12 de abril de 2017

Características esenciales de las religiones mistéricas en la antigua Roma


En la imagen, la diosa Isis. Museos Capitolinos, Roma.

La religión digamos oficial nunca pudo satisfacer por entero los anhelos espirituales más íntimos del individuo, por lo que desde épocas bastante arcaicas, el ser humano se afanó en buscar otras manifestaciones religiosas, doctrinas y divinidades. En torno a las desdichas humanas y, especialmente en épocas difíciles, duras o convulsas, se buscó la presencia de dioses capaces, de interesarse por los asuntos humanos pero también de ser accesibles a los individuos en virtud de los méritos o esfuerzos personales. Eran divinidades que prometían y podían proporcionar una felicidad que compensara los sufrimientos mundanos.
Los cultos mistéricos son manifestaciones religiosas cuyas raíces se encuentran en  creencias espirituales muy antiguas que se asocian con el nacimiento, muerte y resurrección de la naturaleza. Las religiones mistéricas con ellos vinculados tuvieron su mayor difusión a partir del siglo IV a.e.c., en particular al final de la Guerra del Peloponeso. Alcanzaron su apogeo en época helenística, un tiempo de amplia difusión de creencias e ideologías, pero al tiempo, época difícil y confusa. Más tarde continuarían su andadura en época romana.
En tiempos de Alejandro Magno y de sus sucesores hubo contactos con otras culturas mediterráneas, un factor que provocó el conocimiento de distintas religiones, facilitándose con ello que deidades y doctrinas pudiesen identificarse entre sí. Un espíritu humano más libre, con capacidades e interés en conocer distintos cultos y dioses, pudo elegir entre ellos, tomarlos como personales y otorgarles un carácter salvífico. La complejidad y riqueza de la cultura helenística fue un legado heredado por Roma. Ciertos dioses antiguos (Asclepios, Ártemis o Deméter), así como algunos procedentes de Oriente, caso de Mitra, Cibeles, Isis, Osiris o Atis dieron lugar a ciertas asimilaciones y sincretismos.
En términos genéricos el procedimiento en los cultos mistéricos presentaba varios aspectos análogos. El mysthes (iniciado) era el que realizaba el acto del mystherion: de lo que no se ve, de lo oculto. Las ceremonias eran orgiásticas, en cuanto que los participantes realizaban un acto de agitación, de excitación. Las mismas eran dirigidas por el telestes o sacerdote. Había una serie de caracteres comunes que deben ser destacados. Uno de ellos era el secretismo. Aquellos que poseían los secretos del culto eran sabios sacerdotes o iniciados; otro es el carácter iniciático, lo cual implica un cambio motivado por la relación  con la divinidad. El iniciado adquiría una nueva condición espiritual por mediación de una experiencia personal y directa con lo sacro. Otro elemento esencial es el aspecto soteriológico, pues en términos generales se prometía una “salvación”; esto es, una nueva vida, además de definitiva, con posterioridad a la muerte física. La vida terrenal era solamente el tránsito hacia la espiritual, eterna, en donde la felicidad se alcanzaba al ver o compartir con la divinidad. Las dificultades terrenales que sufría el individuo era una condición de éxito. De ahí que los cultos tuvieran una especial aceptación por parte de las clases más bajas, más pobres y con menos que perder.
La iniciación mistérica era una decisión individual, voluntaria, libre. Era, en este sentido, muy diferente a la práctica de los cultos ciudadanos, caracterizados por su colectividad y obligatoriedad. Además, se acercaba a la inclusión total, al margen de la ciudadanía, pues se admitían mujeres, esclavos o extranjeros. Otro de los elementos clave era su irracionalidad. En tanto que el ideal griego, específicamente clásico, era la racionalidad, la perfección y la acción correcta, las religiones mistéricas propugnaban el éxtasis, la locura, el desenfreno, única manera de alcanzar la identificación y / o la unión con la divinidad. Finalmente, había en las religiones mistéricas un carácter agrario, propio de los dioses de estos cultos. Se preconiza morir para resucitar (Dionisos, Deméter, Osiris), en un nuevo y mejorado estatus.
En la antigüedad griega existían mitos que habían dado origen a ciertas doctrinas de salvación, sólo accesibles a los iniciados, caso del culto de Deméter y el de Diónisos. Sus rituales, las Tesmoforias y  las Antesterías, representaban el ciclo de la vida agraria, desde la muerte de la simiente hasta la renovación vegetal. Estas religiones acabaron asimilándose a la vida ciudadana. De hecho, en Atenas, tanto los misterios de Eleusis como los de Diónisos se integraron en el ámbito de las festividades públicas.
Alrededor del año 200 a.e.c. estos cultos mistéricos llegaron a Roma. Según Livio, los cultos dionisíacos fueron escasamente aceptados en un principio, porque eran exclusivos para las mujeres. Sin embargo, su popularidad creció, en especial desde el momento en que se incluyeron varones gracias a las innovaciones que introdujo una sacerdotisa de Campania, llamada Paculla Annia. Los cambios  consistían en celebrar el ritual del culto por la noche, de forma que acabarían convirtiéndose en cultos secretos y de masas.
