27 de febrero de 2019

Reflexiones de historiador: ver y oír en la Historia


El sentido jurídico de “historia”, por el cual debemos creer a quien vio y no a quien escuchó señala con meridiana claridad la inferioridad del oído con respecto a la vista. Sin embargo, junto con la expresión lo sé porque lo vi aparece aquella de lo sé porque lo oí. En uno y otro caso, hay producción de saber. En virtud del principio de que el oído va a lugares donde el ojo no puede ir, ese yo escuché podría valer tanto como el yo vi, no en términos absolutos sino relativos. Sin embargo, el empeño es firme: vale más ver que oír. Estamos en un mundo donde es más que obvio que la palabra vale como conocimiento, donde la palabra sabe; por lo tanto, un mundo donde el discurso oral está devaluado con respecto al escrito; un mundo cuya oralidad ha perdido consistencia y las estructuras mentales y el saber compartido son escritos. Lo que sabemos es producto de lo que vemos, de nuestras reflexiones y de nuestras averiguaciones personales (historíe propiamente dicha). Muchas veces, sin embargo, leemos demasiado impersonal pasivo: se dice que; esto es, hay un relato que dice. Un relato flotante del cual no se sabe quién lo produjo, ni cuándo ni cómo ni para quién, con enunciados sin sujetos de enunciación ni destinatarios aparentes. Bastan, eso sí, algunos indicios para que podamos calificar de manera más discreta ese “se dice”.   Es, en definitiva, un poco aquello de yo veo, yo digo; digo lo que veo; veo lo que puedo decir; digo lo que puedo ver. No está de más recordar, en cualquier caso, que a veces vemos lo que queremos ver y oímos lo que nos conviene…o todo lo contrario.
Si al hablar del pasado algunos “historiadores”, que con lógica habría que etiquetar de auténticos logógrafos, han buscado el beneplácito más que la verdad, ¿merecen nuestro absoluto descrédito?. Podría argumentarse que se han dejado llevar por el placer del oído. Han opuesto el mito (el “otro” discurso historiográfico, no el mito como palabra “salvaje”), el oído, el instante (la mentira) y el placer (del auditorio y del propio narrador) a la verdad, la escritura, la adquisición “para siempre” y lo útil (o necesario). Se estigmatiza, entonces, la búsqueda de placer (y seducción) frente a la consecución de la seca “credibilidad”. En cierta ocasión, Kublai Kan preguntó a Marco Polo si, al regresar a Venecia, relataría a sus compatriotas las mismas historias que le había contado a él. El veneciano responde diciendo lo siguiente: hablo y hablo, pero quien me escucha únicamente retiene las palabras que espera escuchar. Una cosa es la descripción del mundo a la que prestas la más benévola atención, otra es la que hará la ronda de los estibadores y los gondoleros sobre los fondamenta delante de mi casa el día en que regrese, otra más, en fin, la que podría dictar en mi vejez. ¿Ello significa, por tanto, que lo que rige el relato no es la voz sino el oído?. En la Odisea, Alcínoo dice que Ulises canta “con la ciencia de un aedo”. ¿Es censurable que lo haga como un aedo, aunque no cante la “verdad” (“verdadera”)?; ¿qué verdad?.
Frente a numerosas posiciones puristas, a la par de rígidas, que reivindican al historiador (y su desempeño) casi como si fuese una entidad sobrenatural, por sabia y poderosa, vayan algunos comentarios al respecto. En buena medida, no niego una subyacente carga de profundidad dirigida a algunos que se autocalifican, con altanera soberbia, de tal manera, sin saber muy bien el suelo que pisan. Antes de que existiese la “profesión” de historiador, éste ocuparía un lugar intermedio entre un sofista, vendedor del saber, y el rapsoda (o el aedo) vendedor, a su vez, de historias. Eso sí, rapsoda en prosa. No existía nada semejante a ese contrato con un Estado (que lo autoriza y lo necesita) para escribir su historia (o historias). Mientras que antes de la presencia del historiador el hacer creer procedía de la Musa, cuando se instituye profesionalmente el historiador es su narración la que persuade (por autopsia y por investigación). Se convierte en el único sujeto de la enunciación, aquel que sabe (o que, a veces, cree saber). Hace coincidir lo visible, lo mensurable y lo que se puede decir, construyendo una representación del mundo que es a la vez saber pero también poder (un poder, a veces excesivo y diría innecesario, que puede estar en el propio narrador, en su producción o en los destinatarios, dependiendo de cómo lean la representación y para qué fin). El historiador, en consecuencia, hace ver y hace saber (a los que no han visto), así como a los que no tienen un determinado tipo de saber (esto es, los que no saben). Traduce, en esencia, la diferencia: entre el mundo donde se relata y aquel que se relata. ¿No es, por tanto, el historiador un retórico de la alteridad?. Es así que podría entenderse aquello de que decir el otro es una manera de hablar de nosotros (ese conocer el pasado para entender el presente). Así pues, maestro del ver, maestro del saber; pero también maestro del “creer” a través de su representación.
Una reflexión última. En la práctica cotidiana (profesional) del historiador, lo real ocupa una doble posición. Por un lado, aquello real en cuanto conocido (lo que el historiador estudia, comprende; si se quiere, resucita de una sociedad pasada); y por la otra, lo real en lo que implica la operatividad científica: los métodos del historiador, sus modos de comprensión, sus propias problemáticas (muchas mentales). El primero es el resultado del análisis (discutible); el segundo, abundante como la retama, es un peculiar, particular, postulado que, en muchas ocasiones, se torna en dogma y que, paradójicamente, suele mostrarse indiscutible a tenor de la importancia social y política del postulante.


