25 de marzo de 2016

La gran dama celta de Vix y la tumba de Lavau



Ilustraciones. La primera es la imagen de una Gorgona en una de las asas de una crátera de bronce que apareció en la tumba de la dama de Vix; la segunda corresponde a una jarra para vino ática, que apareció en el interior de un enorme caldero de bronce. Tumba del príncipe celta de Lavau.

A principios de los años cincuenta del, pasadlo siglo XX, un arqueólogo aficionado y agricultor, de nombre Maurice Moisson, encontró en el yacimiento de Mont Lassois, muy cerca de la localidad francesa de Vix, lo que serían los indicios de una tumba celta del siglo V (datada en torno a 480 a.e.c.), correspondiente a la primera Edad del Hierro (Hallstatt). El sepulcro contenía el cadáver de una mujer de elevado rango social, probablemente una sacerdotisa o una princesa, acompañado de un muy lujoso ajuar.
La dama había sido adornada con joyas, especialmente un collar de perlas de piedra y ámbar, fíbulas hechas de hierro, un torque de oro y una tobillera de bronce. Alrededor del cuerpo apareció dispuesta una suntuosa vajilla de características mediterráneas: un enocoe broncíneo para escanciar vino, una pátera de plata, una enorme crátera de bronce procedente del sur de la península itálica y varios vasos de cerámica ática[1]. Además, se halló en la tumba una estatuilla femenina y los elementos metálicos de un carro[2].
El yacimiento de Mont Lassois se encontraba enclavado en una ruta comercial principal, por la que durante el siglo VI a.e.c. se transportaba el estaño de las islas británicas hasta la cuenca del Mediterráneo. Dicha ruta, que cubría la demanda de oro, hierro y esclavos, utilizaba los grandes ríos, como el Saona, Ródano, Rin, Mosela y el Danubio. Es muy probable que el asentamiento formara parte de un principado, muy beneficiado por su posición como intermediario en la ruta mercantil. Tal posicionamiento se habría mantenido hasta que las nuevas aristocracias guerreras posteriores, de la cultura de la Téne (segunda Edad del Hierro), lo hiciera declinar[3].
En 2014, el equipo del Instituto Nacional de Exploración Arqueológica de Francia descubrió en la localidad de Lavau, al sureste de la capital, París, un espléndido complejo funerario en el cual destaca la tumba de un príncipe celta que data del siglo V a.e.c.
El recinto funerario contiene los restos de un hombre que estaba depositado en el interior de un carruaje. A su lado, aparecieron un gran machete, un caldero de bronce, diversos barreños y piezas de cerámica fina, concretamente del Ática. El caldero de bronce, de notables dimensiones, está decorado con cabezas de lobos y con la del dios-río griego Aqueloo, que presenta cuernos, un mostacho triple y unas orejas de toro[4]. Otros objetos en la tumba se relacionan con el banquete ritual griego. Es el caso de una espectacular cuchara de plata y oro que se usaba para filtrar vino, que solía consumirse con agua. Esta pieza es un indicador de que la aristocracia celta adoptó esta práctica griega y una evidencia de la intensa relación existente entre las poblaciones celtas y el ámbito del Mediterráneo.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB, Caracas. FEIAP-UGR, España.



[1] La pátera de plata tenía un umbilicus de oro, en tanto que la copa ática de figuras negras estaba decorada con escenas de combate entre hoplitas.
[2] La presencia de restos de un carro parece indicar que se trataría de una tumba de carro hallstática que se puede comparar a las cámaras funerarias propias de los príncipes celtas, datables en la misma época.
[3] Al respecto puede detallarse el fastuoso ajuar funerario en www.musee-vix.fr
[4] La pieza parece ser, por su tipología, griega o, incluso, etrusca. Pudo destinarse a la preparación de la bebida, quizá vino. De hecho, en su interior apareció un enocoe, jarra de vino ática decorada con una escena dionisíaca.

18 de marzo de 2016

La historia antigua de Tailandia: la Edad del Bronce y los reinos Mon


Imágenes: panorámica con distintos restos del yacimiento de Ban Chiang, provincia de Udon Thani, Tailandia; vasija escultórica en terracota en forma de búfalo de agua de Lopburi. Hacia 2300 a.e.c. Ost Asiatische Kunst Museum, Berlín.

