Imágenes, de arriba hacia abajo: cilindro-sello neo
asirio en el que se representa, presumiblemente, la lucha entre Tiamat y
Marduk. Siglos IX-VIII a.e.c.; kudurru de época casita (1530-1160 a.e.c.) con
un contrato. En la parte superior se pueden observar los testigos divinos
representados con sus símbolos. Museo Británico; (abajo), sello cilíndrico
sumerio en el que se representa la lucha primordial entre Marduk y Tiamat.
Los mitos etiológicos arrojan luz sobre la formación
del Universo. Inicialmente el cielo y la tierra estaban unidos (probablemente
en forma de montaña) y posteriormente fueron separados. Dependiendo de la
fuente, bien Enlil o la diosa Nammu son los responsables de la separación. Una
reconstrucción verosímil señala que desde la perspectiva sumeria, un gran
abismo de agua dulce originó el cielo y la tierra, unidos en un todo conjuntado
bajo la forma de montaña. De esta unión habría nacido Enlil, una deidad
atmosférica que habría separado el cielo de la tierra. En las cosmogonías
babilónicas el procedimiento es semejante. Unas hablan de la creación de los
dioses por Anu, mientras que otras mencionan la separación cielo-tierra y
señalan que todo era, inicialmente, un enorme mar. Los redactores del Enuma Elish, tal vez remontándose a
tradiciones más arcaicas, afirman que en los orígenes el agua salada (Tiamat) y
el agua dulce (Apsu) estaban mezcladas en un todo indiferenciado[1].
Los dioses serían creados en el interior del caos líquido. La pareja inicial
adquiriría su individualidad disociándose de los elementos del magma arcaico
primitivo. Los primeros que se mencionan son Lahmu y Lahamu; los siguientes son
Anshar y Kishar siguen siendo totalidad, pero ya superior e inferior.
La primera personalidad individual de una tríada
clásica es Anu, aunque la deidad con verdadera primera personalidad es Ea, una
divinidad del agua ya claramente antropomorfizada, que porta el epíteto sumerio
Nudimmut. Los dioses contemporáneos de Ea se verán inmersos en un conflicto con
sus propios antepasados debido al molesto
ruido que provoca la generación más joven. Si este es el motivo, ello
significaría que la generación más antigua serían seres de una existencia
larvaria, que no se adaptan a los ritmos de la existencia posteriores. Los
dioses jóvenes descargan su suerte en Marduk, un hijo de Ea para enfrentarse a
Tiamat. Ambos se encuentran y la victoria cae del lado de Marduk. Del
monstruoso Tiamat, cortado en dos mitades, se conformará el Universo.
La tierra, los dioses y los hombres forman parte
integrante del Universo, pues todos ellos emergen de la misma materia primitiva
y se incluyen en su devenir. Cosmogonía y teogonía se identifican y no hay
presencia de demiurgo. Lo sagrado absorbe lo profano y hasta el mal germina en
la conciencia de las deidades.
El relato del Enuma
Elish formaba parte del ritual del Año Nuevo. En consecuencia, las
preocupaciones presentes en el mismo son religiosas. Marduk crea, ordena y rige
todo para los dioses. Las deidades, en agradecimiento y homenaje, le erigen el Esagil, el templo babilónico. Se puede
apreciar, entonces, cómo lo divino domina toda la concepción del Universo.
Los sumerios, como más tarde harían los babilonios,
adoraron tres tipos de deidades. Uno de ellos se refiere a los que pertenecen a
las partes o sectores del mundo (el cielo, el agua, la tierra, el subsuelo o
inframundo); otro tiene que ver con los astros, sobre todo el sol, la luna y
diversas estrellas; y finalmente, las divinidades asociadas a fenómenos
naturales, como el fuego, los vientos huracanados, el rayo, o los elementos
fecundantes. Indudablemente se trasluce en esto un vínculo cercano con la
naturaleza. El ser humano es débil y minúsculo ante las fuerzas naturales,
muchas veces incomprensibles e inconmensurables, como la fuerza de un viento o
lo inmenso del cielo. Para comprender tales fuerzas, el ser humano imagina
personalidades subyacentes en ellas, a las que adora con gran devoción en
virtud de su mayor poder.
Cada divinidad intenta aglutinar en sí misma una
totalidad de funciones y la totalidad de lo sacro. En Mesopotamia, en
consecuencia, pudo haber una aprehensión directa de lo divino que luego daría
origen a especificaciones concretas que pudieron apoyarse, eso sí, en algunas
observaciones comunes. La naturaleza de lo divino se expresaría de modos diversos
según la cultura de la que se trate.
Los dioses mesopotámicos se representan de modo
antropomorfo. No son simples espíritus, pues tienen corporalidad y sexo, pero
además lugar de habitación y se desplazan de un lugar a otro. Proceden de la
materia primitiva. Sin embargo, las divinidades sumerias parecen estar más
apegadas a la naturaleza que las asirias o babilónicas. Son dioses, los
sumerios, más aguerridos y con cierta amoralidad inherente, mientras que las
divinidades semitas se alejan más de la naturaleza y se conforman más al
espíritu humano, lo que no implica que puedan ser concebidos igual de lejanos
que los sumerios. Los dioses semitas pueden inspirar confianza y afecto, pero
también pueden sembrar temor, castigando severamente la transgresión de su
voluntad. Con los semitas lo divino, en definitiva, se desplaza hacia nuevas
direcciones y rumbos.
