16 de mayo de 2025

Religión y política en el mundo romano




Imágenes, de arriba hacia abajo: un denario de Augusto, con el busto de Venus en el anverso y diversos utensilios rituales en el reverso, entre ellos un bastón de augur (lituus), un cuenco de libación (patera), un trípode y un cucharón (simpulum); relieve con el sacrificio de un toro, acompañado de libaciones, en un altar con llamas y con el victimario portando el hacha del sacrificio. Antiques Museum in the Royal Palace, Estocolmo; un fresco pompeyano mostrando hombres romanos con togae praetextae, celebrando un festival religioso, tal vez Compitalia, siglo I a.e.c.; y panel de la Columna Trajana, que muestra una procesión lustral de las víctimas de la suovetaurilia bajo estandartes militares. Datado hacia 113.

Uno de los fundamentos de la grandeza de Roma, según Cicerón1, fue su apego y su devoción a las deidades, la fidelidad hacia los cultos ancestrales que se practicaban desde antaño; esto es, su religión. Política y religión en la mentalidad romana estuvieron entrelazadas, en tanto que el panteón de dioses aseguraba que el Estado perdurara en prosperidad con el paso del tiempo. La estructura política romana era un reflejo especular de la comunidad cultual, lo que significa que los éxitos y logros políticos y militares se consideraban una recompensa justa (pietas) a su vocación y observancia religiosa.

El fomento de ciertos cultos estuvo imbricado al deseo de las familias senatoriales de afianzarse en lo más alto del Estado. En tal sentido, los Escipiones favorecieron el culto a Magna Mater y los Iulii se identificaron con la diosa Venus. Por su parte, los Fabios patrocinaron los augurios etruscos, en la época de los Antoninos sobresalió el culto de Mitra y se introdujeron deidades orientales, impulsando Aureliano la adoración del Sol Invictus. Augusto revivió rituales ancestrales ya olvidados, Diocleciano dio inicio a una teocracia política centrada en el culto de Hércules y Júpiter y, en fin, Constantino, dio pie a la integración del dios de los cristianos, y a su posterior exclusividad, provocando un cambio de paradigma crucial.

Hay que recordar que cumplir un ritual era entendido como una acción de afirmación pública que suponía conformidad. Se trataba con ello de exteriorizar las creencias individuales pero sobre todo de demostrar, a través del cumplimiento de un acto público, la lealtad debida al Estado.

Senadores y magistrados de diferente clase detentaban dignidades sacerdotales, en tanto que los emperadores supervisaban, en su potestad de pontifex maximus, los diferentes colegios religiosos y sacerdotales. La acumulación de sacerdocios en aquellos investidos de responsabilidades públicas, le confirió a las prácticas religiosas un agudo sentido político. De esta manera, consultar los auspicios antes de emprender alguna tarea oficial, invocar a las divinidades antes de enfrascarse en una acción militar o hacer votos para lograr determinados objetivos, transformaba a las deidades en las corresponsables y garantes de los éxitos que se pudieran alcanzar. Los romanos pensaban que el éxito únicamente era factible en consonancia con la voluntad divina.

Las alianzas de los diversos emperadores con los distintos dioses romanos era un imprescindible requisito para llevar a cabo las obligaciones de gobierno. De esta forma, las victorias militares y los logros en la política consolidaban la virtus imperatoria de los mandatarios, siendo una prueba irrefutable del valor divino hacia la comunidad que el gobernante de turno controlaba.

Existieron diversos grados para establecer la relación entre la religión y los individuos. Lo que cada ciudadano romano creyese o llevase a cabo en su ámbito privado solamente le interesaba al Estado en ciertos casos excepcionales, particularmente si se veían comprometidas las instituciones oficiales. La privacidad dependía de la tradición de culto y de las propias características de la religión romana, entendida, en esencia, como la plataforma para la realización de rituales y cultos de la manera conveniente. Además, los servicios religiosos que se representaban en el espacio público ocupaban un lugar destacado en la cotidianidad del romano común.

