Una historia de los pioneros de la evolución humana
Prof. Julio López Saco
La interpretación de los restos y útiles humanos empezó a ser un hecho significativo cuando se racionalizó que la tierra tenía una historia, provista de períodos temporales inmensos, y cuando empezaron a imponerse las ideas “transformistas”, que señalaban que el planeta era, y es, un ente vivo, cambiante. El primer enigma que esta constatación implicaba era saber la edad de la Tierra. Aunque la interpretación literal de la Biblia, base del creacionismo, que se mantendría como única corriente de pensamiento acerca del origen del hombre y del resto de los seres vivos hasta mediados del siglo XIX, negaba la evolución y el paso del tiempo que esta necesita para hacerse palpable y, por consiguiente, analizable, la Iglesia no dejó, paradójicamente, de usar “métodos científicos” en su intentó de datar la antigüedad del planeta. A principios del siglo XVII, el arzobispo irlandés James Ussher calculó la edad de la Tierra a partir de las Sagradas Escrituras, contabilizando las cronologías que se aprecian en el Génesis, hasta llegar a la conclusión de que Dios había creado a los primeros hombres, la pareja primordial Adán y Eva, en el año 4004 a.C. Más tarde, incluso, se precisó el instante mismo de la creación humana: las nueve de la mañana del 23 de octubre de ese año. Otro de los problemas que conllevaba entender a la Tierra como un planeta cambiante se relacionaba con la imposibilidad del cambio en las formas vivas. Aceptada la explicación bíblica de la Creación, se daba por sentado que las diversas especies, tanto de animales como de plantas, eran fijas, habían sido concebidas y creadas por Dios con contornos propios y nunca podrían cambiar. En este sentido, la Iglesia consideraba al hombre como la última y más lograda creación de Dios, dogma que establecía un foso infranqueable entre el ser humano y el resto de las criaturas. Aquello que la Biblia decía y defendía, en base a la interpretación indiscutible de las Sagradas Escrituras, discrepaba de manera notable de las observaciones científicas. Si alguien osase poner en evidencia las afirmaciones bíblicas se exponía al escarnio público y a la más que probable pérdida de su prestigio social. Si entrar en la legitimidad de los enfoques metafísicos que engloba la teoría creacionista, lo cierto es que un cierto debilitamiento de los dogmas ayudó a crear una fascinación indetenible por la prehistoria de la humanidad. No obstante, la reacción no se hizo esperar, aflorando periódicamente ideas de base teológica frente a las nacientes nociones evolucionistas, que propiciaron una fuerte lucha dialéctica de gran impacto en el seno de las sociedades antropológicas, de ahí en adelante muy convulsas, debido a la proliferación de posturas muy contrapuestas y radicales.
El evolucionismo plantea que la evolución biológica se genera, en el fondo, gracias a la suma del factor azar en la naturaleza, unido a la adaptación necesaria al medio ambiente circundante y a la serie de necesidades que surgen vinculados a los cambios generados. Con el paso del tiempo, y con el avance de los conocimientos de los naturalistas, que empezaron a recopilar, clasificar y catalogar con rigor científico, las teorías evolucionistas empezaron a tomar cuerpo y a ser aceptadas por una creciente mayoría. El creacionismo, hoy aun vigente entre diversos grupos más o menos conservadores, especialmente en países anglosajones, intentó matizar, con cierto éxito, el impacto de las nociones evolucionistas a través de la teoría del diseño inteligente, que esbozaba dos opciones para explicar la complejidad de los seres vivos: o bien los seres vivos habían sido diseñados por una inteligencia superior, o, en último caso, la presencia de seres vivos tan sofisticados como los humanos sólo podía deberse a una combinación de fuerzas físicas aleatorias de la naturaleza sobre la materia para crear los seres vivos, y por medio del intento de desestimar la selección natural diciendo que dicha selección no se produce por las mutaciones, sino que está causada por la retención de ciertas mutaciones, lo que supone un carácter tan aleatorio que, en un nivel estadístico, es altamente improbable. No obstante, en la actualidad la Iglesia Católica, ha reconocido y aceptado la presencia evolutiva, si bien alegando, en un sentido reduccionista y absolutista, que el origen primario de la vida, el punto inicial de todo tuvo que haber sido creado por Dios, poniendo así en tela de juicio los experimentos hechos en laboratorio acerca de las primeras reacciones químicas que en un medio acuoso pudieron dar lugar a la vida sobre nuestro planeta azul. Algunas corrientes filosóficas han tratado, con ingenio y no sin cierta razón, de conjugar, en un alarde de aguda reflexión, ambas posturas contradictorias, afirmando que la evolución sólo explica cómo se produjeron los cambios y el camino que estos siguieron, mientras que únicamente las creencias religiosas aportan a la humanidad el por qué acontecieron tales transformaciones hasta llegar a la consideración, no exenta de franca soberbia, del hombre como la gloriosa cumbre de la evolución física y cultural.
