Noción de la antigüedad china entre los siglos XVII y XX
Prof. Julio López Saco
En la formación de la conciencia histórica en Europa, China desempeñó un importante papel en dos épocas históricas diferentes: la primera, en el momento en que se adopta, y empieza a comprenderse, la imagen idealizada del Imperio del Centro ( Zhongguo ), gracias a la labor de los misioneros jesuitas a partir de los siglos XVII y XVIII, en el preciso instante en que Europa atravesaba un momento ideológico clave, la Ilustración; y la segunda, a comienzos del siglo XX, cuando especialmente Spengler despoja de su fuerte exotismo y su carácter secundario y periférico, a la historia de China, adjudicándole, por primera vez, una calidad y una relevancia equivalentes a la historia europea y americana.
Las condiciones que jesuitas, y luego franciscanos, agustinos y dominicos tuvieron que soportar para desarrollar su misión en China fueron, en principio, poco favorables: el budismo estaba profundamente enraizado en la población, urbana y rural, y existía una conciencia general de que las religiones extranjeras habían sido las impulsoras de diferentes sublevaciones. Si a esto se añade la prohibición papal de adaptar la doctrina cristiana a los ritos confucianos, la capacidad de acción misional disminuye decisivamente. No obstante, los informes de los jesuitas alcanzarían una gran difusión en el mundo espiritual europeo. Esta nueva imagen de China a ojos europeos, mucho más rica y fiable que la que había ofrecido Marco Polo, estuvo, por consiguiente, determinada por las concepciones de los jesuitas, consignadas por primera vez por escrito en los informes de Mateo Ricci, Adam Schall y el flamenco Fernando Verbiest. A raíz de esta nueva visión comenzaron a proliferar numerosas obras: China Illustrata de Atanasius Kircher, de 1667, o Novísima Sinica historiam nostri temporis illustratura de Leibniz, apenas treinta años después. Con el trasfondo de la Ilustración, en Europa de vieron impresionados con las representaciones idealizadas de funcionarios y letrados confucianos, los mandarines, y su posición en el estado, de modo que empezaron a trazarse paralelismos: Confucio se comparaba, por parte de numerosos figurativistas, con Platón, Sócrates o San Pablo; Malebranche creía observar un parentesco entre las doctrinas animistas chinas y aquellas de Spinoza; y Leibniz y Voltaire destacaron el valor eminentemente práctico de la doctrina ético-moral china que había imperado desde la consolidación imperial de época Han.
Esta serie de circunstancias, iniciadas por un auténtico “reconocimiento” moderno, desembocaron en una especie de sinomanía, según la cual China, y su solemne y antiguo exotismo empezaron a influir en las artes, a través de los bordados, las lacas y, sobre todo, las porcelanas, además de la jardinería. Estas mercancías llegaban en grandes cantidades a los hogares más refinados del occidente europeo, especialmente franceses e ingleses, dando pie a un período de proliferación de chinoseries que inundó Europa de refinados productos chinos. Aunado a esto, las teorías de los fisiócratas aprovecharon algunas sugerencias chinas al respecto de su sistema agrícola, y la idea europea de academia fructificó a partir de conceptos chinos, en concreto, del sistema de exámenes estatales confuciano, que premiaba el mérito, y que sería el fundamento del sistema de literatos-burócratas que se impuso desde la dinastía Han. China tuvo, por lo tanto, y de modo un tanto irónico, una acción “progresista” sobre la historia intelectual europea del siglo XVIII, lo que, curiosamente, contradecía la realidad china de aquel instante: lo que en Europa era expresión de progreso chino, la función de la burocracia confuciana en el seno del Imperio, en China había perdido su carácter progresista hacía mucho tiempo, fruto de la corrupción y el carácter elitesco y excesivamente ritual del grupo mandarinal. Durante este siglo se publicaron numerosas obras redactadas a partir de las informaciones recogidas por los misioneros, que concebían China como un estado ideal y como un modelo institucional, fundamentado en la razón y el derecho natural: Description générale de la Chine et de la Tartarie chinoise, de J.B. Halde, de 1735, o Description générale de la Chine, de J.B. Grosier ( 1785 ). Algunos filósofos como Leibniz, eruditos como Nicolás Fréret o políticos de la talla de Henri Bertin, mantuvieron, a su vez, una voluminosa correspondencia con los misioneros jesuitas. China ofreció a Europa, en esta época, ideas para la ciencia demográfica moderna, ciertos conceptos empleados por los fisiócratas acerca de la agricultura y la economía política ( como los reflejados por François Quesnay en Despotisme de la Chine, obra de 1767 ), y determinadas concepciones matemáticas y filosóficas, como el complejo concepto de li, principio inmanente de orden general que se manifiesta en todos los niveles del conjunto cósmico, sin ningún tipo de impulso mecánico. En el ámbito historiográfico, en este mismo siglo XVIII es cuando eruditos como Zhang Xuecheng, que había recogido el testigo de su colega Gu Yanwu, del siglo anterior, como principal representante de la crítica científica histórica al proponer el empleo de ciencias auxiliares para la comprensión histórica, como la epigrafía, la arqueología, la geografía o la fonética histórica, establece como tarea primordial conocer la historia de los territorios chinos, historia tan compleja que sólo podrá ser asimilada a través de monografías locales, para lo cual será necesario recopilar informaciones directas a través de encuestas orales a los ancianos y coleccionar inscripciones, manuscritos y tradiciones locales.
