1 de febrero de 2023

Apolonio de Tiana y Parménides: religiosidad y mito en la filosofía antigua


Imágenes, arriba, Lecito ateniense de figuras negras, del siglo IV a.e.c. Helios y Noche. Helios, ascendiendo en su cuadriga, la Noche, alejándose hacia la izquierda y Eos a la derecha. Atribuida al Pintor de Safo; abajo, un filósofo vagabundo, tal vez Apolonio de Tiana, quién vivió parte de su vida en Creta. Escultura hallada en Gortina (siglo II), ahora en el Museo Arqueológico de Heraklion, Creta.

Apolonio de Tiana fue un místico y un filósofo de una rica y reputada familia griega de la, por entonces, provincia romana de Capadocia, en la actual Turquía. Natural de Tiana, vivió en el siglo I de la Era. Fue Filóstrato quien escribió su biografía, realmente legendaria, en el marco de la denominada segunda sofística. En la peculiar y muy mítica vida de Apolonio los viajes son un referente crucial. Se dice que recorre el mundo conocido, incluyendo el extremo occidente, las Columnas de Heracles en Cádiz o la lejana India en el extremo oriental. Sus periplos y aventuras son contados por su acompañante, y al tiempo, discípulo Damis, un asirio al que instruye al modo socrático.

Siendo todavía joven, Apolonio de Tiana renuncia a su rica herencia familiar y se acoge al pitagorismo. Remeda el periplo de su maestro Pitágoras, otro eterno viajero que siempre va en busca de la sabiduría. De este modo, visita a los gimnosofistas de Etiopía, los brahmanes de India o a los magos babilonios, empapándose de todo el conocimiento que encuentra a su paso. Su modo de vida es bohemio y austero, pues sigue una estricta dieta vegetariana, comiendo los frutos de la tierra.

Al igual que ocurre con Empédocles, se abstiene de manchar con sangre los altares de las deidades, siguiendo una forma de vida que recuerda al ser humano su cercano parentesco con lo divino. La condición humana es privilegiada y peculiar, en tanto que somos la única especie animal que conoce a los dioses y, además, filosofa reflexionando acerca de su naturaleza. La creación es motivada por la bondad de los dioses, de ahí se colige que los humanos bondadosos gocen de la oportunidad de participar de lo divino. Por tal motivo, es menester entonar himnos que complazcan a los dioses. No obstante, Apolonio sostiene que el hombre es un ciudadano universal y que existe una deidad, inaccesible a la razón, superior a las divinidades de los pueblos. Aquélla, a diferencia de éstos, no necesita ni solicita oraciones o sacrificios, o que se le nombre.

Aunque el viaje de Apolonio hasta Etiopía resulta inverosímil, Lucio Flavio Filóstrato revela ciertas peculiares ideas respecto a los ríos Nilo y Ganges. Sus semejanzas radican en que ambos ríos son considerados divinos; además, sus ritos de celebración son parecidos. Cuenta el sofista que Apolonio remonta el Nilo buscando a los gimnosofistas, sabios que moran en unas colinas situadas en donde rinden un culto especial al propio río. Son gentes que no precisan de vestimenta ni viviendas, pues viven al aire libre y se congregan en un bosque en la orilla del río. A la llegada de Apolonio estalla una suerte de desencuentro, lo que reflejaría una arcaica rivalidad entre la sabiduría egipcia y la india.

Apolonio manifiesta una tesis en la cual los egipcios etíopes, por mediación de la ruta del mar Rojo, establecerían contacto con los indios, adquiriendo de ellos su filosofía, aunque nunca lograsen llegar a su nivel de conocimientos. Esta herencia india se ajusta bien a la vida pitagórica. Lo indio y lo pitagórico pertenecen a una sabiduría secreta que se aparta de las filosofías conocidas. Es silente, expresándose con acertijos.