El naturalista sueco Karl von Linneo (1707-1778), en dos obras capitales, Systema Naturae, de 1758 y Fundamenta Fructificationis, de 1762, adopta la idea expresada por John Ray de que el criterio más fiable de identidad específica es la filiación: una especie nunca nace de la simiente de la otra. A partir de semejanzas anatómicas y estructurales, Linneo designa a la especie humana clasificándola muy cercanamente a algunos grandes simios, pues no encuentra ninguna razón para ubicar al hombre en un grupo separado autónomo. Crea, así, el orden de los Primates, aludiendo con este nombre a la primacía de los miembros de este grupo en la jerarquía de la naturaleza, aunque se cuida de no expresar con ello lazos de parentesco entre humanos y otros simios, ya que, como buen hijo de su tiempo, sigue expresando el plan del creador en relación al origen del hombre, asumido, en general, por una sociedad cristiana fuertemente dogmatizada.
Es el naturalista francés Jean-Baptiste Antoine de Monet, caballero de Lamarck, el que formula las primeras teorías de la evolución (Filosofía zoológica, 1809) afirmando que los órganos se adquieren o se pierden en función de su uso o atrofia, y los caracteres adquiridos por un ser vivo son heredados por sus descendientes. No obstante, será Charles Darwin el que, en 1859, con su muy conocida obra El origen de las especies, ponga en marcha definitiva las ideas evolucionistas, apoyado por naturalistas como Thomas Huxley y por geólogos como Charles Lyell. La obra, que atribuía a la selección natural las facultades que hasta ese momento estaban reservadas a Dios, fue objeto de una fuerte oposición por parte de otros científicos y por parte del clero anglicano, que veía, de este modo, seriamente amenazada la interpretación literal del Génesis. Darwin proponía, en esencia, dos aseveraciones: las especies cambian con el paso del tiempo, descienden unas de otras, y la causa de la evolución es la selección natural y la supervivencia de los más aptos en competencia por los recursos limitados e insuficientes para todos. Estas ideas coincidían también con las que habían sido expuestas en un manuscrito del naturalista británico Alfred Russel Wallace titulado Sobre la tendencia de las especies a desviarse indefinidamente del tipo original, inspirado, como el texto de Darwin, en las nociones de Malthus. Aunque Darwin no aseguró en sus escritos que el hombre descendiera del mono, sino que humanos y simios tuvieron un antepasado común en un remoto pasado, las críticas más furibundas que tuvo que sufrir se centraron en la idea de que el hombre descendía del mono. En realidad, el naturalista británico casi no dice nada acerca de la evolución humana en El origen de las especies, evitando hacer referencias a un asunto tan problemático que podía cuestionar la versión bíblica. Sin embargo, Darwin siguió trabajando en este tema, que sí aborda de modo extenso en El origen del hombre, de 1871. En esta obra afirma sin paliativos que hombres y grandes simios están emparentados a través de antepasados comunes, descritos como animales cubiertos de pelo y grandes caninos, y abre la posibilidad de que el continente africano haya sido la cuna de la humanidad, en virtud de que algunos de nuestros parientes directos más cercanos (salvo el orangután) todavía habitan en dicho continente.