Dionisos se presenta como  un dios liberador de las penas y las tristezas de esta vida mundana. Sus cultos y festividades representan la liberación de los sentimientos, la alegría sin control frente a las duras exigencias del orden establecido. A través del éxtasis y la unión con lo sacro se pretende alcanzar el consuelo necesario para sobrellevar los sufrimientos de esta vida. De ahí el gran éxito que obtuvo durante años.
Un rol destacado desempeñaron las deidades egipcias, en particular Osiris e Isis. Isis se convirtió, en época helenística y romana  en una gran diosa, identificándose con otras deidades como Juno, Deméter, la fenicia Astarté y Venus. Hermanas de Osiris eran Isis y Neftis (esposa de su hermano Set), el cual, envidioso de Osiris, le mató. Descuartizó el cuerpo y lo arrojó al Nilo en el interior de un cofre. Isis, su esposa, le buscó por todas partes[1]. Gracias a sus artes mágicas, consiguió devolverlo a la vida. Es por tal motivo que Osiris es el dios de los muertos, aunque también de la esperanza de vida (por eso se le representa con rostro de color verde). Finalmente, el hijo de ambos, Horus, derrotó a Set.
En época helenística y romana, el mito osiriano se identificó con otras divinidades, egipcias y griegas. Incluso se añadieron nuevas divinidades como Serapis y Harpócrates. En los cultos isiacos había procesiones musicales y desfiles de fieles y sacerdotes con la cabeza rapada, portando máscaras y sistros. Iban vestidos con faldellines egipcios. Isis en Roma llegó a convertirse en la deidad de la fertilidad y la fortuna. Sin embargo, sufrió algunas vicisitudes que es necesario destacar. En especial, hay que decir que fue combatida por la familia de Augusto en función de que se la identificaba popularmente con Cleopatra, conocida amante de Cesar y Marco Antonio. No obstante, posteriormente fue protegida por los emperadores de la dinastía de los antoninos. El culto acabaría desapareciendo en Roma tras la instauración del cristianismo.
Mitra era un dios auxiliar de Ahura Mazda, divinidad de la luz en permanente combate con las tinieblas que representa Ariman. Nacido de una roca, próxima a una fuente que simbolizaba la bóveda celeste (petra genetrix), lo hizo provisto de flechas y arco. En consecuencia, suele representársele como un rey persa con sus armas en una zona boscosa. En época romana hubo una asociación, una mezcla entre el dios y el sol, de tal modo que acabó convertido en una divinidad de la luz y la vida y, por tanto, de la justicia.
Su culto se relacionaba con el sacrificio del toro. El dios cargaba al animal sobre sus hombros y lo trasladaba a una caverna, en donde se le sacrificaba (Mitra Tauróctonos). A partir de la sangre del toro brotaban las nuevas espigas de trigo, algo que simboliza el surgimiento de la vida. El sol y Mitra bebían la sangre y comían la carne del toro sacrificado en un banquete sacro[2]. Al final de su vida terrenal, Mitra ascendía al cielo al lado del sol. En los mitreos se veneraba a los cuatro elementos que constituyen la naturaleza, el aire, el agua, la tierra y el fuego, a través de cuatro símbolos, el pájaro, la serpiente, el barco y el león. Según el mitraísmo, el alma caduca y requiere una redención.
Durante el desarrollo del Imperio romano, el culto a Mitra se oficializó como una religión mistérica. Se organizaba en sociedades secretas, únicamente masculinas, esotérico-iniciáticas. El culto fue muy popular entre los militares romanos, puesto que obligaba a los iniciados hacia la honestidad la pureza y el coraje.
La necesidad de unas pautas de conducta y de una ética específica estaba presente en doctrinas religiosas de relevante contenido mítico y filosófico, como el Orfismo y el Pitagorismo. En el orfismo, era Orfeo (músico y poeta de origen tracio, hijo de la musa Calíope y protegido del dios Apolo), quien se encargaba de la enseñanza que propugnaba esta corriente religiosa. En torno a los mitos de Orfeo, de poderosa carga simbólica, en especial el que narra su descenso al Hades en busca de Eurídice, se confeccionó una teología. Todas las personas surgían de las cenizas de los Titanes. El ser humano está formado por el cuerpo mortal y un alma inmortal, que proviene de la propia divinidad. En consecuencia, tras la muerte, la aspiración primordial era regresar a los orígenes divinos.
El pitagorismo, por su parte, fue una doctrina filosófico-religiosa cuya finalidad era la unión con la divinidad a través de un régimen vital y alimenticio que diríamos vegetariano. Se enseñaba a los iniciados una serie de principios matemáticos con los que interpretar matemáticamente la realidad. Se usaba, entonces, una explicación mística y simbólica de los números. La finalidad última era alcanzar la perfección armónica y proseguir hacia la astral isla de los bienaventurados.
En definitiva, una serie de elementos comunes caracterizan a estas religiones y a sus cultos. Procesiones, un renacer, la búsqueda de la luz, la íntima vinculación con la divinidad o el banquete sagrado son los más relevantes. Incluso existió un singular sincretismo entre las divinidades. Todas estas religiones buscaron un consuelo ante las circunstancias de este mundo, así como la posibilidad de conseguir la felicidad suprema a través de méritos personales, todo ello, no obstante, siguiendo a rajatabla un conjunto de normas éticas y morales.

