11 de marzo de 2019

Historias del mito (II): enseñanza, aprendizaje y ejemplo


Seis. Las interpretaciones al respecto de las formas y los sentidos últimos presentes en las sepulturas humanas del Paleolítico superior suele dar mucho de sí, aunque sea usando, en muchas ocasiones, analogías que no siempre están libres de sospecha en cuanto a su real valor antropológico en estudios de esta condición. El mamut aparece muy asociado a las tumbas paleolíticas. Los casos de Wisternitz y Prédmost, en donde se emplearon diversos huesos de estos animales para resguardar tumbas humanas, son elocuentes. En consecuencia, ¿deberíamos concluir que los humanos del Paleolítico deseaban poner a sus muertos bajo la especial protección del mamut en virtud de que su apariencia motivaría el alejamiento de los espíritus malos?, o ¿el mamut sería concebido como un espíritu protector, de manera similar a como los pigmeos consideran al elefante una mítica encarnación de una divinidad superior?. Muy frecuentemente también, los restos humanos suelen aparecen reposando sobre capas de ocre encarnado. Se ha dicho que no sería esta una “ofrenda” sino que habría habido una asimilación de las gentes del Paleolítico de esta sustancia con la sangre, es decir, que el ocre proveería al cuerpo pálido sin vida de una apariencia externa sanguinolenta, vital. ¿Es relevante, o no, por tanto, que haya una discrepancia al respecto del significado del color en, por ejemplo, China, en donde dicho color es signo de duelo y tendríamos, entonces, que entender que el empleo del ocre rojo no es signo de vida, sino de muerte (al margen de que una y otra comprenden el mismo acto)?. Gran número de sepulturas humanas han sido halladas debajo de hogueras, lo cual podría ser indicio de algún tipo de rito consciente y no azaroso. En tal sentido, ¿debemos despreciar la idea del “frío” que los muertos sufren y la consiguiente necesidad de calentarlos?. En Heródoto se cuenta cómo Mélisa, esposa difunta del conocido tirano Periandro de Corinto, se dirige a su marido manifestándole el frío que pasaba y, de paso, quejándose de que los vestidos con los que su esposo la había enterrado no la tornaban del frío porque no habían sido incinerados. Mundo de posibilidades que pueden no parecer extrañas (y no lo son) pero que difícilmente pueden demostrarse.
Siete. Las fresas con nata, o en su defecto yogur, es un postre apetecido en casa. El problema, me dice mi mujer, es que la nata desaparece mágicamente de la nevera en cuestión de pocas horas. Mi hijo niega cualquier tipo de implicación al respecto. Hace un par de días, leyendo uno de esos libros de Gerónimo Stilton que tanto gustan a los infantes, mi hijo me comenta, con una agudeza digna de encomio, que ya sabe qué ocurre con la nata y su misteriosa desaparición: se la devora el Comepapas, brujo desdentado y muy goloso que se suele transformar en mosca para chupar aquella nata sin “vigilancia”. Tras las pertinentes risas al respecto, le recuerdo ejemplos de seres fantásticos y legendarios cuyas particularidades son, como poco, pintorescas. Es el caso, a cuenta de las moscas, de las Cogas, brujas de Cerdeña que se metamorfosean en moscones; de Far Darrig, un colmilludo duende irlandés francamente hostil que inspira pesadillas (vano intento de acongojarlo); de Fuddettu, duende que cabalga un sapo que devora huevos de gallina y como divertimento tiene la fama de intercambiar la sal por el azúcar o el aceite por el vinagre; de Janara, famosa bruja de la Campania (cuya iconografía recuerda ciertos demonios babilónicos, los eidola griegos y representaciones vasculares de almas de difuntos etruscos), que gusta de chillar en los oídos de sus víctimas después de entrar volando por las ventanas; del duende ruso Ovinnik, que se transforma en gato negro pero ladra; y, sobre todo (le advierto), de la célebre bruja tártara que cabalga al revés y responde por Sural. Esta bruja, cuyo único temor es el agua (nunca se lava), se especializó en hacer interminables cosquillas a sus víctimas. Esta última si logró poner en guardia al niño, porque tiene cosquillas hasta en el velo del paladar.