Muchos estudiosos de la época, convencidos de la falsa afirmación darwiniana de que el hombre desciende del mono, iniciaron la búsqueda de lo que debía ser, en buena lógica, un intermediario entre los grandes simios y nosotros, es decir, un eslabón perdido. En el siglo XIX el interés parecía centrarse en la búsqueda del os orígenes más lejanos y en clarificar cuál había sido el continente originario de los primeros hombres. En un principio los debates se centraron entre Asia y África, y los primeros hallazgos, que hoy forman parte de los descubrimientos pioneros en paleoantropología, parecían dirigir esos remotos comienzos hacia Asia. Sólo más tarde, en virtud de las corrientes historiográficas de pensamiento que consideraban a Europa la cuna de la cultura y la civilización, y dentro de ésta, a Gran Bretaña en particular, se intentó, fraudulentamente, forzar la aparición de los más antiguos humanos en tierras inglesas a través del famoso cráneo de Piltdown, “descubierto” en 1912 por el arqueólogo aficionado Charles Dawson, y compuesto por una mandíbula de un mono y un cráneo humano moderno.
En 1867, el zoólogo alemán Ernst Haeckel, convencido del parecido entre los embriones humanos y los de los gibones del sudeste asiático, emprendió viaje hacia esta región e imaginó aquí la presencia de los jardines del paraíso, en un continente sumergido bajo el Océano Índico denominado Lemuria. Los restos fósiles que logró encontrar fueron catalogados como pertenecientes a un eslabón perdido al que llamó Pithecanthropus Alalus. Unos veinte años más tarde, los famosos descubrimientos de la isla de Java parecían confirmar el punto de vista del zoólogo alemán. En efecto, en 1887, Eugéne Dubois, médico del ejército holandés, se embarcó hacia Sumatra y Java, en Indonesia, con la firme convicción de encontrar reliquias del hombre-mono, pues estaba convencido de que el hombre podría haber descendido de un gibón primitivo que habría vivido en estas grandes islas. Dubois gozó de mucha fortuna, y entre los numerosos restos fósiles que logró encontrar halló una bóveda craneal (una calvera) en el yacimiento de Trinil, que fue presentada, en 1895, en el tercer Congreso Internacional de Zoología como perteneciente al Pithecanthropus erectus. Estos restos, de gran valor, fueron considerados en esa época los más antiguos conocidos. Sólo más tarde se supo que correspondían a restos de homo sapiens. No obstante, y sin ninguna duda, el hombre de Java inició la era de la paleontología humana.
A partir del año 1921, gracias a los esfuerzos de renombrados científicos europeos, como el sueco Andersson y el francés Teilhard de Chardin, se descubre y sale a la luz un cráneo cerca de Beijing que presentaba importantes afinidades con el pitecántropo de Java. Justamente, gracias a este descubrimiento y a otros posteriores, se pudo determinar la verdadera naturaleza de los restos de Java y de los propios de Beijing: eran homo erectus, no hombres-mono. Este homínido, encontrado en las grutas de Zhoukoudian, recibió el nombre de Sinathropus pekinensis. Los primeros indicios de la existencia de hombres fósiles en China son de principios del siglo XX, cuando se descubren, casi por azar, algunos dientes en las antiguas farmacias chinas, que eran empleados, una vez triturados, como suele ocurrir con los huesos, como remedio, como una auténtica panacea curativa. Las excavaciones empiezan tras acabar la primera Guerra Mundial, y continuarán hasta 1937, momento en que deben suspenderse debido al momento crítico que sufre China con la invasión japonesa de parte de su territorio. Sólo a partir de la consolidación de Mao y de la República Popular, en 1949, volverá a abrirse el horizonte para los hallazgos de restos humanos que, desde esa época hasta el presente, han sido muy abundantes, deparando no pocas sorpresas debido a la antigüedad y abundancia de los restos, factor que ha llegado a plantear, por parte de varios paleoantropólogos chinos, la seria posibilidad de que en China, en torno a las regiones de Qinhai y Tíbet, haya habido un segundo territorio originario del ser humano (además del este de África, en torno al valle del Rift), cuyo parecido geomorfológico con dicho valle africano no deja, como mínimo, de sorprender.