Bibliografía básica

ALVAR, J., Los misterios. Religiones orientales en el Imperio romano, Barcelona, 2001.
CAMERON, A., The last pagans of Rome, Oxford University Press, 2011.
CAMPOS MÉNDEZ, I., Fuentes para el estudio del mitraismo, Córdoba, 2010.
CHINI, P., La religione. Vita e costumi dei romani antichi, 9. Roma, 1990.
SCHEID, J., La religión en Roma. Ed. Clásicas. Madrid, 1991.
TURCAN, R., Los cultos orientales en el Imperio romano, Madrid, 2001.
WARRIOR, V. M., Roman religion, The Focus classical Sources, Cambridge, 2002.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Abril del 2017



[1] Se trata de la búsqueda de la vida perdida, al igual que ocurre en el caso de Deméter con Perséfone, Orfeo con Eurídice o Diónisos con su madre Sémele.
[2] La sangre y la carne del animal eran portadores de la sustancia de la eternidad y de la redención. En consecuencia, los adeptos asistían al banquete rememorando el de Mitra y el sol, que con posterioridad ascendieron a los cielos. De tal manera, los iniciados tomaban su carne y su sangre o bien sus sustitutivos, pan y vino. A quienes participaban en el banquete se les prometía la inmortalidad. Es por este motivo por el que Tertuliano les acusará de realizar una patética imitación de la Eucaristía cristiana.

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