Ocho. Cuando Anu ofrece a Adapa el pan y el agua de la vida, éste los rechaza. ¿Una vanidosa equivocación humana por la que pierde la inmortalidad o un capricho de dioses juguetones?. En Mesopotamia, la muerte provocaba temor, entendiéndose que la misma era el destino ineludible de la humanidad (por eso Gilgamesh fracasa en la búsqueda de la inmortalidad, siendo Utnapishtim-Ziusudra una excepción poco clarificadora). De hecho, los dioses decretaron la muerte para el ser humano. El fallecido va a un oscuro, frío, tétrico y poco esperanzador inframundo, en el que se come cieno y del que no se regresa, lo que implica que una vez muerto todos somos iguales y nada es imperecedero. Los dioses escapan a este terrible destino (aunque algunos mueren, por ejemplo Enuma Elis, con Kingu, Apsu y, sobre todo, Dumuzi, el Tammuz acadio que recuerda a Osiris y se relaciona con Adonis en Siria) y en eso consiste, precisamente, su divinidad. Así, la muerte es el final del hombre y no parece haber existido nada semejante a la inmortalidad del alma. Una vez muerto, del individuo quedaba el cadáver pero también el ánima, espectro o espíritu (algo sutil pero siempre material), y que no era un alma o espíritu puro. Mucha corporeidad y mucho materialismo, por tanto. Negada la inmortalidad (la única posible es formar parte de los antepasados), la tarea humana residía (afirma con contundencia la tabernera Siduri en el poema de Gilgamesh) en disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Posicionamiento muy extendido, qué duda cabe.
Nueve. La Ilíada, Sófocles, Platón, Horacio y Quinto de Esmirna; Estacio, Filóstrato, Píndaro, Apolodoro, Virgilio, Higino y Ovidio, entre otros, mencionan la muerte de Aquiles. El gran héroe épico muere a traición. De lejos le llega la flecha disparada por Apolo (o Paris). Y debe recordarse que el arco no es en la Ilíada un arma noble, como la lanza o la espada, sino un instrumento de escasa nobleza, usado por un individuo tan vil como Pándaro, que con su flecha hiere a Menelao, enfrentado en duelo con Paris. La intervención de Apolo, disparando la saeta o guiando con precisión su curso es también, se diría, un golpe bajo. El luminoso dios délfico tiene un lado terrible y sanguinario. En la épica, Apolo no maneja el cuchillo de los sacrificios, sino el arco infalible. Quinto de Esmirna resalta, de la muerte de Aquiles, la feroz enemistad del dios que actúa directamente, lanzando desde el cielo su flecha mortífera. Aquiles comete hybris al desobedecer y rechazar el mandato directo de Apolo, ciertamente. Pero se puede recordar que en la Ilíada otro caudillo aqueo, Diomedes, había combatido contra un par de deidades, y no había sido castigado tan implacablemente.