China y su cultura proporcionaron una imagen doble a la mirada eurocéntrica: la de una región exótica e idealizada, fruto, en ocasiones, de una idealización erudita de su historia y pensamiento por parte de personalidades no profesionales, y la de una elevada, rica y antigua civilización, que comenzó a revelarse en el momento en que se iniciaron los estudios serios, y relativamente exentos de prejuicios, que son la base de la moderna sinología. En cualquier caso, las propias fuentes históricas chinas, institucionalizadas y fuertemente sacralizadas, se encargaron de transmitir cierta imagen de una China eterna, tradicionalista, con una larga historia estática y uniforme. Esas fuentes son las responsables de una imagen de eternidad porque son un baluarte del tradicionalismo. La conciencia histórica no se extendía a los documentos. Cuando la historia tomaba su forma ortodoxa, moral y políticamente útil, gracias a las corrientes confucianas, los documentos se hacían poco interesantes, puesto que consistían en diarios de las actividades del emperador e informes cotidianos que se conservaban en el archivo del estado. De estos surgían las historias oficiales de las dinastías y los resúmenes documentales de un soberano. Estas funciones y objetivos conservadores de la historiografía china se hacen más evidentes debido a su institucionalización: los Anales oficiales se hacen casi sacros. La historiografía estaba dirigida por un funcionario, un ministro encargado, y los miembros de su equipo eran funcionarios de carrera sometidos a las relaciones autoritario-jerárquicas propias del confucianismo, por lo que siempre solía haber una opinión, oficial y ortodoxa, dominante, que se imponía. El material histórico se repartía y elaboraba, por lo tanto, de manera administrativa. Como regla general, las fuentes históricas estaban redactadas en un estilo cancilleresco, aburrido y sin gran valor literario, y el adoctrinamiento confuciano de los “historiadores” les hacía adoptar el punto de vista de las clases superiores, de modo que las referencias acerca de los grupos populares se hacen más difíciles de obtener. En términos globales, hay una preponderancia de los valores ético-morales sobre las particularidades de la verdad histórica.
A todo lo largo del siglo XIX, se mantuvo, especialmente en la historiografía europea, la idea de un estado eternamente detenido, en palabras de O. Ranke, en el sentido de que un régimen despótico era capaz de perpetuar indefinidamente los ideales y aptitudes sobre los que se basaba la sociedad. Este concepto de inmovilismo aplicado a su estado y sociedad, adquirió, como era de esperar, un carácter despectivo, de incapacidad de renovación. Siguiendo esta idea, que manifestaron claramente Hegel y Stuart Mill, la crítica occidental empezó a enjuiciar las causas de dicha inalterabilidad en las propias doctrinas de Confucio y sus seguidores, en el sistema administrativo de los funcionarios-letrados y en las particularidades de la escritura. Incluso algunos autores, como el caso de O. Spengler, hablaban de que los motivos primordiales eran factores biológicos y de constitución física. No obstante, durante este siglo XIX, los europeos mostraron nuevas y más ambiciosas preocupaciones sobre China, aunque como todavía se resistía a los manejos mercantiles occidentales, que darían lugar, entre otros hechos, a las Guerras del Opio, seguiría teniendo bastante “mala prensa”. En cualquier caso, la sinomanía del siglo XVIII empezaría a ceder, paulatinamente, su lugar a un “exotismo condescendiente”, alimentado por bagatelas que aportaban comerciantes y soldados y que colmaban la vanidad y el esnobismo de grupos pudientes y socialmente significativos. El progreso de las ciencias que estudian el pasado en Europa ofrece la posibilidad de que rápidamente se piense en su aplicación a los textos chinos, en especial, las rigurosas técnicas de análisis filológico, que ya se habían experimentado con bastante éxito en los estudios bíblicos y latinos. Esto sería el nacimiento de la sinología, es decir, de la aplicación al objeto chino de los métodos perfeccionados por los historiadores del pasado occidental, aun a sabiendas del riesgo que implicaba vincular un mecanismo pensado para occidente a las características de los estudios orientales, especialmente chinos y de la antigüedad. Aparecen, así, los estudios y traducciones pioneras de Stanislas Julien, Édouard Chavannes, Teilhard de Chardin, Cordier y Segalen, entre otros. Al mismo tiempo, algunas de las primeras excavaciones arqueológicas ( no se olvide la rareza, para esta época, de restos y vestigios arquitectónicos chinos, debido a que la historia tradicional se basaba, en esencia, en el material escrito por encima de todo ), permitirán desvelar épocas de un pasado ya periclitado. La tendencia de la sinología será, de este modo, estudiar el pasado más antiguo a costa de siglos más recientes, poniendo de moda algunos de los períodos imperiales más notables de la dilatada historia china, en específico la cosmopolita dinastía Tang ( 618-907 ) y su esplendorosa capital Chang’an.