Las deidades posibilitaban una multiplicidad de identificaciones, mientras que la orientación politeísta de la religión propiciaba la máxima flexibilidad en cuanto a los modos de conceptualizar las distintas opciones de culto. Al convivir con un gran número de divinidades que cubrían funciones dispares y, en parte, eran complementarias entre sí, los romanos en general fueron muy receptivos a la llegada y acomodo de nuevos cultos. Esta liberalidad religiosa tiene como orígenes dos elementos clave. De un lado, la inexistencia de una casta sacerdotal desligada de la dirigencia política, que podría haberse constituido como un bastión de la observancia ortodoxa o canónica; del otro, el espíritu del panteón del Estado. Así, las virtudes deificadas o personificadas como divinidades (Pietas, Felicitas, Concordia, Fortuna), vinculan, desde una perspectiva ideológica, los valores del individuo romano con los deseos públicos, colectivos, mientras deidades de gran relevancia, como Venus, Apolo, Minerva o Marte, encarnaban un espíritu de invencibilidad y de iluminación. Naturalmente, la célebre tríada capitolina (Minerva, Juno y Júpiter), representaba la necesaria cohesión estatal.

Las religiones mistéricas, mayormente provenientes de Oriente, como los misterios de Isis, Mitra, Cibeles o los Eleusinos, tendrían también un rol relevante al lado de las deidades oficiales estatales, puesto que no eran incompatibles con la necesaria observancia del culto tradicional. La capacidad de integración, así como el alto grado de flexibilidad de la religión romana, fueron factores esenciales para occidentalizar una buena parte de tales cultos orientales. Esto implica que la fuerza vinculante de la religión romana fue el resultado de la identidad entre el sacerdocio y las personas que detentaban el poder del Estado.

La permeabilidad en relación a distintos universos religiosos, así como el fuerte carácter sincrético, propiciaron que las prácticas del culto romano no fuesen ningún impedimento para la coexistencia de distintas comunidades religiosas en el solar del imperio, un imperio que, de por sí, era suficientemente heterogéneo como para permitir esta pluralidad religiosa que redundaba en su propia estabilidad interna. No obstante, hubo algunas actitudes de intolerancia, pero únicamente cuando se entendía que se atentaba contra las normas éticas ya establecidas o se ponía en peligro la seguridad del Estado. Tales comportamientos afloraron con la aparición de corrientes como el cristianismo o el zoroastrismo. En cualquier circunstancia, el concepto de que el éxito de Roma provenía directamente del apoyo ofrecido por las divinidades estuvo siempre vigente en la mentalidad colectiva romana.

El rechazo de algunos miembros de la secta cristiana a los sacrificios habituales, así como su reticencia a homenajear al emperador y a los dioses tradicionales, hizo de los cristianos personas consideradas desleales a los valores del imperio y sus instituciones, lo cual suponía que podrían ser considerados conspiradores y ser acusados de subvertir el orden de la sociedad romana.

En las primeras dos centurias de nuestra era las minorías religiosas gozaron de tranquilidad y apenas fueron perseguidas, pero a mediados del siglo III se produjo un cambio de relevancia en lo concerniente a la política religiosa. El paganismo había sido francamente flexible ante los desafíos de sus valores más representativos, pero desde el siglo III, en su segunda mitad, la percepción del cristianismo por las autoridades cambió significativamente. Serían, además, los militares quienes encarnarían un incondicional apoyo a aquellas corrientes religiosas más conservadoras y tradicionales frente a las nuevas prácticas que ya proliferaban. Aceptar al dios cristiano significaba, en la práctica, la fragmentación de la pax deorum, de la concordia del mundo de las divinidades, lo cual conllevaba la necesidad de una concepción política enteramente novedosa.