Prof. Dr. Julio López Saco
UM-FEIAP. Febrero, 2019.

26 de febrero de 2019

Tiempo histórico y mitologización en el Egipto de la antigüedad





Imágenes (de arriba hacia abajo): Maat en un fragmento de una pintura mural procedente de la tumba de Seti I. Museo Arqueológico de Florencia; Papiro regio de Turín, descubierto por Bernardino Drovetti en 1822. Museo Egipcio de Turín; y Piedra de Palermo. Probablemente de la época del reinado de Neferirkara (V Dinastía). Museo Arqueológico de Palermo.

Tiempo inicial y maat

El tiempo era experimentado en Egipto estrechamente asociado a los ciclos de la naturaleza y del cosmos, a los astros (luna, Sol, estrellas) y al río Nilo. Al margen del carácter cualitativo, se trataba de una realidad vinculada con la atemporalidad del accionar divino detrás de los fenómenos. Los cuerpos físicos, que marcaban el discurrir temporal, se entendían como formas exteriores de las deidades. La temporalidad mundana era trascendida a través de la ritualidad y su carácter sacro. El tiempo, por lo tanto, se proyectaba sobre el ordenamiento eterno que se encontraba más allá del tiempo físico.
La idea de Tiempo Primigenio y de Verdad (maat), relacionados con la actitud egipcia respecto a su propia historia, también se vinculaban con la forma de entender la finalidad y las funciones del reinado, en el marco del cual se institucionalizaba una fusión entre lo eterno y lo temporal.
La mítica temporalidad cíclica supone que el tiempo se imbrica, en ocasiones, con el orden transtemporal, dimensión en la que llevan a cabo su accionar las entidades divinas. Debió existir un tiempo en el que se fijaron los modelos divinos de acción, el inicio de una temporalidad supramundana (la temporalidad primaria) que trasciende el flujo histórico en el tiempo físico (Frankfort, H., 1998a: 19, 45 y ss.; Clark, R., 1966: 263). En este tiempo primigenio tienen lugar los prototipos espirituales de lo que puede desarrollarse en tiempo externo o “real”, de forma que los hechos del tiempo externo alcanzan realidad al actualizar los acontecimientos del tiempo primigenio.
Esta primera vez del tiempo inicial supone el paso de la no existencia a la existencia, de Nun a Atum-Ra. Comienza desde aquí una época plenamente divina. Desde el momento del despertar de Atum y hasta la victoria de Horus, la mitología egipcia se despliega en esta era. Únicamente después del tiempo primigenio ocurre la historia, produciéndose los hechos de modo efímero y único, a los que siguen otros, diferentes, en las mismas condiciones. Los acontecimientos del tiempo primero siempre se puede repetir y recuperar (mítica y ritualmente hablando). Este primer tiempo, sagrado, es un tiempo previo al tiempo (profano), que existió hace mucho, así como una dimensión existencial anterior, desde el punto de vista ontológico, al tiempo mundano. Se trata, por consiguiente, de la época de las realidades metafísicas vivenciadas como mitos e imágenes simbólicas (Eliade, M., 2014: 69). Es un momento paradigmático, modélico, cuyo reflejo en la mundanidad permite el aporte de la sacral fuerza prototípica en los hechos de este mundo[1]. Es un tiempo perfecto, una edad idílica, una época dorada.
Este tiempo inicial lleva implícito maat (justicia, verdad, derecho), el orden de la época mítica y el accionar de los dioses. Es un concepto, principio universal, intrínseco a la emanación divina primigenia, cuya naturaleza ordenada es ordenadora y no caótica. Maat se personifica, y se convierte en una deidad (hija de Atum-Ra y hermana de Shu). Su sustancia es el nutrimento que hace funcionar armoniosamente a los poderes divinos. Es el orden interno del universo.
En el tiempo primigenio el desorden está sometido (no erradicado), mientras que en el mundano, la sociedad humana esa continuamente expuesta al desorden, a la arbitrariedad, a la descomposición moral. La contingencia del mundo temporal no existe en el ámbito del prototipo primordial espiritual, y por eso maat debe continuamente ser renovada y restablecida en el ámbito social humano (Frankfort, H., 1998b: 54-56; Morenz, S., 1973: 112-115). En Egipto era el faraón el que tenía la obligación de establecer maat en el marco del ordenamiento social. A cada disolución social, a cada desorden que aconteciera[2], correspondía una restitución de maat, en virtud de que la tendencia natural humana era apartarse de maat. El rey, como ser humano pero también divino, era el encargado de armonizar el orden social con el universal, una función relevante por su carácter sacro.
A través de maat la esfera mundana podía proyectarse en el tiempo primordial. Para lograrlo había que destruir a isfet (desorden y falsedad). Isfet no adquiere un aspecto de deidad, y permanece como un concepto abstracto. Su modo de hacerse patente es como un atributo de las divinidades. Así, un atributo de Nun es el desorden cosmológico, mientras que uno de Set es la degeneración moral.
Maat también está presente, además, en la dimensión moral humana, en su accionar. Por tal motivo, hacer maat, hablar de él, implicaba acercarse a lo divino y trascender lo contingente de la humanidad. Este mundo, profano, debía ser realineado con el espiritual, con el divino; es decir, rearmonizado con maat.