Los asentamientos humanos más antiguos conocidos en Tailandia se datan en torno a 40000 a.e.c., concretamente en el norte del país, en Lang Rong Rien, en tanto que los indicios de la domesticación de plantas se constatan hacia 10000 a.e.c., en lugares como las Cuevas Espíritu, en las que se han hallado evidencias del consumo de nueces, pimienta y calabazas.
La más arcaica cultura del bronce conocida se ubica en la meseta del Korat, en el noreste de Tailandia. Aquí se testifica la producción de collares, brazaletes, cinturones, puntas de lanza y campanas de bronce que datan de alrededor del 3600 a.e.c. Se trata de la cultura Ban Chiang. Las excavaciones han sacado a la luz cerámica pintada y marcada con sogas, brazaletes, huesos de animales y restos humanos. Eran comunidades no urbanas sin estructura política jerárquica. Esta cultura floreció cerca de los cursos de agua, gracias a los cuales el cultivo del arroz se convertiría en la principal fuente de alimentación. También existen indicios de actividad cinegética realizada con hachas, fleches y lanzas. La domesticación de animales como el búfalo de agua permitió a los Ban Chiang el uso de ese animal para la agricultura.
Por otra parte, los hallazgos de rollos cerámicos en los yacimientos arqueológicos podría señalar la presencia de textiles con diseños decorativos. Los arqueólogos también encontraron vasijas cerámicas con diseños estilizados. Los enterramientos se hicieron con los bienes personales del difunto, probablemente con la esperanza de que los pudiese emplear en la otra vida. La deforestación y la erosión de los suelos pudieron forzar que las gentes hacia otras regiones, lo que causaría el fin de esta cultura.
La cultura Non Muang Kao (o el Montículo de la Ciudad Antigua), se evidencia en un gran yacimiento en el valle del río Mun, en el noreste de Tailandia, también sobre la meseta de Korat. El lugar fue ocupado en la Edad del Bronce y siguió siéndolo durante la Edad el Hierro. El material cerámico hallado en la región se data hacia 600 a.e.c. Otros sitios relevantes en el valle del río Mun fueron Ban Lum Khao, Noen-U-Loke y Mon Muang Kao. En ellos se observa la presencia de pisos revestidos, postes de madera y tumbas. Objetos de vidrio, así como anillos de hierro y bronce, además de vasijas de una cerámica denominada Phimai negra, han sido hallados en los enterramientos. La cerámica funeraria contenía trazas de arroz. Al tiempo, también se constatan restos de animales, como vacas, perros, cerdos y ciervos.
Los sitios de enterramiento de Ban Lum Khao contenían huesos de cerdos y peces, además de vasijas, caparazones de crustáceos y brazaletes. Estas ocupaciones en el valle del río Mun presentan notables restos de tortugas, peces, ranas, pájaros, perros domesticados usados como mascotas, búfalos de agua y fibras de bambú quemadas. Las piezas cerámicas principales eran aquellas marcadas con cuerdas y las cerámicas negras decoradas. Aquí se han encontrado brazaletes hechos de concha marina y de mármol. El sitio de Ban Lum Khao tiene sus paralelos en los cementerios de Ban Prasat, Non Nok Tha y Noen U-Loke, que apuntan a una cultura similar en la segunda mitad del primer milenio a.e.c.
En la provincia de Khon Khaen, asimismo al noreste del país, se destaca el yacimiento arqueológico de Non Nok Tha, notable porque evidencia el cultivo de arroz en una cultura de la Edad del Bronce. Las excavaciones allí realizadas testifican que el cultivo de arroz (Orzya sativa) en esta zona se evidencia ya desde 5000 a.e.c. Impresiones de granos de arroz se han hallado en la cerámica. Se ha evidenciado también la presencia de un asentamiento de artífices del metal. De aquí emergieron culturas del bronce independientes alrededor del 2000 a.e.c.
Las simples pequeñas poblaciones gradualmente, con el tiempo, dieron lugar a reinos regionales. En el norte y centro de Tailandia se consolidarían los centros mayores de historia y civilización gracias a la presencia de diferentes grupos étnicos como los Jemer o los Mons, que formaron reinos de influencia hindú y budista. Permanecieron activos hasta el primer tercio del siglo XIII, momento de la emergencia de Sukhothai, el primer reino Thai.
Dwarvati fue el primer reino Mon conocido. Su capital estuvo localizada en Nakhon Pathom. Este reino consistió en una serie de ciudades-estado en la llanura del río Chao Praya, dentro de un área que comprendía, además de la capital, Lopburi, Prachinburi y Ratchaburi. Ello significa que los reinos Mon llegaron a ser gradualmente urbanizados. La cultura de Dvaravati  floreció entre mediado el siglo V y el XI. Después de comienzo del declive del reino, el mismo fue absorbido por los Jemeres, El pueblo Mon vivió en el bajo Myanmar (Burma) y en el norte de Tailandia a lo largo del valle del río Chao Praya. Algunos historiadores creen que los Mon son los descendientes de poblaciones mixtas indias de las regiones de Andhra Pradesh y de Orissa.
