28 de noviembre de 2011

Las primeras culturas en América (I)

En función de los hallazgos arqueológicos podemos establecer, de un modo más o menos sistematizado, tres etapas iniciales. La primera es la llamada Cultura de nódulos y lascas, la segunda, la Cultura de los cazadores de megafauna que emplean puntas de proyectil, y la tercera la Cultura de cazadores y recolectores, cuya diversificación da lugar a las etapas arcaicas en Meso y Sudamérica.
Empecemos con la Cultura de Nódulos y Lascas. Nos encontramos, en este caso, ante grupos cuya composición social sería a base de familias nucleares, organizadas en microbandas. Tenemos una presencia de asentamientos en campamentos cercanos a lugares de caza y de agua. Muy probablemente, estamos ante una cultura esbozada por pobladores del este y noreste de Asia, tecnológicamente precaria y tosca, con una economía poco especializada. En Mesoamérica esta cultura se puede remontar al 25000 y finalizar en torno a 14000 a.n.E., mientras que en Sudamérica estas culturas prehistóricas, que se fundamentarían en un horizonte norteamericano, podrían tener su comienzo hacia 9000 a.n.E. La vía de entrada hacia el sur sería desde Colombia y desde las islas caribeñas.
La Cultura de los cazadores de megafauna, con puntas de proyectil, presenta elementos tecnológicos y culturales procedentes de la etapa anterior. También parecen tener una procedencia euroasiática. Esta etapa, que puede remontarse hasta 22000 a.n.E., llegaría hasta 12500 a.n.E., y vendría a ser el fruto de nuevas oleadas asiáticas. El aspecto técnico fundamental es el empleo de la punta de proyectil para cazar grandes animales, especialmente diversos mamíferos del Pleistoceno.


Prof Dr. Julio López Saco

UCV-UCAB

22 de noviembre de 2011

La antigua Gallaecia: ámbito político-administrativo


MAPA DE LA ANTIGUA GALLAECIA, CON LOS TRES CONVENTOS JURÍDICOS Y SUS RESPECTIVAS CAPITALES. ÉPOCA DE DICLECIANO.




El término Gallaecia debe proceder, con total seguridad, de Kallaicoi, vocablo griego con el que se designaba a un pueblo celta contra el que los romanos entraron en conflicto al llegar al noroeste de la península Ibérica. Este territorio estaba habitado por pueblos indoeuropeos de lengua céltica denominados galaicos y astures en función de su ubicación, al oeste y al este del sector norte, respectivamente. Para Roma, Gallaecia era una región formada, inicialmente, por dos conventos, el lucense y el bracarense, con sus respectivas capitales, Lucus Augusti y Bracara Augusta. Se trataba de una entidad diferenciada, basada en una cultura propia, denominada castrexa, que se difundió por la actual Galicia, el norte de Portugal, el occidente de Asturias, el Bierzo leonés y la región de Sanabria, en la provincia de Zamora. Al finalizar las llamadas Guerras Cántabras (29-19 a.n.E., llevadas a cabo por cántabros, astures, vacceos y otros pueblos celtibéricos con los romanos), y ser sometido todo el norte, la región se incorporó a la provincia de Lusitania para, más tarde, en una fecha difícil de precisar, a la provincia Tarraconense. En el siglo III, hacia el año 214, el emperador Caracalla divide el territorio de la Tarraconense en dos provincias; mientras una de ellas sigue denominándose de la misma forma, la otra, con el territorio galaico, pasa ser llamada provincia Hispania Nova Citerior Antoniana. Con esta nueva división habrá en Hispania cuatro provincias. Ello supondrá que a los dos mencionados conventos galaicos se le añada un tercero, el Asturicense, con capital en Asturica Augusta. Con Diocleciano, a fines del siglo III se constituyó la Diócesis Hispaniarum. La provincia Tarraconense fue dividida en otras tres de menor tamaño, Carthaginense, Gallaecia y la Tarraconense, desgajándose de esta última la Balearica a mediados de la cuarta centuria. A mediados del siglo IV, la provincia Gallaecia vería de nuevo incrementado su marco territorial con un nuevo convento, el Cluniacense, con su capital en Clunia Sulpicia. En el siglo V, los suevos transformarían la Gallaecia original en el reino de Gallaecia.