Cronología y ciclicidad temporal cósmica

En el Egipto antiguo el tiempo se consideraba degenerativo, y el futuro no se veía como perfecto. En realidad, era el pasado más remoto la edad dorada, esa del tiempo primigenio. El tiempo mundano se asociaba con épocas de grandes duraciones, cada una gobernada por una deidad. Las grandes etapas temporales seguían los ritmos estelares, particularmente de Sirio. Era un modo en que la temporalidad mundana reflejase la sacra. Antes del primer rey mortal, humano, en Egipto, existió una larguísima época (de casi catorce mil años) bajo el dominio de diecinueve dioses o semidioses. Conforme se pasa del gobierno de un dios al otro, va disminuyendo la extensión de los reinados. En algunos esquemas cronológicos, tal disminución se observa cuando la realeza pasa de los dioses a los humanos, específicamente a dioses encarnados en cuerpo mortal, es decir, a los faraones. Cuanto más cerca del presente, más humana se hace la escala, aunque no se pierdan las correspondencias cósmicas. Ello significa que los registros cronológicos de los egipcios de la antigüedad no solamente eran históricos, sino metafísicos, simbólicos, míticos.
Se usaba el ciclo sóthico, de mil cuatrocientos sesenta años, y otro de diecinueve (ciclo sóthico lunar). Tanto en Manetón, como en el canon del Papiro de Turín, los soberanos se disponen en grupos de diecinueve (19 monarcas de Menes a Zoser en el Papiro turinés, por ejemplo). Este número, empleado en la organización de los años de reinado de un faraón, o en las agrupaciones dinásticas, se debía a que se entendía que existía una conexión entre Sirio y el rey, tal y como aparece plasmado en, por ejemplo, los Textos de las Pirámides (O’Mara, P., 1980: 19-21; 35; Parker, R.A., 1950: 60-61). Así, la estrella era la mediadora celestial entre las esferas material y espiritual, mientras que el soberano era el mediador terrenal, al conjuntar en sí mismo atributos divinos y humanos. En esencia, los antiguos egipcios referían los reinados de sus mandatarios a los ciclos cósmicos. Los períodos temporales de faraones y dinastías formaban parte de una construcción geométrica.
El ciento cuarenta y cuatro era también un número cosmológicamente relevante. Vendría a ser el equivalente de un siglo, y se relacionaba con el ciclo sóthico. Cada año tendría treinta y seis semanas. Tanto la Piedra de Palermo como el Papiro de Turín refieren períodos completos de ciento cuarenta y cuatro años referidos a totales dinásticos. La detallada presencia de anales, diarios faraónicos y listas de reyes, atestiguan, por tanto, la capacidad egipcia por registrar de modo concienzudo, si bien algunos de tales registros estaban asociados a aspectos simbólicos, en tanto que la precisión mítica precedía a la exactitud real (Redford, D.B., 1986: 259; 270 y ss.; O’ Mara, P., 1980: 36 y ss.). No deja de ser un mecanismo para vincular, de modo estrecho, el tiempo profano con el sacro.
De modo análogo a nuestra orientación histórica cristiana, los antiguos egipcios también databan los hechos ocurridos en referencia a la encarnación divina (el faraón, de Horus) en el seno de la humanidad mortal. Mientras la encarnación de Cristo, en nuestra temporalidad, es irrepetible, y hace el curso de la historia lineal, para el egipcio la encarnación de Horus era un acontecimiento que solía repetirse de continuo. Cada nuevo soberano coronado iniciaba un nuevo ciclo temporal (que culminaba con el fin del reinado), lo que implicaba que el tiempo histórico se establecía en función del año del reinado de un determinado faraón (Naydler, 2003: 122-123). Debe recordarse que el rey garantizaba  la armonía de los mundos natural y social con maat, lo cual suponía que a su muerte el país quedaba al margen de maat. Un interregno, en el sentido estricto del término, suponía la exposición de Egipto al desorden, al caos, a la degeneración[3]. Este peligro concluía con la coronación, un acto simbólico y cósmico, de un nuevo faraón, iniciándose, de tal manera, un nuevo ciclo histórico.