El advenimiento del budismo se produjo en época de Asoka (siglo III a.e.c.). Tras el tercer Concilio Budista en Pataliputra bajo el patrocinio del rey Maurya y con Mogaliputta Tissa como presidente, se organizaron nueve grupos de misioneros budistas para propagar la doctrina. Dos de esos misioneros, Sona y Uttara, llegaron a Suvarnabhumi  para predicar el budismo. Suvarnabhumi ha sido identificada como la región que comprende el sur de Myanmar, el oriente de Camboya y el centro de Tailandia. En tal sentido, dos antiguas ciudades del centro de Tailandia se han denominado Suphanburi, “Ciudad del Oro”, y U Thong, “Cuna del Oro”. El Samantapasadika de Buddhaghosa se refiere a la exitosa prédica de ambos misioneros, a quienes acredita la autoría del Brahmajala Sutta. Además, Uttara y Sona construyeron una gran estupa conocida como Pathom Chedi (Prathama Chaitya en sánscrito) para conmemorar su misión.
La mayoría de las gentes de Dvaravati fueron, en consecuencia, budistas. Otros sitios budistas en Dvaravati fueron Phra Pathom y Phong Tuk. Además de una arquitectura budista, los Mon construyeron fosos y terraplenes.
Además de Dvaravati, los Mon establecieron otros reinos en el norte y centro del país. Es el caso del reino Lop Buri, también conocido como Lavo, en el norte de Tailandia. Su nombre deriva de un hijo de Rama, el héroe del Ramayana, conocido como Lava. Este reino, célebre por su arte y religiosidad, acabó siendo incorporado el imperio Jemer por el rey Suryavarman I en el siglo XI. La princesa Mon Chamadevi estableció, así mismo, otro reino en una región del norte de Tailandia (Lamphun), entre el siglo VII y mediado el VIII, conocido como el Reino de Hariphunchai. En él se residenciaron monjes budistas. Las crónicas conocidas como el Chamadevivamsa y el Jinakalamali mencionan que este reino fue atacado por los Jemeres y acabó siendo parte del Reino Lanna a fines del siglo XIII. Según relata la Historia del Reino de Hariphunchai (Tamnan Hariphunchai), el último gobernante de este reino fue Yip.
El sur de Tailandia, y en el norte de Malasia, fueron lugares clave en los sistemas mercantiles regionales asiáticos. La zona fue un punto de encuentro de gentes de India, China y Sri Lanka con los vecinos locales. Su historia y su cultura, por consiguiente, se formaron a partir de la mezcla de influencias externas con aquellas indígenas.
Entre el 4000 y el 1000 a.e.c. se constata el estadio neolítico, mientras que la Edad del Bronce comienza hacia 500 a.e.c. El comercio indio estuvo en constante aumento debido a la demanda de bienes de la región, hasta el punto que las poblaciones de la zona fueron económica, cultural y políticamente receptivas de las influencias indias.
Según las fuentes chinas emergieron en el sur de Tailandia en los inicios del siglo I, una serie de ciudades-estado como Tun-hsun, P’an-p’an, Ch’ih-t’u, Tan-tan, Tambralinga y Langkasuka en la península tailandesa-malaya, que sufrieron la influencia cultural india.  La confederación de Tun-hsun tuvo, desde el siglo I, contactos comerciales con Tonking, India e, incluso, Partia. El reino de Ch’ia-t’u estuvo situado en el área del noreste de Malasia. El texto chino Chi du guo ji atestigua la presencia en él de budistas y brahmanes. P’an-p’an, por su parte, se convirtió en una relevante ruta comercial entre India y China. El gobernante del estado de Tan-tan, situado en la región de Trengganu, envió a China presentes como una reliquia del Buda, relicarios en forma de estupas pintadas y hojas del árbol bo.  
En el siglo I el estado de Langkasuka, cerca de Patani, tenía acceso al Golfo de Tailandia. Su mandatario, de nombre Bhagadatta, llegó a establecer una relación diplomática con China a comienzos del siglo VI. De hecho, los monjes-viajeros chinos budistas Yi Jing (635–713) y Xuanzang (602–664), registraron sus observaciones en relación a este estado. Sin duda, controló las rutas comerciales hacia oriente. Tamralinga, por su parte, localizado entre Chaiya y Pattani, existía configurado en el siglo II, como se evidencia en el canon budista llamado Nidesa. La península tailandesa-malaya, con sus ciudades-estado, asumió con garantías, en definitiva, la red comercial que incluía a India, Roma y China.
Embarcaciones del imperio romano llegaron al sudeste de Asia desde el Océano Índico durante estas épocas. Tras el colapso del comercio romano, los mercaderes fueron al sur de Tailandia a través de Kedah, y desde allí a Campa. La actividad comercial en la región se inició en torno al siglo II. El comercio de objetos suntuosos y el descubrimiento de tabillas votivas budistas, así como de iconos hindúes, apuntan hacia una clara y poderosa influencia india en la zona. No obstante, las ciudades-estado acabarían perdiendo su independencia como resultado de la expansión del poder de Srivijaya, que engulló las ciudades-estado hacia la mitad del siglo VIII.
Con su cuartel general en Palembang, en el sur de Sumatra, el centro regional de Srivijaya tuvo su centro en el sur de Tailandia en Chaiya, cerca de la actual Surat Thani. En este reino prevaleció el budismo mahayánico. Además de las influencias javanesas, los estilos indios de Pala, Amaravati y Gupta impactaron la arquitectura que se encuentra en la línea costera oriental que va desde Surat Thani, al sur de Songkhla. Los gobernantes Srivijayan construirán monumentos en áreas tan alejadas como Cantón (Guangzhou) en China y Negapattan en la costa oriental del sur de India.  