El evolucionismo plantea que la evolución biológica se genera, en el fondo, gracias a la suma del factor azar en la naturaleza, unido a la adaptación necesaria al medio ambiente circundante y a la serie de necesidades que surgen vinculados a los cambios generados. Con el paso del tiempo, y con el avance de los conocimientos de los naturalistas, que empezaron a recopilar, clasificar y catalogar con rigor científico, las teorías evolucionistas empezaron a tomar cuerpo y a ser aceptadas por una creciente mayoría. El creacionismo, hoy aun vigente entre diversos grupos más o menos conservadores, especialmente en países anglosajones, intentó matizar, con cierto éxito, el impacto de las nociones evolucionistas a través de la teoría del diseño inteligente, que esbozaba dos opciones para explicar la complejidad de los seres vivos: o bien los seres vivos habían sido diseñados por una inteligencia superior, o, en último caso, la presencia de seres vivos tan sofisticados como los humanos sólo podía deberse a una combinación de fuerzas físicas aleatorias de la naturaleza sobre la materia para crear los seres vivos, y por medio del intento de desestimar la selección natural diciendo que dicha selección no se produce por las mutaciones, sino que está causada por la retención de ciertas mutaciones, lo que supone un carácter tan aleatorio que, en un nivel estadístico, es altamente improbable. No obstante, en la actualidad la Iglesia Católica, ha reconocido y aceptado la presencia evolutiva, si bien alegando, en un sentido reduccionista y absolutista, que el origen primario de la vida, el punto inicial de todo tuvo que haber sido creado por Dios, poniendo así en tela de juicio los experimentos hechos en laboratorio acerca de las primeras reacciones químicas que en un medio acuoso pudieron dar lugar a la vida sobre nuestro planeta azul. Algunas corrientes filosóficas han tratado, con ingenio y no sin cierta razón, de conjugar, en un alarde de aguda reflexión, ambas posturas contradictorias, afirmando que la evolución sólo explica cómo se produjeron los cambios y el camino que estos siguieron, mientras que únicamente las creencias religiosas aportan a la humanidad el por qué acontecieron tales transformaciones hasta llegar a la consideración, no exenta de franca soberbia, del hombre como la gloriosa cumbre de la evolución física y cultural.
El naturalista sueco Karl von Linneo (1707-1778), en dos obras capitales, Systema Naturae, de 1758 y Fundamenta Fructificationis, de 1762, adopta la idea expresada por John Ray de que el criterio más fiable de identidad específica es la filiación: una especie nunca nace de la simiente de la otra. A partir de semejanzas anatómicas y estructurales, Linneo designa a la especie humana clasificándola muy cercanamente a algunos grandes simios, pues no encuentra ninguna razón para ubicar al hombre en un grupo separado autónomo. Crea, así, el orden de los Primates, aludiendo con este nombre a la primacía de los miembros de este grupo en la jerarquía de la naturaleza, aunque se cuida de no expresar con ello lazos de parentesco entre humanos y otros simios, ya que, como buen hijo de su tiempo, sigue expresando el plan del creador en relación al origen del hombre, asumido, en general, por una sociedad cristiana fuertemente dogmatizada.