Historia mitologízada

En un estado teocrático como el egipcio la historia se centraba en el soberano; era el eje de la misma. En este sentido, la historia aparece sometida al ordenamiento mítico superior. De esta manera, adquiere plena validez. El tiempo histórico, que se adaptaba al ciclo de cada reinado, presidido por una deidad, Horus, implicaba que los acontecimientos propiamente reales (históricamente hablando) eran asumidos en un modelo mítico de carácter prototípico[4]. Algunos hechos que entenderíamos históricamente relevantes, como las obras públicas o ciertas festividades, podían ser considerados efímeras, transitorias y poco dignas de ser registradas. En buena medida, los anales reales, al menos aquellos del Reino Antiguo, eran memoriales religiosos, en los que la humana moralidad del soberano era absorbida por un auténtico prototipo mitológico (Gardiner, A., 1994: 54-56).
El carácter simbólicamente dual de la monarquía (Horus y Osiris en relación recíproca), suponía que sus funciones se desplegaban, en buena medida, en la esfera mítica, al margen las contingencias históricas. Los escritos faraónicos ahondan, precisamente, en dicha espera mitológica. De ahí se infiere que las listas regias tuvieron un objetivo cultual, relacionado con los antepasados de los monarcas.
Los hechos históricos en las listas reales egipcias estaban sometidos, como se comentó previamente, a las exigencias de la religión. Del mismo modo, los episodios sobre las batallas o las hazañas de un soberano victorioso se organizaban, claramente, en función del mito. En consecuencia, la intención propiamente histórica era, prácticamente, inexistente. Hubo una poderosa mitologización de la historia. La lista de las conquistas asiáticas de Ramsés III, por ejemplo, es una réplica de la anterior de Ramsés II, que ya había empleado una previa de Tutmosis III, de hacía tres siglos. Asimismo, los jefes libios del templo funerario de Sahure (Dinastía V), aparecen posteriormente reseñados en un templo de la Dinastía VI, y dos milenios después también se representaron en el templo nubio del Taharka etíope (Wilson, J.A., 1956: 130; 267-269; Redford, D.B., 1986: 272-275). La copia, casi mimética, de recuerdos o aspectos históricos implicaba su deshistorización (metafísica y simbólicamente hablando) y, por lo tanto, su mitologización[5]. De ahí su continuada repetición.
Si bien algunas escenas que muestran las victorias militares del faraón sobre los enemigos de Egipto pudieran, eventualmente, representar, conmemorar o celebrar acontecimientos verosímilmente históricos, no dejan de ser proyectados hacia el arquetipo de un rey-dios eternamente vencedor. Únicamente en el Reino Nuevo cierto realismo puede contemplarse en los relieves de los templos, aunque siempre sujetos al prototipo mitológico. Tal escenografía, en la que el faraón es parte ejecutante recuerda, míticamente, el orden primigenio establecido en el Tiempo Primordial. El rey es Horus que hace frente a Set, y es, además, la viva imagen de Ra en el mundo terrenal, siendo capaz de reactualizar el acto genésico y de reducir el caos al necesario orden.