Prof. Dr. Julio López Saco


Esc. de Historia, UCV


Esc. de Letras, UCAB

16 de noviembre de 2011

Miticidad e historicidad de textos y fuentes históricas

Un texto, escrito cuya autoridad[1] deriva de la razón y nos conduce a una supuesta “verdad” liberada de superstición, es un fenómeno expresivo que suele decir más y que tiene más sentido del que el propio autor quiso darle, lo que implica que nos interpela más que nosotros le preguntamos. La lectura interpretativa del texto (entendiendo por interpretar conocer y reconocer un sentido[2]), es “receptiva”, en tant} que es él quien habla y muestra su alteridad frente a las opiniones previas. Tal lectura está determinada, además, por sentidos pre-determinados, esto es, pre-conceptos, opiniones previas, no necesariamente falsas pues forman parte de la realidad histórica del ser, en tanto que son meros juicios individuales y son “irremediables”. Esos conceptos y opiniones deben “destilarse” (menos en el sentido de aniquilarse que de convalidarse), antes del abordaje del texto, en virtud de que pueden ser productivos para la comprensión del sentido, y ni son buenos ni malos a priori. Las interpretaciones, mítico-religiosas o conceptual-filosóficas, son, en ambos casos, legítimas y correctas y, por ello, suponen modos de pensar valederos, hechos a través del lenguaje (del autor, del texto, del propio), lo cual facilita la aplicación del texto al momento de la interpretación. El lenguaje es entendido como una experiencia humana del mundo (nuestra relación con el mismo es lingüística, basada en un lenguaje con multiplicidad de sentidos), fundamento de la unidad originaria donde es trascendida la dualidad sujeto-objeto. La experiencia humana sería, así, la base de la reflexión, con la presencia de elementos intuitivos, imaginativos, míticos, aunque la conciencia de finitud humana suponga que no podemos comprenderlo todo. La realidad, entendida como configuración energética constituida e instituida como re-figuración humana, es infinita y, en consecuencia, existen aspectos no conocibles[3]. Así pues, el lenguaje no solo es un instrumento transmisor del pensamiento, sino un órgano de conocer y pensar, una ontología propia con la que se lleva a cabo la primera articulación totalizadora de la realidad, es decir, la interpretación primaria-implícita que supone que como individuos estamos en posesión de un cierto saber, fruto de la experiencia colectiva.
En virtud de lo dicho podríamos concluir los siguientes aspectos. En primer lugar, que hay un saber anterior a la ciencia, la filosofía y la historia. De hecho, la ciencia es precedida por aspectos que la posibilitan. El saber antiguo, eco y cosmocéntrico, es sobreseído por otro tecno y antropocéntrico. Por consiguiente, podemos hablar del mundo y del hombre de múltiples maneras, lo que supone el fin de la autosuficiencia ontológica de la razón y de su juicio supremo sobre la cultura. En segundo término, que existe un sentido que representa el “alma” o “esencia” de las cosas y una fundamentación no fundamentalista, ni ontorracionalista ni desfundamentalista, que es la imaginaria, cuya implicación final es, o debe ser, logos sumado a mythos, concepto adicionado a imagen, significado y sentido. En tercer lugar, que el conocimiento estético y el saber ético-moral (saber del hombre como ser que actúa, no como “comprobación” de lo que es, son experiencias metódicas y técnico-instrumentales. Tales experiencias humanas corresponden a la “comprensión previa” de Heidegger (la pre comprensión, de la que forma parte el prejuicio, la cultura, la tradición propias). Finalmente, que lo humanístico ha quedado sometido a lo metódico, aunque es claro que la experiencia estética, poética, imaginal, mítica, insinuadora, implicativa, es un modo de conocimiento primario, originario, legítimo y válido.