Diez. La hija de Edipo, Antígona, es la protagonista de un gesto de rebeldía ante un decreto del tirano Creonte que le impedía rendir homenaje fúnebre a su hermano Polinices (“el muy odiado”). Rebelde y solitaria, desafía al poder, defendiendo los deberes de la familia frente al Estado (que encarna Creonte). Dos derechos opuestos frente a frente, diría Hegel. Señalaría alguno que Antígona, quebrantando la ley de la ciudad, es la heroína víctima del terror del Estado, la afirmadora de una moral individualista y una mártir del amor familiar, lo cual añade elementos de gloria a su valor y una aureola romántica a su martirio. Pero Creonte, dirán otros, tiene también sus razones. Desea dar un ejemplo a la ciudad dejando sin sepultura a un desterrado fratricida que intentaba destruir su propia patria. Quiere anteponer la ley de la ciudad a los afectos personales y familiares. Quiere justicia ejemplar e inflexible, aunque también será arrastrado por la catástrofe trágica, configurándose como un verdadero héroe trágico, con su peripéteia, su hamartía y su anagnórisis, según el esquema de Aristóteles. Probablemente, el espectador griego compadecía a la joven heroína, reconociendo que merecía ser castigada por su acción descontrolada y subversiva. Y es que desde el punto de vista de la polis Creonte tenía razón: es Antígona quien desata una violencia a la que la ley del tirano quiere frenar. Creonte, como representante de la polis, tiene el derecho de disponer del cadáver del traidor, aunque el modo en que ejerce este derecho exponiendo el cadáver de Polinices ultraja a los dioses. La causa de Antígona, por su lado, es justa y justificada; su acción es justa porque suprime la ofensa a los dioses, pero también injusta, pues se opone al orden ciudadano, subvirtiendo sus jerarquías. Pero todavía hay algo más. Evitar que el cadáver de un familiar sea deshonrado es un deber que obliga a los miembros del génos, pero nunca a las mujeres, carentes de medios para velar por la honra de los difuntos. En tal sentido, Antígona posee una masculina arrogancia. No conviene olvidar que la desobediencia, esa rebeldía que comporta cierta grandeza de ánimo, se suele pagar con el sufrimiento, la catástrofe y hasta con una desastrosa muerte.
Once. Las figuras de lo Trascendente, eso que denominamos el Absoluto o el Uno, son irrepresentables, al menos en principio, pues  necesitan símbolos para poder ser nombrados (aunque sean inefables e innominables). Es decir; sin nombres, los tienen (véase Tao, Brahman, etc.). Al personalizar lo Infinito hablamos de deidades. En las religiones, los dioses tienen “función”, actuada en los mitos; tienen un nombre y, habitualmente, una representación; incluso una localización. Los dioses actúan en el mito; en consecuencia, solamente ellos, actores protagonistas, son capaces de hacer pasar de la primordialidad esencial al tiempo y espacio de nuestra experiencia. Instauran todo aquello que tiene sentido en la experiencia histórica. Así pues, en un relato de estructura mítica las divinidades importan realmente por lo que hacen, no por lo que son (se trata básicamente de dramatis personae del relato). El mito narra lo que los Dioses hicieron. Y lo hicieron en los orígenes, haciendo que las cosas sean lo que ahora son. En los rituales somos nosotros, los seres humanos, los que hacemos lo que en el mito hacen los dioses. No en vano, se dice en la Taittirîya Brâhmana que así han hecho los dioses y (por tanto) así hacen (hacemos) los humanos.
Doce. Por descontado, el mito ni es ciencia ni es historiografía. A ambas las supera ontológicamente. Si bien en el mito puede existir un componente etiológico, normalmente es secundario y no anula el otro, auténticamente esencial: el de la significación. Aunque se conozca el origen “causal” de una realidad, el mito lo ignora y se centra en su origen primordial. El acontecimiento originario narrado en el mito no explica, sino que trans-significa. Ahora bien, sin ser historiográfico, el mito sin embargo debe referirse a la historia real. Lo que ocurre es que no la describe, la interpreta. Esto es decir que a través del mito se “comprenden” las cosas (también se justifican) y, por ende, no se cambian; en tal sentido, se hacen modélicos. El mito refleja, sin dudas, la percepción de la realidad. Eso sí, cuando ésta cambia por factores exteriores a la cosmovisión, los mitos fundantes necesitan ser releídos. Por consiguiente, pueden ser “recreados”. O bien se modifican elementos específicos del relato para que en su nueva expresión reelaborada el mito vuelva a ser paradigma de la nueva “realidad”, como lo que ocurrió en aquellos del Génesis, que son relecturas, con profundas transformaciones, de mitos mesopotámicos que recalaron en Judea; o bien se producen otros nuevos, que responderán arquetípicamente a la nueva realidad. Fascinantes procesos de resignificación. En muchas ocasiones, importa más la gramática para desentrañar los textos que la dialéctica para distinguir conceptos (y hasta intuir situaciones). Y es que todo se puede a llegar a desvanecer en la niebla: el pasado puede ser borrado, el borrón olvidado y la mentira convertida en verdad.

Prof. Dr. Julio López Saco
UM-FEIAP, marzo, 2019.

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