No se debe olvidar que la religión romana descansaba en una minuciosa observancia de los ritos que la tradición había transmitido desde antaño y necesitaba la realización de innumerables sacrificios. La satisfacción de las deidades implica el cumplimiento de las celebraciones religiosas públicas, en la que participan las diferentes clases de la sociedad, así como la correcta realización de los ritos, en tanto que el cristianismo reivindicaba otras actitudes bastante disímiles. Mientras el paganismo necesitaba adeptos y que se aceptase y se reconociese públicamente su ritualidad y sus valores inherentes, el cristianismo requería imperiosamente creyentes fieles. La profesión cristiana de fe contaba con principios muy alejados de las imágenes de culto pagano romano que evocaban patetismo y un apego a la existencia mundana. La exuberancia y materialidad de las prácticas cultuales paganas contradecían la devoción cristiana, esencialmente abstractas y contenidas, muy poco explayadas. En estos aspectos se concretarían las importantes, y capitales, diferencias entre el Estado romano y el cristianismo.

La religión romana asocia la sociedad con un sistema de valores que, se entiende, aseguran la existencia estatal. Aunque los cultos exigen adhesión pública, hay un amplio margen de libertades interiores e individuales desde una perspectiva religiosa. El objetivo primordial no es creer, sino respetar las formas.

A partir del siglo IV, la búsqueda de protectores de carácter sobrenatural que permitiesen asegurar la estabilidad imperial, se convirtió en un requisito preponderante. De esta forma, Diocleciano y Maximiano pactaron un sacro acuerdo con Júpiter y Hércules, usándolos como un mecanismo de expresión de un modo de gobierno en el que compartían el poder cuatro emperadores (además de los citados, Constancio y Galerio). Así, el devenir de la religión romana se asociaba directamente al desarrollo exitoso de la tetrarquía como novedoso colegio imperial. Legitimar la tetrarquía se fundamentaba en el vínculo entre los mandatarios y la religión. Un buen número de notables y ambiciosos hombres, generales y emperadores, se apropiaron de una o más deidades como mecanismo de legitimación de sus actos.

Esta tensión entre las ambiciones personales y la paternidad divina se constata en Augusto (como diis electus), asociado con distintos protectores divinos (Marte, Venus y, sobre todo, Apolo), en Marco Antonio, quien recibió apoyo de Dióniso, en César Venus Genetrix, en Sila la ayuda de Venus, Neptuno en Sexto Pompeyo, en Nerón, con Helio-Apolo, en Domiciano con Minerva (aunque en acuñaciones monetarias también con Júpiter), Hercules Romanus con Cómodo, en Aureliano con Sol Invictus, Maximiano y Hércules, Diocleciano con sustento de Júpiter, en Constantino y su apoyo en Cristo, o en Escipión y su vínculo con Júpiter, aunque también con otros sobresalientes generales no romanos, como Alejandro con Heracles, o Aníbal con Melkart, por citar solamente un par de ejemplos relacionados, de modo indirecto, con el mundo de la Roma antigua.

No se manifestaba con estas acciones vinculantes un comportamiento piadoso interior, sino una elaborada escenificación política. Desde Augusto en adelante, numerosos emperadores vieron como ciudades (como Mira, en Licia), regiones, corporaciones o ciudadanos individualmente, los elevaban a los altares. Mientras durante la República el elemento de referencia de los elogios emanados de personificaciones como pietas, fortuna o concordia del Estado era el populus Romanus, a partir del reinado de Augusto, principios éticos como securitas, pax o virtus portaban el apellido augusta. La relación entre inmortales y mortales se fundamentaba en la reciprocidad (Elio Arístides, 29, 30), pues en la acumulación de poder en manos de los emperadores se implicaba que la deidad escogida por éstos obtenía, a su vez, competencias sacras y determinadas atribuciones.

