La
Guerra del Peloponeso, hasta 411, aparece bien reflejada en la historia
interpretativa, además de expositiva, de Tucídides. También es destacable la
evolución de la tragedia, pues las obras de Sófocles comienzan a reflejar los
problemas planteados por el Imperio ateniense y su violencia tiránica, en tanto
que Eurípides entra en un contexto bélico reflejando las contradicciones de la
democracia ateniense. La evolución de la sofistica resulta igualmente
fundamental. Gracias a Aristófanes se conocen los efectos de la guerra en la población
campesina, víctima de los planteamientos estratégicos de la democracia. El
final del conflicto y los años siguientes están narrados en la obra, con
intencionalidad moral, de Jenofonte.
Para
el siglo IV Teopompo y Éforo son referentes, aunque muy generalizadores,
mientras que los atidógrafos se centran en la historia ateniense. Muy
interesante para esta época es la oratoria. Lisias ofrece, de modo realista, un
paisaje de la vida cotidiana de Atenas, reflejando los problemas políticos y
las tendencias existentes; Isócrates muestra su evolución intelectual al pasar
de un panhelenismo bajo hegemonía ateniense a un posicionamiento promacedónico.
El debate dialéctico entre Demóstenes y Esquines completa el panorama. La
visión de esta centuria se completa con la filosofía de Platón, un síntoma de
las veredas elegidas por los sectores oligárquicos de la población una vez que
se produce la crisis de la polis.
Gracias
a Diodoro de Sicilia se conocen los historiadores griegos posteriores. También
son de inestimable valor los escritos de Trogo Pompeyo, recogidos en el Epítome de Justino, y referidos a
Macedonia y a los reinos helenísticos, así como la obra de Arriano de
Nicomedia, quien recogió parte de la tradición historiográfica sobre Alejandro
(Anábasis a partir de los escritos de
Ptolomeo y Aristóbulo
de Casandria). Por otra parte, ciertos personajes siguen siendo objeto
privilegiado de Vidas por parte de
Plutarco.
Acerca
de los sucesores de Alejandro, es primordial la obra de Jerónimo de Cardia, en
tanto que para la etapa que sigue a la batalla de Ipso, las escasas fuentes
literarias se recopilan en Diodoro, el resumen de Justino y las Vidas (Demetrio, Pirro), de Plutarco. En
cualquier caso, las fuentes epigráficas, arqueológicas y papirológicas son
esenciales en el conocimiento del ámbito helenístico, así como Polibio, que
sería continuado por Posidonio, aunque sólo ha sobrevivido lo que de él tomaron
Diodoro y Estrabón, y otras fuentes latinas.
Acerca
de los orígenes de Roma, los latinos establecieron una relativa identidad entre
el mito y la Historia. Los historiadores romanos, además de aquellos griegos de
época romana, en esencia, Livio, Diodoro y Dionisio, narran la historia de Alba
Longa o la llegada de Eneas, tomándola de los Analistas, lo que implica que
tuvieron que tratar la tradición oral[1].
El análisis interno de la tradición oral, acompañado de los hallazgos
arqueológicos, han propiciado una cierta concomitancia.
La
onomástica, el análisis de las tradiciones conservadas en los escritos
anticuarios, así como los ritos practicados en tiempos posteriores como vestigio
de costumbres anteriores, se han empleado para comparar las tradiciones y los
rituales de otros pueblos, analizados histórica y antropológicamente. Del mismo
modo, son relevantes las fuentes epigráficas para los textos legales, para
valorar las relaciones de ciudades itálicas con Roma, o para conocer la
distribución de la población y las relaciones entre los distintos pueblos de la
península. La numismática, por su lado, ha servido para conocer los primeros
pasos de la economía monetaria en Roma.
Entre
las fuentes documentales, destacan los restos de actas de magistrados, actas
del senado, de
los colegios sacerdotales (los Commentarii
Pontificum, que se extractan en los Annales
Pontificum), decretos, leyes y tratados. Los primeros fragmentos literarios
van a ser los del censor Apio Claudio, las tragedias históricas de Nevio,
algunos residuos de los Anales de Ennio y las muy valiosas comedias de Plauto.
De las arcaicas fuentes analísticas se conservan únicamente fragmentos,
recogidos por anticuarios posteriores, caso de Aulo Gelio, Valerio Máximo o
Verrio Flaco. En la
Analística es habitual distinguir tres períodos. En el primero de ellos los Anales se escriben en griego y relatan
la Historia desde los orígenes de Roma. En los tiempos de la Segunda Guerra
Púnica, despuntan Quinto Fabio Píctor y Lucio Cincio Alimento, y
posteriormente, Postumio Albino y Cayo Cecilio[2]. Fueron
seguidos por Marco Porcio Catón el Censor (autor de los Orígenes), y al que se debe también el primer documento de la vida
económica republicana (De agricultura),
crucial para el conocimiento de la economía rural.