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEAIP-UGR.

13 de marzo de 2016

Acercamiento a la literatura budista no canónica en pali

Existe una extensa literatura exegética, también elaborada en lengua pali, al margen de la considerada literatura canónica. Consta, en esencia, de una serie de comentarios a las características fundamentales de la doctrina budista. Las obras fueron casi exclusivamente elaboradas por monjes de la isla de Sri Lanka, salvo el notable Milindapañha (que lo fue en la India del noroeste). En esta obra, Las Preguntas de Milinda, el protagonista principal, Milinda, es el mismo Menandro griego[1] que gobernó aproximadamente desde 125 hasta 95 a.e.c. en una zona separada del reino greco-bactriano, en la región correspondiente al Indo, Gujarat y un sector del valle del Ganges. Plutarco señala que este soberano, afecto al budismo, gozó de gran prestigio en vida y también tras su deceso. La obra original, quizá de la primera mitad del siglo I, pudo haber sido compuesta en sánscrito o en prakrito, y luego haber sido traducida al pali en la propia Sri Lanka.
La obra, elaborada en siete libros en prosa, se desarrolla en Sagala[2], la residencia de Milinda. El rey tiene el deseo de realizar una competición dialéctica. Se le recomienda como válido interlocutor al monje erudito Ayupala, pero este no puede, sin embargo, responder las preguntas y dudas del rey. Se busca, entonces, un nuevo rival dialéctico, en esta ocasión el monje budista Nagasena, que sí conduce la conversación que forma el contenido de la obra. El monje emplea innumerables e impactantes parábolas que no dejan de influir, finalmente, sobre el monarca.
El resto de la literatura pali no canónica consta de comentarios redactados por monjes de Ceilán, que surgieron en una época en la que el budismo sufría ya profundas transformaciones internas en el subcontinente indio. Su finalidad es la explicación minuciosa de los datos contenidos en el Tipitaka, pero también el embellecimiento de textos antiguos, de manera que se puede reconocer un cierto alejamiento de la elevada espiritualidad del budismo más arcaico.
En relación a las cada vez más numerosas divinizaciones de Buda, los monjes dedicaron ahora una gran atención a la creación de una completa biografía del Iluminado. Así se creó la Nidanakatha. Se trata de una relación, en tres partes, sobre las circunstancias que condujeron al origen de la doctrina budista. Su origen podría haberse producido en la primera mitad del siglo V.
Buddhaghosa sería, por su parte, el autor del Visuddhimagga, un compendio exhaustivo y sistemático de la doctrina budista, aunque muy influenciado de visnuismo. En esta obra, el autor quiere acercar al lector, usando varias leyendas, algunas categorías budistas cruciales, específicamente la moral (sila), el conocimiento (pañña-prajna) y la contemplación (samadhi).
Un Comentario al Dhammapada, de en torno a mediado el siglo V, contiene un verdadero tesoro narrativo popular, en tanto que se cuentan historias tanto sobre el rey de Benarés como acerca de Harún al-Rashid. La mayoría de las historias se refieren con extrema seriedad y pulcritud al efecto de la ley del karma y sus consecuencias.
En Sri Lanka se elaboraron después gran cantidad de comentarios y subcomentarios y hubo también intentos tempranos de esbozar una especie de historia del desarrollo del budismo. Los comentarios ceilaneses (atthakathas) contienen muchas veces excursos históricos sistemáticos, en especial sobre la historia de Sri Lanka, la llegada del misionero budista Mahinda a la isla y los diversos concilios búdicos. La primera exposición sobre  la historia de Sri Lanka en forma épica es el Dipavamsa, (Crónica de la Isla), que es, en realidad, una obra eclesiástica. El autor, anónimo, describe con precisión la conquista y colonización de la isla por el rey Vijaya de Bengala. Resulta especialmente relevante para él, naturalmente, el envío hacia Sri Lanka de Mahinda por parte del presidente del tercer concilio budista, Tissa Moggaliputta, así como la introducción del budismo que llevó a cabo. Los acontecimientos expuestos aquí alcanzan el siglo IV, de modo que su redacción no parece ser posterior a mediados del siglo V.
Un monje, de nombre Mahanama, compuso, a fines del siglo V, la Gran Crónica o Mahavamsa, una verdadera epopeya. Aquí se narran la historia de la introducción del budismo, la biografía de Buda, al que se le atribuyen un total de tres visitas a Sri Lanka, los concilios budistas y la genealogía de los reyes ceilaneses. Esta serie de acontecimientos aquí narrados no sobrepasan, en cualquier caso, el año 350. Por su parte, el Bodhivamsa, compuesta el prosa por Upatissa, es una crónica tardía que se ocupa de la iluminación de Buda y de su posterior entrada en Nirvana, así como de la misión de Mahinda en Sri Lanka.


Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Marzo del 2016

[1] Menandro I Soter  cuyo predecesor fue Apolodoto I. Algunos estudiosos sostienen que su período de gobierno se produjo entre 165-130 a.e.c.
[2] Ciudad del Punjab, quizá la Sialkot actual, en la frontera entre Pakistán e India.

8 de marzo de 2016

Escenarios míticos en la geografía griega de la antigüedad


Miniatura del siglo XV en la que se observan serpientes que atacan a las tropas de Alejandro Magno en India.

El horizonte geográfico griego se vio ampliado desde el siglo VIII a.e.c. y hasta el VI, gracias al proceso colonizador. Fue el momento en el que algunos escenarios míticos, como el caso del destino final de los Argonautas o el lugar de vivienda del temible Gerión, anteriormente ubicados de modo tenue y nebuloso en los confines remotos del orbe, se localizan en regiones determinadas, la costa este del mar Negro, en la actual República de Georgia, y las islas próximas a Gades, la ciudad colonia fenicia en la costa mediterránea española, respectivamente. No obstante, el viaje hacia los confines permaneció siendo considerado como un hecho de naturaleza divina, heroica, tal y como ponen de manifiesto los periplos de Aristeas de Proconeso, que se dirigió hacia el norte del mar Negro inspirado y conducido por el dios Apolo, y de Coleo de Samos, que tomó rumbo, en el siglo VIII a.e.c., hacia Tartessos gracias a la ayuda divina, aunque su destino inicial era Egipto[1].
Los confines fueron adquiriendo cierta entidad geográfica, fenómeno acentuado en la época en la que irrumpe en la historia el imperio persa, sobre todo debido a la expedición de Cambises a Egipto y a las conquistas militares de Darío I, que se extienden hasta India. En cualquier caso, y a pesar de esta presencia activa persa, el aspecto mitológico que rodeaba los lugares no varió considerablemente. De hecho, los confines, los límites, siguieron mostrándose sumamente peligrosos. Incluso en época de Alejandro Magno, Curcio Rufo cuenta cómo un grupo de serpientes voladoras atacaron a las huestes del Magno en territorios indios, o cómo el propio macedonio tuvo que luchar contra bestias de cualquier tipo, entre las que se destacó una suerte de dinosaurio denominado odontotirano.
Lo cierto es que en los confines del mundo (conocido, refinado, culto, ordenado y jerarquizado), moraban gentes, pueblos y seres cuyas condiciones y aspecto eran extraordinarios, como ocurría con los longevos etíopes o con los septentrionales arimaspos, los hombres de un solo ojo, al modo de los cíclopes. No obstante, no se puede obviar que las conquistas alejandrinas constituyeron un momento significativo en la ampliación de los horizontes geográficos desde la perspectiva cultural helena.
Las historias fabulosas, a pesar de la ampliación de la óptica griega, siguieron contándose, perduraron y mantuvieron su popularización. Nearco y Onesícrito, por ejemplo, todavía mencionaban hormigas gigantescas que se habían erigido en guardianas del oro, hablaban de monstruos que habitaban las procelosas aguas del Océano o de grandes sierpes en India, y referían la presencia de salvajes que se nutrían únicamente de pescado[2] y hacían sus casas con las raspas del pescado. Incluso mantenían viva la tradición de la presencia hombres de gran sabiduría, los famosos sabios desnudos (gimnosofistas).
En términos generales, la imagen de territorios extraños, extraordinarios, morada de gentes sabias pero también salvajes e incultas, con costumbres exóticas, perduró a lo largo de la antigüedad y fue heredada en la Edad Media[3]. Dicho de otro modo: ni los avances en los conocimientos geográficos ni siquiera el carácter racionalista, además de escéptico, de ciertos autores antiguos, lograron eliminar esta imaginería fabulosa, mágica y mítica de los confines del mundo.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB, Caracas. FEIAP-UGR.


[1] No se puede pasar por alto que la hornada de dioses olímpicos ya habían expulsado hacia esos confines del orbe, más allá del poderoso río primordial Océano, a los seres primigenios a los que habían derrotado: titanes, gigantes y monstruos de diversa consideración.
[2] Los ictiófagos hacen harina del pescado que luego comen, tanto ellos como su ganado. Por tal motivo, sus animales saben a pescado. A falta de madera, construyen sus viviendas con conchas de ostras y huesos de ballena. Nearco también menciona la isla de Nosala, donde vivía una nereida que convertía a los hombres en peces, que luego arrojaba al mar.
[3] En algunos mosaicos medievales, como los de la catedral italiana de Otranto, datados en el siglo XII, se pueden observar bestias de India, fabulosos híbridos zoomorfos con cabezas humanas.

1 de marzo de 2016

El mundo sobrenatural en la religiosidad china de la antigüedad: Shang y Zhou (II)



Imágenes: arriba, máscara taotie en un caldero ding. Anyang, hacia el siglo XI a.e.c.; abajo, una vasija ding en bronce. Zhou Occidental. 

