25 de julio de 2017

El Universo, lo divino y lo humano en la mentalidad de la antigua Mesopotamia



Imágenes, de arriba hacia abajo: cilindro-sello neo asirio en el que se representa, presumiblemente, la lucha entre Tiamat y Marduk. Siglos IX-VIII a.e.c.; kudurru de época casita (1530-1160 a.e.c.) con un contrato. En la parte superior se pueden observar los testigos divinos representados con sus símbolos. Museo Británico; (abajo), sello cilíndrico sumerio en el que se representa la lucha primordial entre Marduk y Tiamat.

Los mitos etiológicos arrojan luz sobre la formación del Universo. Inicialmente el cielo y la tierra estaban unidos (probablemente en forma de montaña) y posteriormente fueron separados. Dependiendo de la fuente, bien Enlil o la diosa Nammu son los responsables de la separación. Una reconstrucción verosímil señala que desde la perspectiva sumeria, un gran abismo de agua dulce originó el cielo y la tierra, unidos en un todo conjuntado bajo la forma de montaña. De esta unión habría nacido Enlil, una deidad atmosférica que habría separado el cielo de la tierra. En las cosmogonías babilónicas el procedimiento es semejante. Unas hablan de la creación de los dioses por Anu, mientras que otras mencionan la separación cielo-tierra y señalan que todo era, inicialmente, un enorme mar. Los redactores del Enuma Elish, tal vez remontándose a tradiciones más arcaicas, afirman que en los orígenes el agua salada (Tiamat) y el agua dulce (Apsu) estaban mezcladas en un todo indiferenciado[1]. Los dioses serían creados en el interior del caos líquido. La pareja inicial adquiriría su individualidad disociándose de los elementos del magma arcaico primitivo. Los primeros que se mencionan son Lahmu y Lahamu; los siguientes son Anshar y Kishar siguen siendo totalidad, pero ya superior e inferior.
La primera personalidad individual de una tríada clásica es Anu, aunque la deidad con verdadera primera personalidad es Ea, una divinidad del agua ya claramente antropomorfizada, que porta el epíteto sumerio Nudimmut. Los dioses contemporáneos de Ea se verán inmersos en un conflicto con sus propios antepasados debido al  molesto ruido que provoca la generación más joven. Si este es el motivo, ello significaría que la generación más antigua serían seres de una existencia larvaria, que no se adaptan a los ritmos de la existencia posteriores. Los dioses jóvenes descargan su suerte en Marduk, un hijo de Ea para enfrentarse a Tiamat. Ambos se encuentran y la victoria cae del lado de Marduk. Del monstruoso Tiamat, cortado en dos mitades, se conformará el Universo.
La tierra, los dioses y los hombres forman parte integrante del Universo, pues todos ellos emergen de la misma materia primitiva y se incluyen en su devenir. Cosmogonía y teogonía se identifican y no hay presencia de demiurgo. Lo sagrado absorbe lo profano y hasta el mal germina en la conciencia de las deidades.
El relato del Enuma Elish formaba parte del ritual del Año Nuevo. En consecuencia, las preocupaciones presentes en el mismo son religiosas. Marduk crea, ordena y rige todo para los dioses. Las deidades, en agradecimiento y homenaje, le erigen el Esagil, el templo babilónico. Se puede apreciar, entonces, cómo lo divino domina toda la concepción del Universo.
Los sumerios, como más tarde harían los babilonios, adoraron tres tipos de deidades. Uno de ellos se refiere a los que pertenecen a las partes o sectores del mundo (el cielo, el agua, la tierra, el subsuelo o inframundo); otro tiene que ver con los astros, sobre todo el sol, la luna y diversas estrellas; y finalmente, las divinidades asociadas a fenómenos naturales, como el fuego, los vientos huracanados, el rayo, o los elementos fecundantes. Indudablemente se trasluce en esto un vínculo cercano con la naturaleza. El ser humano es débil y minúsculo ante las fuerzas naturales, muchas veces incomprensibles e inconmensurables, como la fuerza de un viento o lo inmenso del cielo. Para comprender tales fuerzas, el ser humano imagina personalidades subyacentes en ellas, a las que adora con gran devoción en virtud de su mayor poder.
Cada divinidad intenta aglutinar en sí misma una totalidad de funciones y la totalidad de lo sacro. En Mesopotamia, en consecuencia, pudo haber una aprehensión directa de lo divino que luego daría origen a especificaciones concretas que pudieron apoyarse, eso sí, en algunas observaciones comunes. La naturaleza de lo divino se expresaría de modos diversos según la cultura de la que se trate.
Los dioses mesopotámicos se representan de modo antropomorfo. No son simples espíritus, pues tienen corporalidad y sexo, pero además lugar de habitación y se desplazan de un lugar a otro. Proceden de la materia primitiva. Sin embargo, las divinidades sumerias parecen estar más apegadas a la naturaleza que las asirias o babilónicas. Son dioses, los sumerios, más aguerridos y con cierta amoralidad inherente, mientras que las divinidades semitas se alejan más de la naturaleza y se conforman más al espíritu humano, lo que no implica que puedan ser concebidos igual de lejanos que los sumerios. Los dioses semitas pueden inspirar confianza y afecto, pero también pueden sembrar temor, castigando severamente la transgresión de su voluntad. Con los semitas lo divino, en definitiva, se desplaza hacia nuevas direcciones y rumbos.