Con
autores como Lucio Calpumio Pisón y Quinto Fabio Máximo Serviliano se despliega un gusto por la
erudición y las experiencias personales, con el intento de distinguir los
aspectos legendarios.
De
los siglos II y I son los analistas menores, como Valerio Antias, quien remeda
la historiografía retórica griega. La exaltación patriótica y la adulación
gentilicia, serán aspectos muy usados por Licinio Macro, Livio, Quinto Elio
Tuberón o Claudio Cuadrigario. Salustio, por su parte, continuaría las Historias de Cornelio Sisena. Su Conjuración de Catilina, además de la Guerra de Yugurta, serán de gran valor
como fuente histórica al respecto de lo ocurrido y como valoración de las
fuerzas político-sociales que hubo detrás de los acontecimientos.
Los
autores que mejor han llegado hasta nosotros son Diodoro de Sicilia, Dionisio de
Halicarnaso y Tito Livio. Por su parte, César es relevante para el historiador
porque es, al tiempo, el protagonista de los hechos que relata. Imbricado en su
objetividad destila, no obstante, una evidente propaganda política. En su
época, se introduce en Roma el género biográfico, en el que destacan Nepote y
Varrón, aunque las Imagines de este
último no se han conservado.
Par
los tiempos finales de la República las fuentes literarias adquieren gran
preponderancia. Se trata de los discursos, muchos de ellos fragmentados, de
Catón y de los hermanos Graco, así como de Cicerón. Durante la etapa imperial,
sobre la República escriben autores de renombre como Dion Casio[3],
Apiano y el Plutarco en otras de sus Vidas.
En el período que conduce al Imperio es preciso referenciar la figura del poeta
Virgilio, que visiona los pasos de la compleja política de su época. La tendencia
de polos de atracción (entre Octavio y Marco Antonio) se ve en algunas Odas de Horacio, laudatorias de Italia
frente a los atractivos tradicionales de la Hélade. Para los inicios de la
etapa imperial desempeña un relevante papel como fuente las Res Gestae Divi Augusti, en las que se
relatan las hazañas militares de Augusto así como la estrategia política que le
llevó hasta la máxima magistratura.
En
el principio de la época imperial el género historiográfico estaba en manos de
miembros de la clase senatorial que preconizaban el ideal republicano. Se
destacan únicamente algunos autores un tanto secundarios, en especial Veleyo
Patérculo. Esta historiografía sale a la luz solamente durante el reinado de
Trajano, y de la mano de Tácito (quien escribe historia únicamente tras la
muerte de Domiciano). Sus primeras obras históricas serán de tipo biográfico (Vida de Agrícola, aunque también es una
exaltación política de Trajano, y Germania),
si bien sus principales obras históricas las conforman las Historias (de Nerón a Domiciano) y los Anales, de Augusto Nerón. Por otro lado, Suetonio convierte en
género a la biografía.
Con
posterioridad, ya en el siglo II, Aulo Gelio recopila datos de los anticuarios
republicanos (en sus Noches Áticas),
Macrobio lo hace en sus Saturnales,
Servio, en sus comentarios a Virgilio, ya finalizando el siglo IV, además de
Prisciano, en el VI y Festo, con datos reunidos por Pablo Diácono en el VIII. Más
datos aparecen compilados por Plinio, en Historia
Natural; por Focio, en su Biblioteca,
tan tardíamente como el siglo IX; o por Ateneo, en el Banquete de los Sofistas. Autores como Pompeyo Trogo, resumido por
Justino, o Fenestela, solamente han llegado en unos pocos fragmentos. Completas
se conservan las obras de Valerio Máximo y los libros de Estratagemas. Finalmente, no se puede dejar de lado, a pesar de las
serias dudas sobre su autenticidad y acerca de su verdadero valor como fuente,
a la Historia Augusta, manual de
propaganda pagana entre 350 y 400, en la que se refieren las biografías de los
emperadores desde Adriano, redactadas por seis autores diferentes. Otras
fuentes documentales romanas, como actas, cartas, leyes o tratados, únicamente
se conservan, por desgracia, de manera fragmentaria, lo cual le resta utilidad.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Febrero, 2018.
[1] Los historiadores griegos, sin
embargo, no son de gran ayuda, porque únicamente se ocupan de la península
Itálica hasta Brundisio.
[2] Cayo Cecilio y Postumio Albino
darían forma a la concepción de los orígenes de Roma tal como se concebiría con
posterioridad. Configuraron un gran número de las ideas sobre la evolución de
las instituciones romanas. Nevio y Ennio (autores de la primera historia
latina) tomarían su temática de este tipo de Analística.
[3] Dion Casio, con su Historia Romana, es un representante del
renacimiento helénico de los siglos II y III.
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