[1] Su autoridad, vista desde la perspectiva ilustrada, supone un saber absoluto, un conocimiento. El Romanticismo avaló tal perspectiva perpetuando y dogmatizando la conciencia mítica y recreando el paradigma, convirtiendo a mythos y logos en (a la postre falsos) opuestos irreductibles. La autoridad aquí es la tradición (poder anónimo del pasado), no fundamentado racionalmente, lo que supone su “validez sin fundamento.”
[2] El acto de conocer y reconocer se conjuga con el poder de lo transmitido, que ejerce influencia en nuestras acciones y modos de comportarnos. Develar (superando así el sentido que depende del intérprete y de la comunidad científica) un sentido oculto, profundo, no literal, escondido a la visión directa, y al que se accede transversalmente por la imagen la metáfora y el símbolo, en una suerte de develamiento del sentido axiológico que propicia una comprensión más allá de la explicación científica, contemplada como diálogo con el pasado. Esta comprensión estará basada en entender, interpretar y aplicar un sentido (relacionar lo previo con un aspecto particular o concreto), superando de tal modo la distancia histórica. La comprensión se busca traduciendo a través del hábito lingüístico de la época, aspecto bastante difícil, haciéndolo en forma de “efecto” de los fenómenos históricos. La historia efectual para H.G. Gadamer es la realidad histórica per se, el encuentro entre la comprensión histórica y la historia comprendida; la historia efectual lo es de la tradición. Este factor, ¿no prefigura y limita la auto comprensión?.Nuestras experiencias son limitadas y superadas por lo ilimitado de esa tradición. Hablamos de una fusión de la auto comprensión y de lo ajeno a nosotros; una conciliación como base de la realidad histórica. No podemos olvidar, al fin, que existe un sentido pre-comprensivo (anticipación que guía la comprensión de un texto), que parte de la autorreflexión y de la pertenencia a la sociedad en que vivimos.
[3] Estaríamos, entonces, ante la ontologicidad del lenguaje imaginal. El ser es lenguaje, acontece con éste.


Prof. Dr. Julio López Saco

Doctorado en Ciencias Sociales, UCV

7 de noviembre de 2011

Fuentes de los mitos mayas

Los códices mayas, cronológicamente ubicados en el posclásico, son algunos de los textos que contienen referencias mítico-religiosas del mundo maya. Estos códices, Dresde, París o Peresiano, y Madrid o Trocortesiano, presentan una enorme cantidad de representaciones de seres antropomorfos y zoomorfos identificables con deidades o, al menos, con seres de algún modo asociados con el ámbito sacro, mítico y ritual. Una parte esencial de nuestro conocimiento acerca de los mitos mayas antiguos, se lo debemos a una serie de obras de época colonial, caso del Popol Vuh o Libro del Consejo, los libros de Chilam Balam, el Título de Totonicapán y los Anales de los Cakchiqueles o Memorial de Sololá. El Popol Vuh combina la historia del Universo con la de un grupo humano concreto (quiché) y su ascenso al poder. Incluye, por tanto, la narración de una cosmogonía y el relato mítico de los orígenes de un linaje. De este modo se buscaba privilegiar las elites indígenas en el contexto colonial hispano, aunando sutilmente dos tradiciones, la maya y la tolteca. En los libros (unos 30), del Chilam Balam o sacerdotes-jaguar, encontramos textos de índole profética y también míticos, escritos en un lenguaje simbólico de carácter esencialmente esotérico y secreto. En ellos se integra el cristianismo en la concepción espacio-temporal calendárica maya, aceptando la revelación suprema que surgía de la misión evangelizadora cristiana. Esto constituyó un cristianismo maya focalizado en torno a la cruz, concebida como continuadora y sucesora de los antiguos árboles cósmicos. De modo análogo ocurre con el Título de Totonicapán, que combina la historia cristiana de la creación con la tolteca de la migración. De este conglomerado podemos reseñar que los temas míticos mayas que vemos en la iconografía del clásico provienen de sus tradiciones, la de Izapa, costa sur de Chiapas y Guatemala, y la olmeca, en la costa del istmo de Tehuantepec. Lo específicamente maya, más allá de las influencias cristianas, es la preocupación por el tiempo, así como comprender y dominar los ciclos, inevitables, de creación y destrucción. Finalmente, los Anales de los Cakchiqueles conforman una obra que, a pesar de haber sido escrita por cristianos conversos, presenta diversos relatos míticos entrelazados entre sí y entremezclados con el transcurrir histórico del occidente guatemalteco. Naturalmente, también las fuentes etnográficas e iconográficas son de relevancia. Entre estas últimas se destacan las vasijas decoradas, los relieves en estuco, bajorrelieves y estelas.