En los himnos sumerios se habla de la noción de Me, una suerte de regla arquetípica que conforma la raíz de la existencia de los seres y de las diferentes actividades creadas. Me conduce tales actividades, estableciendo su naturaleza y funcionamiento. Aunque los dioses poseen Me, no dejan de ser poderes eternos, impersonales, que se pueden hacer concretos en los seres que los ejecutan[2]. Estas fuerzas no son objeto de conocimiento. Son incognoscibles, y parecen manifestaciones de fueras de un más allá incomprensible que solamente es capaz de percibir la intuición religiosa.
Si en realidad los sumerios concibieron la existencia de potencias divinas abstractas, autónomas respecto a las divinidades, es factible que no les transfirieran la totalidad de lo numinoso. De modo contrario, los semitas no concibieron trascendencia externa a los dioses. La expresaron desarrollando la personalidad divina hasta los límites del monoteísmo.
Se conocen, desde el III Milenio a.e.c., a través de una lista procedente de Shuruppak, una suerte de panteón sumerio. En la lista se recogen setecientos nombres divinos ordenados por prelación. Posteriormente, se formarán agrupaciones, díadas, tríadas y tétradas de grandes deidades. La sistematización se observa culminada en una lista canónica denominada An Anum, en la que se clasifican dos mil quinientas deidades según sus genealogías y funciones. Sin embargo, la tendencia a la fusión de diversas personalidades divinas estuvo siempre latente. El sincretismo fue una opción válida. Los babilonios, por ejemplo, asimilan sus deidades al panteón sumerio, un proceso facilitado por la situación histórico-política. Los imperios universales, babilonio y asirio, que propician la unificación territorial, alientan también la del panteón. La centralización favorecerá a las grandes deidades nacionales (Assur en Asiria, y Marduk en Babilonia), hasta el punto de que en ciertos textos, los demás dioses son descritos como manifestaciones o como órganos de estos dioses “principales”. Incluso se señalaba que ambos se habían creado a sí mismos, fracturando así la arcaica tradición oficial del Enuma Elish.
Además de la tendencia hacia la unidad, comienza a producirse una profundización del concepto de deidad misma. Aunque permanecerá siempre la antropomorfización, habrá un auge de la abstracción y del sentimiento de lo desconocido. Esto conllevará el uso de símbolos (numéricos, astrales) para sustituir los nombres de algunas deidades. En muchos relieves figurados, de hecho, el silueteado humano se remplaza por el símbolo. Así, por ejemplo, un rayo representará a Adad o una estrella a Ishtar. De tal manera, abstracción y sincretismo van de la mano sin propiciar contradicciones insalvables.
La fuerte mentalidad teocéntrica en la Mesopotamia antigua le concedió al ser humano un lugar poco destacado. Fue creado (de diversos modos según qué tradición) con la función de servir a las divinidades. Los mitos asirios y babilónicos sugieren que el ser humano tiene una directa filiación divina (Marduk y Aruru; la diosa Mami con arcilla; Ninhursaga con sangre de deidad mezclada con arcilla; de la sangre de Kingu, seguidor principal de Tiamat, a través de la participación de Ea). Este último caso es revelador, pues la muerte de Kingu conlleva un efecto doble: por una parte, libera a los dioses de la carga que soportaban; y por otro, permite la creación de servidores que les descarguen de preocupaciones. De algún modo, por su naturaleza el ser humano perpetúa la muerte, en sacrifico cruento, de Kingu, quien asume de modo indirecto la falta divina. El ser humano es inocente pero impuro.
La sangre puede ser vista como sede de la vida terrena, si bien la insistencia en los textos del aliento, acaba dándole a este término el sentido de vida. Es un hálito otorgado por los dioses a los hombres al nacer. Cuando mueren se lo retiran, y la persona se convierte en una suerte de sombra indiferenciada (llamada etimmu), errante en busca de alimento y de una sepultura adecuada. La suerte del fallecido es sombría y triste. Los muertos están rodeados de oscuridad y se alimentan de polvo.

Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Julio, 2017.



[1] La concepción del caos original, con aguas dulces y saladas pudo nacer de un proceso de observación, pues en las marismas mesopotámicas se mezclaban las aguas de los ríos con el mar, dando lugar a islas flotantes arenosas pobladas de cañaverales. Sin embargo, todo el proceso originario es, sin duda, fruto de la imaginación mítica.
[2] Una analogía de Me con las ideas platónicas o con el Absoluto propio de muchos pensadores indios es realmente difícil de establecer, más allá de lo sugerente que pudiera ser.

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