En algunas monedas de la época de Galieno, quien reinó desde 253 a 268, se aprecian por vez primera comites divinos que envolvían y sostenían el gobierno imperial. Se introducía en el panteón romano algo esencial: el concepto de una voluntad divina única y suprema que expresaba a todas las divinidades individuales, estableciéndose un especial paralelismo entre el poder y mandato de esta deidad superior y el poder político ejecutado en la esfera humana. En este sentido se entiende el modo cómo Aureliano buscó una renovación religiosa estatal por medio de un nuevo programa de cultos. Así, el dios Sol dominus imperii Romani y su colegio de sacerdotes era el que se esperaba que hiciese las veces de una deidad preeminente, en un evidente ejercicio de henoteísmo solar. A partir de aquí, Porfirio elaboraría una teología que entendía al dios Sol como el reflejo único, y con el mayor poder celestial. De ello al despliegue formal y legal del cristianismo por el imperio habría un muy corto paso.

Ciertamente, en el mundo antiguo, el dominio en el ámbito de la religión, en particular la adivinación, se convirtió en una fundamental herramienta socio-política. En el siglo IV surgiría, no obstante, una especial cualidad del pensamiento religioso, la ortodoxia. En la segunda mitad de esta centuria, los emperadores y mandatarios cristianos exigieron un exclusivo reconocimiento del credo considerado correcto; esto es, ortodoxo, normalmente establecido por un sínodo de obispos en íntima unión con los dinastas imperiales. Por tanto, es un siglo en el que se produce una transformación religiosa que pasa de la defensa del politeísmo por parte de los tetrarcas a una monoteísta devoción a partir de Teodosio y sus sucesores. Hubo una relevante beligerancia en esta época entre opciones religiosas que eran contrapuestas, aunque tal rivalidad se hallaba en un marco referencial análogo, el Estado romano, que fue tanto la plataforma como el participante directo de la diatriba.

Un aspecto novedoso se produjo cuando Constantino, en su ataque a los disidentes donatistas, ordenó una serie de medidas disciplinarias que supusieron la primera fusión entre Iglesia y Estado. La evidente politización de la Iglesia se conjugaba con la teologización de la política y del Estado mismo.

Durante los tres primeros siglos de desarrollo del imperio, la religión romana implicaba continuidad y cohesión social, siendo las disidencias religiosas un reto al sistema político que las mantenía controladas, gracias a las instituciones públicas y a los propios miembros de la sociedad. Si aparecían controversias la teología no era la solución, en tanto que se buscaba preservar el orden social que el mismo ordenado panteón de los dioses romanos aseguraba. Pero a partir de Teodosio de invierte la política religiosa. Los interpretadores de los mensajes provenientes de la deidad única y exclusiva, emplearían su privilegiada posición como una arma política arrojadiza. La jerarquía eclesiástica, con el respaldo del Estado, hará frente a las herejías y a los considerados dioses falsos. Algo había definitivamente cambiado.

1 Así, Catalinarias, III, 21 o Sobre la Naturaleza de los dioses, II, 8. Algo semejante ocurrió con Ennio y Nevio, Propercio, III, 11, 65, Salustio, Guerra de Yugurta, 14, 19, 20, Tito Livio, I, 4, 1-2, Apiano, Proemio, 11, Herodiano, II, 8, para la etapa imperial, así como con, por supuesto, Horacio y Virgilio.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-AHEC-UFM, mayo, 2025.

 

5 de mayo de 2025

Aves y sierpes fantásticas en la mitología persa




Imágenes, de arriba hacia abajo: plato sasánida con el Simorgh en el centro y con motivos de palmetas estilizadas. Siglos VII-VIII, Museo de Pérgamo en Berlín; rapto de Zal por el Simorgh. Sarai Albums, Tabriz, c. 1370 CE Hazine 2153, folio 23a; relieve del Simorgh sobre un muro de la iglesia de Samtavisi, en Georgia y; óleo sobre lienzo con el retrato de perfil del rey Fereydun, o Thraetaona en avéstico, de mediados del siglo XIX. Se le representa en un balcón dentro de un espacio circular.

