6 de agosto de 2018

Consolidación del cristianismo occidental y surgimiento del primer monasticismo


En la época que rodea la conversión de Constantino al cristianismo, éste estaba más extendido en Oriente que en Occidente. Varios factores pueden explicarlo. La fuerza del paganismo, el carácter menos urbano de Occidente, en comparación a Oriente, las divisiones  teológicas de la Iglesia, la presión efectuada por los colonos bárbaros que, en su mayoría eran arrianos o paganos, la falta de instituciones pastorales y la ausencia de una organización jerárquica, se encuentran entre las varias razones. Por otra parte, en Occidente no había nada que fuese equivalente a la alianza, bastante estrecha, que existía entre el Estado y la Iglesia en Oriente.
A fines de siglo IV se constatan, no obstante, serios esfuerzos para propiciar el afianzamiento del cristianismo en Occidente. El propio emperador Teodosio I fue un férreo luchador contra el paganismo y el arrianismo. Por su parte, grandes teólogos latinos, caso de Ambrosio o Agustín fortalecieron, entre los siglos IV y V, la posición doctrinal de la Iglesia, hasta el punto de que la aristocracia senatorial conservadora abandonaría el paganismo a comienzos de la quinta centuria. En este mismo siglo, y  bajo el pontificado de León el Grande (440-461), la sede romana establece una estructura burocrática que la capacita para erigirse en la portavoz de Occidente en las disputas con el Oriente y la consolida como autoridad plena.
Indudablemente, el debilitamiento de las instituciones imperiales ayudaría al afianzamiento del papel político de los obispos, tanto de Roma como de otras diversas ciudades. Esto era así porque los obispos asumían la beneficencia en las ciudades, además de los servicios sociales, controlaban a los fieles mediante la certera manipulación del culto y el ceremonial a los santos, y negociaban, como los verdaderos representantes de las comunidades romanas, con otros líderes, sobre todo bávaros. Además, la migración de algunos jefes monásticos orientales, como fue el caso de Juan Casiano o Atanasio, acabó por divulgar el monasticismo. Si bien el monasticismo fue un fenómeno esencialmente urbano y aristocrático, algunas figuras, como Martín de Tours o Severino de Nórica, se distinguieron como sólidos líderes de comunidades locales y como ordenadores de la evangelización de extensas regiones rurales.
La definitiva caída del imperio trajo consigo el fortalecimiento general de la Iglesia, si bien su posición no era, en el siglo VI, homogénea en todas partes, sino que variaba en función de las diferentes situaciones políticas. En la Península Ibérica, en Italia y en África, los regímenes eminentemente arrianos de visigodos, ostrogodos, vándalos y lombardos, limitaban bastante la influencia eclesiástica. Por su parte, la conversión de Irlanda y el sur de Escocia, que se inició en el siglo V gracias a la labor de obispos misioneros del talante de Patricio y Niniano, adquirió una orientación diferente en el siglo VI con la aparición de una forma de Iglesia más monástica debido a que la sociedad tenía un componente de naturaleza tribal y menos urbana que en otras zonas.
En territorio continental europeo se fundarían varias sedes, se convocarían con cierta periodicidad concilios y se concederían algunos poderes de supervisión a las máximas autoridades provinciales; esto es, metropolitanos y arzobispos. Al expandirse las órdenes monásticas, la obra misionera recaería en las manos de monjes muy disciplinados. Es lo que ocurrió con Agustín, enviado por el Papa Gregorio Magno a evangelizar a los ingleses a fines del siglo VI, con el irlandés Columba, encargado de convertir a los pictos desde Iona, bien avanzado el mismo siglo, o con Columbano, cuyas fundaciones irlandesas en Italia y en la Galia, atraerían los intereses de los aristócratas germánicos. La organización y expansión de la Iglesia inglesa sería obra, fundamentalmente, de monjes de doble tendencia, por una parte romana, como Wilfrido de York, y por la otra, irlandesa, en la figura de Aidan de Lindisfarne.
Las primeras fuentes referentes al monasticismo cristiano proceden del Medio Oriente, y se datan en los siglos III y IV. Un copto, de nombre Antonio pasa por ser el padre del eremitismo cristiano. Pasó gran cantidad de años dedicado a la contemplación y a orar en los confines del desierto egipcio. Mediado el siglo IV hay constancia de colonias con varios cientos de eremitas en Scetis, la región de la Tebaida, en el Alto Egipto y en Nitria. Se trata de grupos, denominados lavra (palabra que en griego significa paso, sendero), cuyos miembros vivían en pequeñas celdas individuales aunque compartían espacios comunes, sobre todo la iglesia, en la que se reunían sábados y domingos para llevar a cabo plegarias comunitarias y celebrar misas. Estos lavra acabarían por extenderse hacia Siria y Palestina, al igual que ocurriría con los cenobios (vida comunitaria), también de origen egipcio, y que habían sido fundados por Pacomio, asimismo un copto como Antonio.
La primera comunidad cenobítica fue creada en Tabennisi, en el curso alto del río Nilo. Eran comunidades bastante grandes, en las que los monjes o monjas ocupaban varias casas y vivían de su trabajo artesanal. El fenómeno del cenobitismo se expandió hacia el oriente del imperio, siendo refinado por la labor teológica y ciertamente intelectual, de Basilio de Cesarea (siglo IV). Basilio enfatizaba, sobre todo, la necesidad de que el monje ejerciera caridad cristiana.
La evolución del movimiento monástico occidental suele asociarse a la influencia oriental, aunque, sin duda, existía una tradición occidental independiente de ascetismo cristiano. En cualquier caso, la descripción del monasticismo antoniano o lavra que se fundó en Marmoutier y Ligugé por parte de Martín de Tours a fines del siglo IV, es probable que procediese de su extenso conocimiento hagiográfico de Oriente, vinculado a su experiencia propia. Asimismo, es muy probable que las visitas del arzobispo Atanasio de Alejandría a Roma y Tréveris, mediada la cuarta centuria, hayan inspirado el monasticismo occidental. No obstante, la mayor influencia debió residir en la traducción que se hizo al latín de su Vida de Antonio, que acabaría convirtiéndose en un clásico de la hagiografía y en un auténtico modelo de la vida ascética. Además, no se puede perder de vista que fue la primera de varias obras acerca de los padres del desierto que llegaron a Occidente.
En el año 388, Agustín fundó un monasterio en Tagasta, en el norte de África, y escribió también una Regla de clara influencia oriental para una comunidad de monjas. Los ideales ascéticos orientales llegaron de pleno a Occidente de la mano de Jerónimo, quien fundó un monasterio en Belén en 385, y de Honorato, fundador de Lérins a comienzos del siglo V. Alrededor de esa misma época, Juan Casiano compilaría las Conferencias de los padres del desierto y fundaría dos casas cenobíticas en la localidad de Marsella. Institutos será, en fin, la primera obra de instrucción monástica, con amplias descripciones de prácticas, que se redactaría en la Europa occidental.
En el siglo VI, la Italia y la Francia meridionales produjeron algunas reglas cenobíticas, entre las que destacan las de los obispos Aurelio de Arlés y Cesario, así como la compilación de Eugipio de Lucullanum. En el monasterio de Vivarium, fundado por Casiodoro, la vida monástica se combinaba ya con un programa bien establecido y organizado de estudio. La jornada estándar del monje estaría dividida en el tiempo para la plegaria, el dedicado al estudio y el que empleaba en el trabajo manual.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCAB-UCV. FEIAP-UGR. Agosto, 2018.

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