Se podría decir que la emergencia de poderes sobrenaturales fue, de modo sucesivo, del siguiente modo: primero los ancestros, luego los fantasmas y, finalmente, los dioses. Los reyes Shang derivaron su autoridad de los poderes sobrenaturales por mediación de sus ancestros deificados. Los mandatarios, y la entera clase noble, se comunicaban con sus antepasados fallecidos por medio de la adivinación. Proyectaban la jerarquía social y política del ámbito mundano más allá de la muerte y sobre el mundo de lo divino y, además, se dirigían a sus antepasados muertos como espíritus deificados, imaginando que los fallecidos aumentaban, a su vez, su majestad y poder.
La jerarquía divina, organizada en líneas de parentesco, replicaba la secular. Los poderes taumatúrgicos que los soberanos shang podían ejercer a través de la adivinación y los sacrificios ancestrales les capacitaba para obtener buenas cosechas o victorias en las batallas, lo cual, además, les afianzaba su autoridad carismática.
Los Shang creyeron en una deidad suprema conocida como Di, que nunca impuso su voluntad moral sobre la humanidad. Se trata de un dios impersonal, indiferente a los asuntos mortales e inaccesible a las súplicas de las personas, Los gobernantes buscaron favorecer a Di a través de la intercesión de sus ancestros deificados, quienes eran los que podían comunicarse de modo directo con el dios supremo. Únicamente recibiendo regulares y suntuosas ofrendas sacrificiales los ancestros podían mantener su exaltado lugar dentro del reino de lo divino. En consecuencia, la economía política del estado Shang se fundamentaba en el tributo, en forma de sacrificios (de animales y humanos, de vino, granos y objetos rituales, especialmente vasijas de bronce[1]), que se ofrecían a los dioses-ancestros a cambio de ayuda y para obtener bendiciones directas de Di
La comunicación entre los gobernantes y sus antepasados a través de los procesos de adivinación era crucial para el gobierno, ya que todas las decisiones relevantes se cimentaban en esos oráculos. Los huesos oraculares (textos en hueso) mostraban, así mismo, que los Shang creyeron en numerosas divinidades de la naturaleza, espíritus de los ríos, de las montañas, del fuego, la lluvia o el viento, asociados a determinados lugares. Es probable que tales deidades naturales hayan sido previamente dioses tutelares totémicos de los linajes locales gobernantes. Imponiéndose sobre esos grupos locales los Shang habrían acogido como suyas esas deidades o espíritus. El soberano, a través de una correcta representación de las acciones rituales, podría manipular a esos espíritus y manejarlos a su voluntad.
La religión Shang no se abocó, por tanto, hacia la mitología porque se centró más en enfatizar los roles prescritos del rito y el parentesco de los ancestros, que en celebrar sus aspectos individuales o contar sus historias vitales.
Las deidades Shang nunca llegaron a ser, en función de lo anteriormente comentado, dioses de las masas, ni de la comunidad como una totalidad. Las ciudades amuralladas Shang fueron, además de capitales políticas, centros cultuales, sitios de ubicación de los templos ancestrales, de las tumbas reales y de los linajes nobles. Así, las funciones ceremoniales de los núcleos Shang reforzaban más que mitigaban la estratificación social. La asimilación de dioses locales en el culto ancestral del linaje gobernante daba como resultado la inevitable exclusión de los habitantes plebeyos urbanos (artesanos, esclavos) de la vida religiosa. La religión Shang no separaba, en definitiva, entre lo bueno y lo malo, o entre lo divino y lo demónico.
La religión Zhou concibió una nueva deidad suprema, denominada Cielo, impersonal y todopoderosa. A diferencia del mencionado Di, Tian o Cielo se percibió como una deidad inmanente que intervenía en los asuntos humanos. El Cielo subordinaba al rey y a todos los súbditos de éste a una ley moral universal, imponiendo su voluntad sobre la humanidad seleccionando al gobernante de entre los miembros del reino de los mortales. A través del Mandato del Cielo la autoridad real se sacralizaba, y se subordinaba al soberano a una sanción moral.
La religión Zhou, por tanto, renunció a la creencia Shang en el poder carismático de los dioses ancestrales, suplantando el indeleble vínculo biológico entre el rey Shang y sus antepasados con un parentesco metafísico entre Tian y el monarca terrenal.
Tian se originó, muy probablemente como una deidad tutelar del pueblo Zhou, de su linaje gobernante. Los Zhou hicieron que el rey fuese el único canal de acceso al poder divino. Su mitología prestó escasa importancia a la narración de teogonías y a la creación de un cosmos mundano y de sus mortales habitantes. Los mitos Zhou se focalizaron en lo que significa pasar de un mundo primigenio y caótico con humanos, dioses y bestias mezclados, a otro civilizado y humanizado. Los antiguos sabios-reyes presentes en las leyendas y las canciones Zhou contribuirían al decisivo avance de la civilización humana inventando útiles productivos y tecnologías sociales imprescindibles en la cultura, como la agricultura, las leyes, el fuego o los códigos rituales. Estos reyes-sabios dominaron el mundo natural haciéndolo habitable para el ser humano, establecieron la disciplina y la armonía en la comunidad humana instalando códigos de conducta social, y trajeron orden al cosmos organizando límites que separaban el cielo de la tierra, la civilización de la barbarie y lo humano de lo bestial.