Muchos de los monstruos del ámbito persa o iranio son de origen zoroástrico, si bien unos pocos tienen sus raíces en el Islam. Algunos son agentes de creación o destrucción, traviesos o provocadores de tentaciones. Otros representan un conjunto de angustias, desde el temor a la amenaza de gobernantes extranjeros hasta los peligros propios del parto.

En los mitos persas proliferan aves fantásticas y criaturas parecidas a pájaros en una enorme cantidad de formas. Probablemente el más célebre es el Simorgh, un gigantesco pájaro que semeja una montaña o una nube negra y puede arrastrar grandes animales como panteras, elefantes o cocodrilos. El Simorgh aparece en epopeyas y poemas que van desde Ferdowsi a la Biblia.

Como un símbolo de la esencia divina aparece por primera vez en el Avesta como el Saena o Senmurw, un ave todavía más enorme, que extiende sus alas sobre toda la tierra, formando una vasta nube de lluvia. El Saena está asociado con la buena fortuna y vive en medio del mar celestial, Vourukasha, en un árbol que contiene las semillas de todas las plantas del mundo. Cuando el Saena se posa en el árbol, las semillas se esparcen y una segunda gran ave, Camrosh, las recoge y las lleva hasta donde Tishtrya (ser divino identificado con Sirio) recoge agua, la mezcla con las semillas y hace llover esta mezcla sobre la tierra.

En el Revayat de Darab Hormazyar, un pájaro de nombre Amrosh ocupa el lugar del Saena. En el Bundahishn, colección de textos cosmogónicos zoroastrianos, el Saena tiene un homólogo maligno y asimismo enorme llamado Kamak. En lugar de traer la lluvia, atrae la sequía, extendiendo también sus alas sobre la tierra, pero en este caso provocando que los ríos se sequen. En vez de devorar a los enemigos de Irán, como hace Camrosh, este maligno pájaro se alimenta de la gente y los animales de Irán. Kamak es asesinado por el héroe escatológico Karshāsp, conocido en la mitología persa por matar monstruos, entre ellos el dragón cornudo Azhi Sruvara, el monstruo marino de talones dorados Gandarewa, el puño de piedra Snavidhka y el temible lobo Kapud.

En el tiempo en que Ferdowsi escribe su Shāhnāmeh, el Saena se conocía como el Simorgh, convirtiéndose en una presencia esencialmente benévola. Cuando Zāl, el bisnieto de Karshāsp (Garshāsp en el Shāhnāmeh) y padre del héroe Rostam, nace siendo albino, su padre, Sām, creyendo que es un div (demonio), lo abandona en las montañas. La Simorgh, aquí hembra, rescata a Zāl y lo lleva a su terrorífico nido.

De joven, Zāl regresa con su padre, pero antes de que abandone el Simorgh, le regala algunas de sus plumas, diciéndole que si tenía algún problema arrojase una de sus plumas al fuego, y así aparecerá de inmediato. Zāl tiene que hacer esto cuando su esposa, Rudābeh, está enferma de muerte mientras está embarazada de Rostam. Aparece de la nada el Simorgh y ayuda a Zāl a practicar una cesárea. Con otra de sus plumas, además, cura a Rudābeh. Años más tarde, cuando Rostam ha sido gravemente herido por Esfandiār durante un combate singular (después de que el padre de Esfandiār, el sha, mandara la captura de Rostam), Zāl invoca de nuevo a la Simorgh para que salve a su hijo. Cura a Rostam y le enseña a fabricar flechas con la madera de un tamarisco para matar a Esfandiār la próxima vez que se enfrenten en batalla. Este es un poder curativo enraizado en el zoroastrismo. El motivo es recurrente en los cuentos populares kurdos y armenios, donde el Simorgh se le denomina como Simir o Sinam.