El mantenimiento del orden establecido por parte del mandatario es independiente de lo contingente, de lo circunstancial de la historia. En este sentido, el accionar del faraón está imbuido de poder mitológico y, por ello, no son acciones históricas propiamente hablando.  La armonía del faraón con la esfera del mito impone su sello en los aspectos históricos concretos en los que se haya enmarcado. Las grandes conquistas, las espectaculares cazas, el apresamiento de cautivos o la reducción de enemigos por parte del faraón poseen evidentes atisbos míticos, de mitos entendidos como posibilidades históricas pero impactadas por lo divino. Aquello ordinario se entrelaza con lo extraordinario; la realidad del reyes distinta a la del común de la gente.
Probablemente uno de los más nítidos, esclarecedores ejemplos de una realidad histórica común transida de realidad prototípica y mitológica, por mediación de la figura del faraón, haya sido el relato sobre la célebre batalla de Kadesh, en la que se encuentran egipcios e hititas. Se conocen detalles históricos relevantes, y existe profusión de inscripciones y relieves sobre la misma, sin embargo se encuentra más allá de lo histórico (Parker, R.A., 1950: 63 y ss.; Naydler, J. 2003: 145-146). La presencia del rey supone que los acontecimientos ocurrieron no solamente en el marco de la historia y el tiempo mundano, sino también en un plano mítico.
En la decisiva batalla el faraón, sin ayuda alguna de sus soldados, derrota al enemigo. En los relieves de Luxor puede apreciarse la secuencia de la batalla, plena de elementos míticos y simbólicos. Inicialmente en un trono dorado (relacionado con el Sol), mira hacia el oeste, entra en el Otro Mundo en su carro, pero en el momento álgido se vuelve hacia el este, a la salida del sol, atacando, así, de oeste a este, devastando enemigos hititas de un modo análogo a como Ra hace con la sierpe Apep. Así, detrás de las descripciones históricas subyace el episodio mítico que determina los hechos y asegura el éxito en la batalla librada. Se trata de un conflicto que se lleva a cabo, por tanto, en el tiempo mítico y en el común, en el histórico. Existía, en fin, una unidad básica, fundamental, de las dimensiones mítica e histórica en el Egipto de la antigüedad. Es de esta manera que los egipcios experimentaron la historia.

Bibliografía

Clark, R., Myth and Symbol in Ancient Egypt, Harper Touchbooks edit., Nueva York, 1966.
Eliade, M., Lo Sagrado y lo profano, edit. Paidós, Barcelona, 2014.
Frankfort, H., La religión del Antiguo Egipto, edit. Laertes, Barcelona, 1998.
Frankfort, H., Reyes y dioses, Alianza edit., Madrid, 1998
Gardiner, A., El Egipto de los Faraones, edit. Laertes, Barcelona, 1994
Morenz, S., Egyptian Religion, Methuen edit., Londres, 1973.
Naydler, J., El Templo del Cosmos. La expresión de lo sagrado en el Egipto antiguo, edit. Siruela, Madrid, 2003.
O’Mara, P., The Chronology of the Palermo and Turin Canons, Paulette Publ., La Canada, 1980.
Parker, R.A., The Calendars of Ancient Egypt, University of Chicago Press, Chicago, 1950.
Redford, D.B., Pharaonic King Lists: Annals and Day Books, Benben Publ., Missuaga, 1986.
Wilson, J.A., The Culture of Ancient Egypt, University of Chicago Press, Chicago, 1956


Prof. Dr. Julio López Saco
UM-FEIAP. Febrero, 2019.