Prof. Dr. Julio López Saco

Centro de Investigaciones Filosóficas y Humanistas (CIFH), UCAB

Doctorado en Historia, UCV

1 de noviembre de 2011

Expresividad estética de tradición celta


















LAS IMÁGENES QUE SE MUESTRAN SON, DE ARRIBA HACIA ABAJO: UN EJEMPLO DE TORQUES, MUSEO DE LUGO, GALICIA; UN ESCUDO RITUAL EN BRONCE CON INCRUSTACIONES DE VIDRIO; EL DIOS CORNUDO CERNUNNOS, ASOCIADO A LA NATURALEZA, DEL CALDERO DE GUNDESTRUP, AL LADO DE UN CIERVO, UN JABALÍ Y UNA VÍBORA, Y CON UN TORQUES EN LA MANO; DETALLE DEL CALDERO DE GUNDESTRUP, DINAMARCA, SIGLO I A.N.E., EN DONDE SE OBSERVA A LA DEIDAD SUJETANDO A DOS INDIVIDUOS QUE PORTAN JABALÍES, ANIMALES ASOCIADOS AL RITUAL SACRIFICIAL Y AL MUNDO GUERRERO; Y UN CARRO DE BRONCE CON PATOS.



El sentir estético del “mundo céltico” se desarrolló principalmente a través del urbanismo de los castros y en la metalurgia, destacándose la orfebrería, tanto suntuaria (joyas) como doméstica y religiosa (útiles y herramientas diversas, así como armas). La representación de la naturaleza, con abundante presencia de motivos vegetales y zoomorfos, se hace de modo esquemático y estilizado, lo que nos sugiere una estrecha relación con el medio ambiente y los fenómenos celestiales. De hecho, las creencias espirituales célticas se fundamentaban en los ciclos naturales y en la continuidad entre la esfera terrenal y aquella otra inframundana. La presencia de animales, reales o míticos, es un motivo recurrente, quizá íntimamente asociado a elementos de carácter clánico. La abundancia de diseños geométricos (espirales, líneas, nudos, zig zags, entrelazados), además del predominio ornamental abstracto, son muestra fehaciente de una apreciación estética muy esquemática, pero también de una precisión técnica sorprendente, así como de una elevada dosis de imaginación creativa, que busca plasmar diseños armónicos. El triskel, tres espirales unidas alusivas a las tres naturalezas del hombre o a los tres elementos sacros, mar, cielo y tierra, es uno de los motivos geométricos más abundantes y mejor estudiados. Se trata, en esencia, de una estética de marcado carácter simbólico y naturalista, con un predominio expresivo geometrizante y simétrico. Las piezas maestras de la orfebrería de raigambre céltica, como es el caso de los pendientes, collares, torques (estos últimos, emblemas del poder político y religioso), cinturones y brazaletes, en bronce, oro o hierro constituían, en términos generales, un símbolo de jerarquía y estatus socio-político. El trabajo decorativo sobre armamento, especialmente escudos y espadas, fue siempre muy refinado, con presencia de marfil y piedras preciosas. Los adornos solían ser motivos zoomorfos, antropomorfos y geométricos. Los objetos cotidianos y de valor religioso, figuración votiva, calderos o máscaras de función ceremonial, fueron también piezas de factura muy notable.


Prof. Dr. Julio López Saco

Doctorado en Historia, UCV

Doctorado en Ciencias Sociales, UCV

Escuela de Letras, UCAB