El Simorgh también regala plumas en el Hamzenāmeh, un cuento en prosa basado en la tradición oral del oriente de Irán, muy popular a posteriori durante los periodos safávida y mogol. El héroe, aquí Amir Hamza, intenta que el Simorgh le lleve a través de los siete mares encantados de Suleyman para rescatar al emperador y a su familia, prisioneros de los divs o demonios (aunque también pueden ser ogros, gigantes o el mismo Eblis o diablo, vid infra). Por su parte, en el Shāhnāmeh, el Simorgh posee una contraparte maligna (también femenina), a la que Esfandiār mata durante una de sus siete pruebas (semejantes a las de Heracles en la mitología griega), junto con su descendencia, un evidente eco de Karshāsp matando al Kamak. Sin embargo, unos siglos después, el Simorgh se transforma en una suerte de guía espiritual. Ya en el Manteq al-Teyr de Ottār, el Simorgh es el sha de todas las aves del mundo, así como una metáfora de Dios, que vive muy alejado, más allá del monte Qāf, la mítica montaña considerada el pico más lejano de la Tierra y el hogar de los jinn o genios1. El viaje hasta allí simboliza el sendero que ha de transitar el Sufí.

En el arte de la época sasánida (entre los siglos III y VII), a veces se representa al Simorgh con cabeza de perro, garras de león y con alas y cola de un pavo real.

Homólogos míticos de esta especial ave son el Paskuch armenio, cuyo apelativo es similar al que aparece en los textos zoroástricos del Persa Medio Menog-e Khrad, como un lobo alado de color gris azulado que también habría sido asesinado por Karshāsp), el Anzû sumerio, el Paskudji georgiano, el Qonrul turco, el Simargl de los eslavos orientales, los Ziz y Pushqansā talmúdicos, y el muy conocido Garuda indio, famosa vahana o montura del dios Visnú. En la obra Las mil y una noches, y en su directo precursor persa, Hezār Afsāneh, Las mil fábulas, el Simorgh también se asocia con el monstruoso Rukh (o Roc), aunque se ha sugerido que el Roc procede del árabe “Anqā”, un pájaro gigante pre islámico con el rostro humano y cuatro alas.

Otros relevantes monstruos aviares presentes en el arte persa son el Gopat, el Lamassu y el Shedu, todos ellos variaciones de un toro o un león alado con rostro humano; el Shirdal, un león con cabeza de águila; y el Homā, mítica ave que otorga la soberanía a cualquiera persona que toque su sombra. Aunque comparable con el grifo griego, también se pueden apreciar las similitudes del Simorgh con el ave fénix, en tanto que ambas aves poseen poderes curativos. Al igual que ocurre con el ave mitológica china Fenghuang, el Simorgh y todos sus homólogos se representan con mucha frecuencia en combate con serpientes o azhdahās, es decir, dragones.

En la mitología persa, los azhdahās conforman una variedad de monstruos gigantescos parecidos a serpientes que habitan en el aire, el mar o la tierra. El término procede del avéstico azhi, que significa serpiente. Según el Bundahishn, fue Ahriman quien las creó. Actúan como antagonistas de los héroes del mito persa, en su rol de custodiar tesoros o reservas de agua, representando pecados o pruebas que hay que superar o, incluso, encarnando a poderosos enemigos extranjeros.