La vida mendicante y ascética de los pitagóricos se fundamentaba en una triple creencias, la armonía estelar, la reencarnación o metempsícosis y el poder de los números como fundamento de lo que es real. La superioridad de los indios sobre los egipcios reside para Apolonio en que los primeros, como ciertos pitagóricos, logran reconocer sus propias reencarnaciones. Incluso él mismo dice recordar su vida pasada, como la de timonel en una nave egipcia; un recuerdo semejante al de Pitágoras, que aseveraba que había sido el héroe Euforbo en la época de la guerra de Troya.

En Babilonia, por su parte, Apolonio renuncia a participar en el sacrificio de un caballo que el soberano ofrece al Sol. Eso sí, pasa un buen período de tiempo aprendiendo los secretos de los brahmanes. Entiende que India tiene un aura mítica, que asocia con el célebre país de los lotófagos de la Odisea, donde los forastero que degustaran sus frutos olvidaba para siempre el retorno a su patria. No es baladí recordar que desde época alejandrina la región estaba helenizada. El valle del Indo, y en especial Taxila, era la sede del denominado arte greco budista de Gandhāra (estilísticamente griego pero con temática búdica), además de un relevante centro de enseñanza hinduista y budista. De hecho, el propio Heródoto señala que el griego es allí la segunda lengua. No hace falta destacar que ciertos hallazgos arqueológicos han confirmado, en parte, estas descripciones de Apolonio.

Su interlocutor fue el rey de nombre Yarcas, un verdadero sabio. Los brahmanes viven obsesionados con el concepto de pureza (vestimenta, costumbres, dieta), consagrándose al estudio desde su juventud. Se les exige una memoria impecable y que no sean lujuriosos, glotones o charlatanes. Los grandes sabios habitaban una región delimitada por los ríos Ganges e Hífasis (hoy Beas). El Hífasis acabaría siendo la frontera oriental del Imperio de Alejandro Magno.

Los sabios indios poseen una naturaleza noble y filosófica, en virtud de que lo que emprenden lo hacen honrando al Sol, hecho que supondría que no se expresarían sin una inspiración divina. Hasta, se dice, sus mentes pueden penetrar en otras. Entre todo el conjunto de deidades sobresale la memoria. Por ello, Apolonio les pregunta si, como supuestamente pasaba con los griegos, se conocen a sí mismos. La respuesta es afirmativa, pues dicen conocer todo porque primero se conocen a sí mismos.

En relación con el alma, señala que los indios saben quiénes fueron en vidas pasadas y que, además, transmitieron la doctrina de la reencarnación a los etíopes, “indios” que desde épocas arcaicas habrían habitado en el subcontinente. A su vez (aunque parezca sorprendente), la habrían introducido en Egipto. En cuanto al origen y la conformación del mundo, argumentan la presencia de cinco elementos; los cuatro conocidos en el ámbito más el éter, que vendría a ser aquello que inhalan los dioses.

El conocimiento verdadero es el que asegura que todo está vivo, sea un animal, una planta o hasta un mineral. Los brahmanes lo instruyen en el arte de la adivinación utilizando las estrellas. Apolonio terminará por redactar cuatro libros, convirtiéndose en el primer yogui griego, a la par que en el primer viajero conocido que es imbuido de la sabiduría de los brahmanes.

Parménides de Elea, por su parte, fue una figura no menos legendaria que Orfeo. Fue el autor de una serie de versos escritos gracias al dictado de la Diosa blanca. Nos referimos al poema filosófico llamado Sobre la Naturaleza. Su Poema, para muchos expertos, la primera obra del pensamiento occidental, resulta al tiempo una alegoría iniciática cargada de poderosos símbolos así como un relato de aventuras.