Los sacrificios ancestrales fueron centrales también para la vida religiosa Zhou. Como en época Shang, las ciudades sirvieron de asiento a los linajes nobles e hicieron las veces de centros ceremoniales. Se creía que los antepasados eran espíritus que sentían y que residían en lo alto, al lado del Cielo, ejerciendo influencia sobre las vidas de sus descendientes. Los sacrificios ancestrales tomaron la forma de fiestas comunales celebradas con la presencia física de los antepasados, quienes descendían en el cuerpo de representantes o figurantes para participar de las ofrendas de alimentos. Tanto las canciones rituales (Shijing), como las inscripciones en los bronces Zhou, reafirman la idea de que los nobles antepasados eran y actuaban como espíritus poderosos que traían buena fortuna a su parentela viva, les protegían de cualquier enemigo y les garantizaban el disfrute de una vida placentera. Sin embargo, el significado del culto ancestral cambió, pues para los Zhou la nobleza consistía en la excelencia moral y en la capacidad de desplegar un gobierno virtuoso.
El surgimiento de una aristocracia guerrera y la preeminencia de los conflictos armados entre estados en competencia transformaron, con cierta sutileza, el significado de los sacrificios ancestrales así como su relación con la autoridad política. Los antepasados siguieron teniendo poder y presencia vital en las vidas de sus descendientes, y la autoridad política se enraizó, de nuevo, en el culto a los ancestros pero a través de la presentación de xueshi o sacrificios sangrientos, a los espíritus ancestrales en los templos de los antepasados y en los Altares del Suelo. La Guerra se convirtió en un ritual sacrificial por el cual los descendientes ganaban gloria para el linaje ancestral. La caza, la guerra y el sacrificio cruento de animales llegaron a ser entronizados como una trinidad de liturgias homólogas realizadas al servicio del linaje, que tomaban vida para nutrir a los espíritus ancestrales.
Las inscripciones en los bronces de la época Zhou más antigua retrataban a los ancestros como espíritus poderosos que bendecían a sus descendientes con larga vida y buena fortuna; en tanto que con posterioridad, sobre todo en el período de Primaveras y Otoños, las inscripciones magnificaban los méritos y las dignidades de los descendientes, y escasamente se mencionaba a los ancestros. El culto ancestral en el mencionado período enfatizaba la primacía de los vivos, cuyas hazañas gloriosas aseguraban la prosperidad de las fututas generaciones en nombre de los antepasados, que simbolizaban, eso sí, el legado eterno del linaje.
La cultura guerrera del período de Primaveras y Otoños igualó el honor y la virtud con el progreso marcial, no con el pedigrí moral ni con la deferencia al orden ritual. Las relaciones entre estados estuvieron gobernadas ahora por juramentos y pactos santificados por sacrificios de sangre. Se trata de acuerdos y juramentos en los que los ancestros y otros espíritus actuaban como testigos y garantes del cumplimiento de los mismos y como agentes de castigo para los que violasen los votos.
Las relaciones entre vivos y muertos siguieron sufriendo transformaciones mayores. Si bien el aspecto ritual de los ancestros evolucionó en la dirección de una cada vez mayor abstracción y sistematización, ahora se creía que tanto los individuos como los antepasados tenían su propia existencia, su propia alma, y su destino particular en la otra vida. A los ojos de las personas vivas, el fallecido encarnaba cada vez un mayor número de personalidades, aunque su preeminencia ritual disminuyese. El culto honorífico de la aristocracia guerrera fortaleció vívidas imágenes de los ancestros como figuras heroicas cuya robusta vitalidad no podía estar circunscrita a los vericuetos de la existencia de los mortales. En ocasiones, los espíritus de los muertos aparecieron como titanes que resplandecían con vestimenta de batalla, aunque la mayoría llevaba una patética existencia como fantasmas que dependían de sus descendientes para su sostenimiento.
Al margen de los sacrificios ancestrales quedaban los fantasmas huérfanos, condenados a una existencia sombría como espíritus perturbados que no conocían descanso.
La cultura de los Zhou Orientales fue permeada por el temor a los fantasmas o espíritus de muertos que permanecían (o eran reluctantes a dejarlo), en el mundo de los vivos. Uno de los propósitos cruciales de la adoración de los ancestros era mantener al muerto en su lugar. Adecuadamente cuidadas, las almas de los muertos podían permanecer en la tumba y no buscaban, entonces, retornar al mundo de los vivos.  La razón más probable por la cual los fantasmas de los muertos permanecían más tiempo del debido en el mundo terrenal era porque su propia vida no se había extinguido por completo, dejando un residuo de vitalidad liminal en la forma de un fantasma. Este hecho era especialmente cierto cuando alguien moría violentamente o se suicidaba, o bien cuando un niño fallecía durante su infancia.