En el Avesta aparecen varios azhdahās. Así, Azhi Sruvara (también conocido como Azhi Zairita), un azhdahā amarillo que será asesinado por Karshāsp, que tiene cuernos, escupe veneno y se traga enteros a seres humanos y caballos; Azhi Raoithrita, un azhdahā alado de color rojo; Azhi Vishapa, especializado en ensuciar las aguas (como las Harpías griegas con la comida); y Azhi Dahāka, quien posee tres bocas, tres cabezas y seis ojos. Azhi Dahāka (o Dahāg), aunque dragón en el Avesta, se vuelve más humano, si bien conservando ciertas cualidades ofidianas, en mitos y epopeyas posteriores, donde aparece como descendiente de Ahriman, o incluso como uno de los Pishdādiān, shahs míticos descendientes de Hushang, el asesino de la Divinidad Negra, y Tahmures, aglutinador de demonios. En el Avesta, Dahāg es asesinado por Thraetaona (posteriormente llamada Fereydun). Sin embargo, en el Denkard (un resumen de las creencias y las prácticas zoroástricas del siglo X), cuando Dahāg es golpeado por el garrote de Fereydun, empieza a convertirse en reptil y en khrafstar (nocivas criaturas propias de la mitología zoroástrica), por lo que, en lugar de matarlo, Fereydun le encadena al monte Damāvand, donde permanecerá hasta el fin de los tiempos, momento en que se soltará de sus cadenas y Karshāsp despertará para matarlo definitivamente. Este relato se asemeja a otros mitos indoeuropeos muy similares, como el que refiere a Zeus encarcelando a los Titanes en el Tártaro, o Tyr haciendo o propio al lobo Fenris. Unos y otros lo que hacen es restringir en lo posible a un poderoso enemigo cósmico.

En el Shāhnāmeh, Dahāg se arabiza como Zahhāk y se representa como un gobernante extranjero tiránico, aunque inicialmente humano, de Irán, del mismo modo que en la mitología armenia, Azhidahāk es de forma similar la encarnación de la tiranía extranjera. Zahhāk acepta que Eblis, entiéndase el Diablo en el mito arabo-islámico, asesine a su padre, a la sazón un rey árabe, después de que le tiente con la irresistible promesa del poder. Eblis entonces besa cada uno de los hombros de Zahhāk, y un par de serpientes negras brotan donde lo hace. Eblis, haciéndose pasar por médico, convence a Zahhāk de que los ofidios estaban predestinados a aparecer y que debía dejarlas en paz. El rey serpiente se apodera entonces del trono de Irán, donde reina a lo largo de un milenio, permitiendo que florezca el mal por doquier. Al igual que Azhi Dahāka, Zahhāk acabará siendo derrotado por Fereydun.

Fereydun caza a Zahhāk y destroza el casco del rey serpiente con su gran maza con cabeza de buey, pero el ángel Sorush, una figura del Islam iraní que ocupa el lugar de la antigua deidad Sraosha del zoroastrismo, advierte a Fereydun de que todavía no ha llegado el momento de la muerte de Zahhāk. En consecuencia, Fereydun lo captura y lo encarcela en el monte Damāvand. El Shāhnāmeh asimismo contiene la historia de la hija de Haftvād y su kerm gigante (gusano, serpiente o dragón). La hija de Haftvād descubre un kerm enroscado en una manzana y lo cuida y lo alimenta hasta que, con el tiempo, este kerm comienza a crecer y su piel se vuelve negra con manchas de color azafrán. Al cabo de un lustro, ha crecido tanto como un elefante y vive enteramente de leche y miel. Haftvād se ha hecho tan poderoso y ha reclutado tantos soldados que ha llamado la atención del sha, Ardeshir, descendiente de Esfandiār y fundador de la dinastía Sasánida. Ardeshir mata al kerm como luego hará lo propio con el mismísimo Haftvād.

En las fuentes zoroástricas y maniqueas, como el pre citado Bundahishn y el Pahlavi Zand, se encuentran otros monstruos con forma de ofidios, como Gozihr y Mushparig, adversarios del sol, la luna y las estrellas. Gozihr es un imaginario dragón que se extiende por el cielo. Al final de los tiempos caerá a la tierra y su fuego derretirá las montañas, creando un río de metal fundido necesario para purificar a la humanidad. Mushparig, por su lado, es responsable de robar la luna, causando así los eclipses lunares. Referido como un dragón en la cosmogonía maniquea, es llamado Mush Pairikā o hechicera rata en el Avesta, en donde se le asocia con el div Āz2.