En paralelo a la escuela francesa, pionera de la sinología, la anglosajona competirá en cantidad y calidad de trabajos científicos y de divulgación, de mano de los estadounidenses Torrance y Laufer, o los ingleses A. Waley y Needham. En cualquier caso, desde todas las naciones europeas empezaron a partir, ya a principios del siglo XX, diversas misiones de investigación: suecas, con Andersson, rusas ( Kozlov ) y alemanas ( Erke, Franke, von Le Coq ), lo que despertaría el interés de los propios investigadores chinos, como el afamado estudioso de la cultura antigua Feng Yulan. En el siglo XIX Kang Youwei se convierte en el principal historiador chino, evocando las teorías de los socialistas utópicos y del positivismo de Comte, en especial en lo referente a la división de la historia de la humanidad en estadios sucesivos. La filosofía positivista, la crítica a las instituciones absolutistas y la definición de un nacionalismo chino basado en un tipo de cultura concreto, serán las aportaciones genéricas de los historiadores y filólogos de principios del siglo XX, concretando con ello, un pensamiento liberal anti-manchú.
En las primeras décadas del siglo XX, en contacto directo y prolongado con occidente, los historiadores chinos se han dedicado a revisar su propia historia. Las adopciones marxistas de muchos de ellos los han conducido a dar una mayor importancia a los problemas campesinos y a las rebeliones, un problema recurrente a lo largo de la historia china, así como al papel ejercido por las minorías nacionales, es decir, las poblaciones no chinas, como los mongoles, tibetanos, uigures, tanguts, y otros, volviéndose, de esta manera, ideológicamente selectivos. No debemos olvidar, en este sentido, que casi el 92 por ciento de la población en China es de etnia Han, mientras que el porcentaje restante se lo distribuyen 55 minorías o nacionalidades, como los Miao, los Man ( antiguos manchúes ), los Hui, Tujia y Yao. Por otro lado, el desarrollo económico de la República Popular, que ha traído consigo grandes movimientos de tierras con la finalidad de llevar a cabo la reforma agraria, ha permitido sacar a la luz nuevos enclaves arqueológicos, que han provocado la multiplicación de las excavaciones y la obtención de un material que, en muchos casos, cuestiona los datos de la historia tradicional. Durante el siglo pasado nuevos descubrimientos dieron un poderoso impulso a las investigaciones en el campo de las ciencias históricas: las inscripciones sobre huesos y caparazones de tortugas de fines del II milenio a.e., las excavaciones de Anyang, una de las capitales de los Shang, el descubrimiento de los manuscritos sobre papel de los siglos V al X en el Gansu occidental, muchos de ellos sutras budistas, o la apertura de los archivos Ming y Qing. Esta serie de trabajos fueron encabezados por la pionera Escuela de Zhejiang, heredera de la escuela de estudios críticos del siglo XVIII, y cuyo principal representante fue Yu Yue. Hoy en día, a pesar de los ciclópeos proyectos de ingeniería que se están llevando a cabo, como la famosa represa de las Tres Gargantas en el río Chanjiang ( Yangze ), que están remodelando el espacio chino de manera vertiginosa, y que han provocado la desaparición de innumerables yacimientos y monumentos histórico-artísticos, el frenesí por el conocimiento, desatado por primera vez a partir de los años 50 y 60, ha propiciado nuevos impulsos de curiosidad y la aplicación de novedosos métodos sociológicos y lingüísticos, proliferando, con ello, traducciones a lenguas occidentales de los clásicos, con su respectivo aparato crítico, y gran cantidad de monografías eruditas sobre arte o filosofía. Las investigaciones más recientes demuestran que la historia de China fue mucho más dinámica de lo que se pensaba, aunque con un desarrollo lento y sin grandes transformaciones ni renacimientos abruptos. En la filosofía social china, la riqueza no era un requisito esencial, en virtud de la especial valoración del grupo y de la sociedad frente al individuo, por lo que el puritanismo comunista estuvo siempre en armonía con la tradición, y las instituciones tuvieron en todo momento especial relevancia, tanta, que el derecho no tuvo, salvando períodos muy concretos, como el del predominio del legalismo en época del primer emperador Shi Huangdi, una esfera de actuación superior ni a ellas ni al emperador. Esto significa, en resumidas cuentas, que en China no se creó una verdadera teoría del estado.
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