Si un espíritu no recibía ofrendas propias de sus descendientes se veía obligado a retornar al reino mundano en busca de nutrición. La morbilidad de tales fantasmas podía dañar la fuerza vital de alguien vivo, causándole enfermedades o la muerte. Se pensaba que las víctimas de violencia eran activamente proclives a la malevolencia, pues buscaban venganza contra aquellos responsables de sus muertes[2].
En las Crónicas de Zuo hay referencias a las almas po y hun, que marcan la emergencia de la concepción dualista del alma postmortem que llegará a ser crucial en época Han. Los seres humanos poseían una identidad somática y otra psíquica. Al morir, las almas po y hun se dividían, cada una buscando su propio lugar de reposo. El alma hun, espíritu consciente de la persona, salía del cuerpo y se disolvía. El alma po, por su parte, continuaba residiendo con el cuerpo, si bien lo abandonaba también en el momento en que aquel empezaba a degradarse.
A partir del siglo IV a.e.c. las clases nobles se enfrascaron en la idea de escapar de la muerte. Eso explica la proliferación de descripciones de paraísos terrenales poblados por inmortales. En algún tiempo ellos mismos mortales, los xian o inmortales lograban, tras arduos regímenes de dieta, ejercicios de yoga y la ingestión de elixires, purgar su cuerpo de sus propiedades groseras y se transformaban en seres de luz, etéreos y capaces de ascender a paraísos sitos en las nubes. Los xian alcanzaban así la inmortalidad escapando de la muerte. Se imaginó que estos inmortales vivían en islas o en el monte Kunlun. Esta montaña estaba situada en el lejano occidente, donde moraba la Reina Madre de Occidente, quien resurgió en la mitología Han como la guardiana de los secretos de la inmortalidad, que únicamente transmitía a los más augustos príncipes del ámbito mortal.
Al decaer la autoridad Zhou también declinó el culto de Tian. Los gobernantes de los estados independientes orientaron su atención a los cultos regionales, sobre todo a las deidades tutelares de sus propios dominios. La noción de un ser supremo que actuaba como árbitro de los destinos humanos persistió, este vez en la forma de Shangdi o Tiandi. Pero era una deidad, como antaño, distante, inescrutable. Con los fundamentos morales de la monarquía en ruinas, dejó de buscarse el orden moral en el cosmos. Era el inicio del período de los Estados Combatientes que derivaría en la primera formación imperial en China, Qin.
El legalismo, corriente que se impondría bajo el predominio Qin, negaba cualquier fuerza sobrenatural de legitimación moral y política. Pero a pesar de austeridad y racionalismo comprometido de la filosofía legalista, los gobernantes de Qin y de sus estados rivales antes de la unificación, confiaban en presagios y profecías que les ayudasen a triunfar en las contiendas entre ellos. El racionalismo escéptico se vio contrabalanceado por una ansiosa búsqueda de un significativo patrón que entendiera los asuntos humanos y cósmicos como un conjunto. Hombres letrados se acercaron a las cortes de los monarcas más poderosos para ofrecerles conocimiento esotérico y formulaciones mágicas que les capacitasen para alcanzar una inmortalidad política y también personal. Estos maestros de las artes ocultas (fangshi), poseían un extenso repertorio de habilidades mánticas cuya eficacia descansaba en un fundamento ontológico común, la cosmología correlativa.
Se ha dicho, finalmente, que la unidad esencial de la religiosidad china debe encontrarse en un substrato chamanístico que subyace bajo las distintas tradiciones. Sobre este enunciado, se ha hecho un ligero complemento, advirtiendo que la posesión espiritual, mediada por fashi (maestros del ritual) dentro del contexto de los rituales de exorcismos y terapéuticos, fueron la base común de la práctica religiosa china de la antigüedad.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Marzo del 2016.


[1] En los bronces rituales Shang se representaban imágenes de criaturas fantásticas, espíritus o sacerdotes portando máscaras animalescas. La representación más destacada fue el taotie, un zoomorfo fantástico que se distinguía por sus prominentes ojos, colmillos y cuernos, y que solía asociarse con un tirano monstruoso, insaciable de lujuria y avaricia.  Las figuras humanas emplumadas, con gorros en la cabeza y máscaras de animales que decoraban las piezas de jade de la cultura neolítica Liangzhu (III milenio a.e.c., en el bajo Yangzi), parece un claro paralelo de las representaciones taotie.
[2] La cultura de la violencia y del ciclo sin fin de venganzas, que inspiraba verter sangre, fue nuclear en la cultura de la aristocracia guerrera de los Zhou Orientales, que produjo muchas almas fantasmales, incapaces de hallar paz hasta que las injusticias que habían sufrido hubiesen sido vengadas. En la Crónica de Zuo abundan historias relativas al accionar de fantasmas vengativos.