30 de septiembre de 2020

Arte y religión: retoños de la mente simbólica humana

Una buena cantidad de productos de nuestro cerebro que son capaces de mover pasiones (fantasía, mitos, imaginación), pueden clasificarse en el marco de dos facetas universales propias del comportamiento humano, que definen nuestra especie, a pesar de que desde la perspectiva de la sobrevivencia se puedan contemplar como inútiles: el arte y la religión, las cuales han marcado el devenir de la historia humana. El desarrollo de nuestra mente simbólica, fundamento de ambas, es una mente que trasciende la realidad inmediata. Es la mente que ya tenían aquellos neandertales que adornaban su cuerpo con conchas de diversos colores. Las creencias religiosas y las artes se contemplan como un juego vital, una parte decisiva del juego social. Y es que la principal característica humana parece ser antes el juego que la sapiencia. Desde la óptica zoológica ambos productos son extraños pues concentran valores sociales y rangos emocionales.

El arte es capaz de producir placer biológico, tangible y con profunda intensidad. Su apreciación provoca acción y movimiento, emoción y empatía. Tal vez los ornamentos corporales personales hayan sido el motor de la posterior evolución cultural del arte figurativo. Los más arcaicos ejemplos de adorno personal se hallaron en la cueva de Blombos, en Sudáfrica, en donde aparecieron caracoles marinos de unos ochenta mil años de antigüedad, perforados con la intención de ser ensartados en un collar. A pesar de que faltan evidencias de la función social del arte figurativo, zoomorfo o antropomorfo, no se puede descartar que se destacase por su propensión a impresionar a los demás. Hasta es probable que el sapiens quisiera demostrar su superioridad sobre los neandertales en Europa precisamente haciendo ostensible sus refinadas y precisas habilidades motoras necesarias para producir obras estéticas. Aquí cobra valor el supuesto de que el arte, como otras facetas humanas, es un juego. En cualquiera de los casos el arte, tanto el adorno personal, como el arte figurativo, pictórico o escultórico de los cromañones, es una manifestación de una mente simbólica.

Se suele señalar a las inhumaciones intencionadas como la seña que indica la presencia de creencias religiosas en los grupos humanos. La célebre Sima de los Huesos en Atapuerca (Burgos) puede haber sido un lugar de acumulación intencionada de cadáveres por parte del Homo heidelbergensis, hace más de medio millón de años. Una clave para entender la religiosidad humana, no obstante, es la presencia en el ser humano de una mente modelada para vivir socialmente, la cual permite entender como agentes causales una serie de cosas que en realidad no lo son. Astros, piedras, nubes, objetos de distinto tipo pueden poseer “vida” y “voluntad”; es decir, tener intencionalidad. El ser humano, como buscador de mentes, cree encontrarlas en todas partes, lo que significa que las creencias religiosas pudieron crearse a partir de tales mecanismos mentales.

Con un menor atisbo de duda, se puede decir que las creencias religiosas desempeñan un rol destacado en la cohesión grupal. Una razón factible de las religiones puede ser la sugestión, capacidad probablemente única del ser humano. Las personas pueden ser sugestionadas, y si quien sugestiona es superior jerárquicamente (una autoridad) al sugestionado, el efecto se multiplica exponencialmente. Tal es así que muchas religiones han podido emplear el efecto sugestionador como un mecanismo potenciador de la credibilidad. Un fenómeno, que también puede fomentar la sugestión, y que resulta, además, específico del ser humano, es la hipnosis. Su rol en el desarrollo de las creencias es factible. Un nuevo factor que contribuyó al éxito de las creencias religiosas radicó en su capacidad de explicar o hacer comprensible el mundo y lo que ocurre en él.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-FEIAP, septiembre, 2020


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