En los himnos sumerios se habla de la noción de Me, una suerte de regla arquetípica que
conforma la raíz de la existencia de los seres y de las diferentes actividades
creadas. Me conduce tales
actividades, estableciendo su naturaleza y funcionamiento. Aunque los dioses
poseen Me, no dejan de ser poderes
eternos, impersonales, que se pueden hacer concretos en los seres que los
ejecutan[2].
Estas fuerzas no son objeto de conocimiento. Son incognoscibles, y parecen
manifestaciones de fueras de un más allá incomprensible que solamente es capaz
de percibir la intuición religiosa.
Si en realidad los sumerios concibieron la existencia
de potencias divinas abstractas, autónomas respecto a las divinidades, es
factible que no les transfirieran la totalidad de lo numinoso. De modo
contrario, los semitas no concibieron trascendencia externa a los dioses. La
expresaron desarrollando la personalidad divina hasta los límites del
monoteísmo.
Se conocen, desde el III Milenio a.e.c., a través de
una lista procedente de Shuruppak, una suerte de panteón sumerio. En la lista
se recogen setecientos nombres divinos ordenados por prelación. Posteriormente,
se formarán agrupaciones, díadas, tríadas y tétradas de grandes deidades. La
sistematización se observa culminada en una lista canónica denominada An Anum, en la que se clasifican dos mil
quinientas deidades según sus genealogías y funciones. Sin embargo, la
tendencia a la fusión de diversas personalidades divinas estuvo siempre
latente. El sincretismo fue una opción válida. Los babilonios, por ejemplo,
asimilan sus deidades al panteón sumerio, un proceso facilitado por la
situación histórico-política. Los imperios universales, babilonio y asirio, que
propician la unificación territorial, alientan también la del panteón. La
centralización favorecerá a las grandes deidades nacionales (Assur en Asiria, y
Marduk en Babilonia), hasta el punto de que en ciertos textos, los demás dioses
son descritos como manifestaciones o como órganos de estos dioses
“principales”. Incluso se señalaba que ambos se habían creado a sí mismos,
fracturando así la arcaica tradición oficial del Enuma Elish.
Además de la tendencia hacia la unidad, comienza a producirse
una profundización del concepto de deidad misma. Aunque permanecerá siempre la
antropomorfización, habrá un auge de la abstracción y del sentimiento de lo
desconocido. Esto conllevará el uso de símbolos (numéricos, astrales) para
sustituir los nombres de algunas deidades. En muchos relieves figurados, de
hecho, el silueteado humano se remplaza por el símbolo. Así, por ejemplo, un
rayo representará a Adad o una estrella a Ishtar. De tal manera, abstracción y
sincretismo van de la mano sin propiciar contradicciones insalvables.
La fuerte mentalidad teocéntrica en la Mesopotamia
antigua le concedió al ser humano un lugar poco destacado. Fue creado (de
diversos modos según qué tradición) con la función de servir a las divinidades.
Los mitos asirios y babilónicos sugieren que el ser humano tiene una directa
filiación divina (Marduk y Aruru; la diosa Mami con arcilla; Ninhursaga con
sangre de deidad mezclada con arcilla; de la sangre de Kingu, seguidor
principal de Tiamat, a través de la participación de Ea). Este último caso es
revelador, pues la muerte de Kingu conlleva un efecto doble: por una parte,
libera a los dioses de la carga que soportaban; y por otro, permite la creación
de servidores que les descarguen de preocupaciones. De algún modo, por su naturaleza
el ser humano perpetúa la muerte, en sacrifico cruento, de Kingu, quien asume
de modo indirecto la falta divina. El ser humano es inocente pero impuro.
La sangre puede ser vista como sede de la vida
terrena, si bien la insistencia en los textos del aliento, acaba dándole a este
término el sentido de vida. Es un hálito otorgado por los dioses a los hombres
al nacer. Cuando mueren se lo retiran, y la persona se convierte en una suerte
de sombra indiferenciada (llamada etimmu),
errante en busca de alimento y de una sepultura adecuada. La suerte del
fallecido es sombría y triste. Los muertos están rodeados de oscuridad y se
alimentan de polvo.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Julio, 2017.
[1] La concepción del caos original, con aguas dulces y
saladas pudo nacer de un proceso de observación, pues en las marismas
mesopotámicas se mezclaban las aguas de los ríos con el mar, dando lugar a
islas flotantes arenosas pobladas de cañaverales. Sin embargo, todo el proceso
originario es, sin duda, fruto de la imaginación mítica.
[2] Una analogía de Me
con las ideas platónicas o con el Absoluto propio de muchos pensadores indios
es realmente difícil de establecer, más allá de lo sugerente que pudiera ser.
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