Naturalmente, existen personalidades que matan dragones o serpientes. Amir Hamza, ya mencionado anteriormente, mata a varios dragones. En el Garshāspnāmeh (El libro de Garshāsp, una epopeya del siglo XI), Zahhāk ordena a Garshāsp que mate a un azhdahā que emerge del mar después de una tormenta, en tanto que en el Shāhnāmeh, Sām mata también a un azhdahā que emerge del río Kashaf. En el Jahāngirnāmeh, El libro de Jahāngir, un asesinato semejante se atribuye al héroe Rostam. Mata a la criatura desde si interior y luego se hace un abrigo con su piel. Muchos de los descendientes de Rostam e incluso su enemigo, Esfandiār, matarán azhdahās.

En definitiva, estos monstruos, además de otra serie de ellos acuáticos y terrestres, reflejaban genuinos temores ante la presencia de gobernantes extranjeros, catástrofes naturales, ciertas dolencias físicas y cualquier otra serie de fuerzas destructivas. Estas criaturas del mito persa simbolizaban el caos del mundo, en contraste con los héroes que intentaban forjar el orden y que, en consecuencia, debían vencerlos.

Bibliografía selecta

Behravesh, P.A., “Pearls from a Dark Cloud. Monsters in Persian Myth”, en Felton, D. (Ed). The Oxford Handbook of Monsters in Classical Myth, Oxford University Press, Oxford, 2024, pp.417-431.

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Darmesteter, J. The Zend-Avesta, Franklin Classics, 2018.

Davis, D., Shahnameh: The Persian Book of Kings, New York, 2006.

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Goodell, G., “Bird Lore in Southwestern Iran”, Asian Folklore Studies 38 / 2, 1979, pp. 131-153.

Pierce, L., “Serpents and Sorcery: Humanity, Gender, and the Demonic in Ferdowsi’s Shahnameh”, Iranian Studies, 48 / 3, 2015, pp. 349-367.

Sarkhosh Curtis, V., Mitos Persas, edit. Akal, Madrid, 1996.

Wolpe, S., The Conference of the Birds, New York, 2017.


1 Se trata de seres sobrenaturales creados a partir de fuego sin humo. En ocasiones se advierte que son hijos de Eblis o diablo. Se dividen en tres clases; los que tienen alas, aquellos que parecen serpientes o perros y los que se mueven como los seres humanos. Mientras en los textos religiosos los genios se describen a menudo como hermosas criaturas, en los textos profanos son seres monstruosos con cabezas largas, grandes colmillos y un único ojo. En cualquier caso, en los cuentos populares persas, los jinn son criaturas típicamente malévolas. Los peores son los ghuls, a veces un sinónimo de div.

2 El demonio conocido como Āzi o Āz (de los āsreshtārs) representa la lujuria, la avaricia y la gula. En el Avesta, Āzi es masculino y enemigo del divino Ātar (fuego), mientras que la Āz maniquea, sin embargo, es femenina. Se encargó de crear el cuerpo humano para aprisionar el alma.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-UFM, mayo, 2025.

1 de mayo de 2025

Vídeos. Arte y cultura antiguas en Sudamérica (IV)


Cuarto programa de esta serie sobre la arqueología, la historia y el arte de la llamada Área Intermedia andina. En esta oportunidad se reflejan los elementos estéticos presentes en culturas del Período de los Desarrollos Regionales como Nasca, Cajamarca, Casma, Tiahuanaco o Recuay, entre otras. Espero que pueda ser del agrado de los interesados y sirva de ayuda a las personas que trabajan estas culturas. Saludos cordiales.

Prof. Dr. Julio López Saco
UM-AEEAO-UFM, mayo, 2025.