[1] En el tiempo primigenio no todo es paz y armonía, pues puede haber conflicto, disensión, antagonismo, si bien con la particularidad que la resolución de desavenencias acontece en el marco de la justica, el orden y la verdad de esa época primordial.
[2] La discordia civil, el abandono de los templos y de la justicia eran características básicas del desorden.
[3] Un interregno es un final del tiempo, de una era ordenada por las divinidades, de tal manera que la nueva coronación es una re-creación. La instalación del nuevo soberano (antes de la coronación), e inmediatamente después del fallecimiento del anterior monarca, se producía con el orto solar, en clara asociación con el triunfo de Ra sobre las poderosas fuerzas del caos nocturno. El faraón es Horus encarnado, peor el prototipo regio es Ra, deidad creadora. Como vástago de Ra, el soberano, es el sucesor de la deidad genésica.
[4] Tanto el actual faraón, como el ya fallecido, son dioses. Los muertos se unen con Osiris o con Ra. Los ancestros no pertenecían, de modo estricto al pasado, sino que estaban presentes, si bien en un plano diferente, el celestial, que encajaba a la perfección con el terrestre. De tal manera, su presencia era activa entre los vivos, interviniendo en los asuntos de éstos. En este sentido, la muerte para el egipcio de la antigüedad no era más que un presente eterno que estaba, por descontado, allende la historicidad.
[5] Los enemigos son siempre los mismos, aunque en realidad hayan sido poblaciones diferentes (libios, etíopes, nubios, asiáticos); un enemigo estereotipo al que el faraón vence una y otra vez. Desde una perspectiva mítica ese “enemigo” es Set, síntoma permanente de destrucción, desorden y caos. Estos pueblos extranjeros y enemigos del país, son adornados con atributos setianos.

Hallazgos arqueológicos (IX): Pendientes de oro de Eretria



En la imagen se puede observar un par de magníficos pendientes de oro, de fabricación ateniense, pero que fueron encontrados en una tumba en Eretria, y que se fechan entre 420 y 400 a.e.c. Los pendientes adquieren la forma de un gran rosetón del que cuelgan elementos en forma de barco en donde se aprecian figuras de sirenas. Los elementos que conforman las embarcaciones están decorados con esmerada filigrana, incluyendo diseños de doble espiral. Suspendidas, desde el fondo de los botes, una serie de cadenas rematan en caparazones de bivalvos. Las dos grandes rosetas superiores presentan unos grandes pétalos convexos y otros más pequeños cóncavos. Las míticas sirenas, híbridos semejantes a las ninfas, en parte mujeres y en parte aves, cantaban melodiosamente para atraer a los desafortunados navegantes que pasaban por donde estaban, lo que conllevaba naufragios provocados por el choque de las embarcaciones contra las rocas. Estas criaturas marinas, con voces de excelsa musicalidad, y casi con toda probabilidad asociadas al Más Allá, la muerte y el Hades, habitaban, según las distintas versiones mitográficas, en las proximidades de la isla de Sicilia. El magnetismo de las sirenas hacia los hombres las hacía criaturas especialmente adecuadas para ser representadas en la joyería femenina (hecha por artífices varones). No hace falta recordar, asimismo, que las conchas de molusco fueron un popular atributo de Afrodita. El hallazgo de estas joyas se produjo en una tumba que contenía, también, una vasija cerámica (pyxis, en forma de caja para cosméticos) ateniense de figuras rojas, que muestra a la diosa Afrodita disponiéndose a montar en su carruaje tirado por Erotes alados, y un estilete de marfil, tal vez usado en la escritura. ¿Se podría asumir que la tumba fue la de una rica, educada y acomodada mujer, tal vez esposa de un ateniense enviado a Eretria como colono, para facilitar el control de la región en época del imperio ateniense?. Muy probablemente.

Prof. Dr. Julio López Saco
UM-FEIAP, febrero, 2019.