El jonio Parménides vivía en el sur de Italia. Empleaba para expresarse la lengua panhelénica de Homero. Ya se había escrito con anterioridad poesía épica después de Homero, ya que Hesíodo lo había hecho en su genealógica y didáctica exposición acerca de la naturaleza de las divinidades que aparece en su famosa Teogonía. De hecho, en la sección segunda del poema de Parménides aparece el Eros cosmogónico hesiódico, al margen de unas cuantas deidades conceptuales del tipo Guerra, Lucha o Deseo, cuyo origen tiene que hallarse en la Teogonía. La obra de Parménides, no obstante, es singular y novedosa. En un proemio de excelsa elocuencia relata el ascenso del filósofo a los cielos. Se trata de un alucinante viaje imaginario comparable a los del antiguo Egipto.

La deidad y el filósofo de Elea conversan acerca de la verdad eterna, real y profunda, que es de origen divino, diferente a las apariencias del mundo físico. Parménides es trasladado en su viaje, gracias a un carromato con dos yeguas, hasta la misma deidad. El vehículo es impulsado por las hijas de Helios, alejándolo de la morada de la Noche y haciendo que se oriente hacia la luminosidad.

Llega a un umbral pétreo desde donde se inician dos senderos, el del Día y el de la Noche. La puerta está cerrada y las llaves que la abren son custodiadas por Diké. Se abre finalmente la puerta y la diosa le recibe, dándole una amable la bienvenida. Le dice que han sido Temis y la propia Diké quienes le han guiado por un camino que no es el humano, un sendero tan poco confiable como puedan ser las opiniones de los hombres.

Este especial pasaje de la obra, conservado gracias a Sexto Empírico, muestra una destacada imaginería simbólica, que incluye el carruaje, los animales y las puertas del mundo superior. No es una ruta para los mortales, por eso únicamente las hijas de Helios pueden mostrar el camino. La visión del Reino de la luz que aquí se establece es una experiencia religiosa, que implica que cuando la visión humana se dirige hacia la verdad oculta la vida se transfigura. El prototipo de tal experiencia puede encontrarse en las prácticas mistéricas y en las ceremonias de iniciación. Así pues, se trata de la experiencia íntima de lo divino por parte de un humano quien, revelado lo visto, fundar una comunidad. Es por tal motivo que al comienzo la escuela de Parménides fue una suerte de espacio de convivencia secular y religiosa, de características míticas y proféticas.

Parménides transmuta el lenguaje de los misterios para crear un espíritu que se denominará filosofía. En tal sentido, la filosofía no emerge de conceptos abstractos, sino de una simbología mítico-religiosa presente desde antiguo en Eleusis o en Delfos. Quizá esto explica el por qué se considera a Parménides un nuevo Odiseo, viajero que recorre caminos con la intención de aumentar sus conocimientos. Naturalmente, es un periplo que no corresponde al mundo físico; es una vía de salvación, como aquellas de las religiones mistéricas.

En virtud de que la realidad posee una naturaleza espiritual y el pensamiento mejora el mundo, el ser humano debe escoger entre dos vías: entre la errada (la del no-ser) y la recta, la del ser, aunque existe una tercer camino que es el que recorren los ignorantes, creyendo que el ser y el no-ser poseen una real existencia. Son los denominados hombres de dos cabezas, en realidad, invidentes y sordos.

El ser contiene propiedades constitutivas, ya que nunca fue generado y jamás desaparecerá. Se encuentra más allá de la multiplicidad. Muy probablemente influido por corrientes de pensamiento orientales, Parménides hace surgir el mundo de la apariencia de la oposición entre oscuridad caótica y la luz prístina y primigenia. La mezcla (a través de Eros, como en Hesíodo), y el equilibrio entre ambas es lo subyacente al mundano orden aparente. Encima de todo ello está la diosa, cuya sede resulta ser un trono ubicado en el centro de dos anillos que rodean el mundo, que son el de la noche y el del fuego. Se viene a decir, por consiguiente, que si se quiere conocer lo divino hay que hacerse divino, efecto que se logra por medio de la imaginación.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-UFM, febrero, 2023.

 

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