Es el naturalista francés Jean-Baptiste Antoine de Monet, caballero de Lamarck, el que formula las primeras teorías de la evolución (Filosofía zoológica, 1809) afirmando que los órganos se adquieren o se pierden en función de su uso o atrofia, y los caracteres adquiridos por un ser vivo son heredados por sus descendientes. No obstante, será Charles Darwin el que, en 1859, con su muy conocida obra El origen de las especies, ponga en marcha definitiva las ideas evolucionistas, apoyado por naturalistas como Thomas Huxley y por geólogos como Charles Lyell. La obra, que atribuía a la selección natural las facultades que hasta ese momento estaban reservadas a Dios, fue objeto de una fuerte oposición por parte de otros científicos y por parte del clero anglicano, que veía, de este modo, seriamente amenazada la interpretación literal del Génesis. Darwin proponía, en esencia, dos aseveraciones: las especies cambian con el paso del tiempo, descienden unas de otras, y la causa de la evolución es la selección natural y la supervivencia de los más aptos en competencia por los recursos limitados e insuficientes para todos. Estas ideas coincidían también con las que habían sido expuestas en un manuscrito del naturalista británico Alfred Russel Wallace titulado Sobre la tendencia de las especies a desviarse indefinidamente del tipo original, inspirado, como el texto de Darwin, en las nociones de Malthus. Aunque Darwin no aseguró en sus escritos que el hombre descendiera del mono, sino que humanos y simios tuvieron un antepasado común en un remoto pasado, las críticas más furibundas que tuvo que sufrir se centraron en la idea de que el hombre descendía del mono. En realidad, el naturalista británico casi no dice nada acerca de la evolución humana en El origen de las especies, evitando hacer referencias a un asunto tan problemático que podía cuestionar la versión bíblica. Sin embargo, Darwin siguió trabajando en este tema, que sí aborda de modo extenso en El origen del hombre, de 1871. En esta obra afirma sin paliativos que hombres y grandes simios están emparentados a través de antepasados comunes, descritos como animales cubiertos de pelo y grandes caninos, y abre la posibilidad de que el continente africano haya sido la cuna de la humanidad, en virtud de que algunos de nuestros parientes directos más cercanos (salvo el orangután) todavía habitan en dicho continente.
Muchos estudiosos de la época, convencidos de la falsa afirmación darwiniana de que el hombre desciende del mono, iniciaron la búsqueda de lo que debía ser, en buena lógica, un intermediario entre los grandes simios y nosotros, es decir, un eslabón perdido. En el siglo XIX el interés parecía centrarse en la búsqueda del os orígenes más lejanos y en clarificar cuál había sido el continente originario de los primeros hombres. En un principio los debates se centraron entre Asia y África, y los primeros hallazgos, que hoy forman parte de los descubrimientos pioneros en paleoantropología, parecían dirigir esos remotos comienzos hacia Asia. Sólo más tarde, en virtud de las corrientes historiográficas de pensamiento que consideraban a Europa la cuna de la cultura y la civilización, y dentro de ésta, a Gran Bretaña en particular, se intentó, fraudulentamente, forzar la aparición de los más antiguos humanos en tierras inglesas a través del famoso cráneo de Piltdown, “descubierto” en 1912 por el arqueólogo aficionado Charles Dawson, y compuesto por una mandíbula de un mono y un cráneo humano moderno.
En 1867, el zoólogo alemán Ernst Haeckel, convencido del parecido entre los embriones humanos y los de los gibones del sudeste asiático, emprendió viaje hacia esta región e imaginó aquí la presencia de los jardines del paraíso, en un continente sumergido bajo el Océano Índico denominado Lemuria. Los restos fósiles que logró encontrar fueron catalogados como pertenecientes a un eslabón perdido al que llamó Pithecanthropus Alalus. Unos veinte años más tarde, los famosos descubrimientos de la isla de Java parecían confirmar el punto de vista del zoólogo alemán. En efecto, en 1887, Eugéne Dubois, médico del ejército holandés, se embarcó hacia Sumatra y Java, en Indonesia, con la firme convicción de encontrar reliquias del hombre-mono, pues estaba convencido de que el hombre podría haber descendido de un gibón primitivo que habría vivido en estas grandes islas. Dubois gozó de mucha fortuna, y entre los numerosos restos fósiles que logró encontrar halló una bóveda craneal (una calvera) en el yacimiento de Trinil, que fue presentada, en 1895, en el tercer Congreso Internacional de Zoología como perteneciente al Pithecanthropus erectus. Estos restos, de gran valor, fueron considerados en esa época los más antiguos conocidos. Sólo más tarde se supo que correspondían a restos de homo sapiens. No obstante, y sin ninguna duda, el hombre de Java inició la era de la paleontología humana.
A partir del año 1921, gracias a los esfuerzos de renombrados científicos europeos, como el sueco Andersson y el francés Teilhard de Chardin, se descubre y sale a la luz un cráneo cerca de Beijing que presentaba importantes afinidades con el pitecántropo de Java. Justamente, gracias a este descubrimiento y a otros posteriores, se pudo determinar la verdadera naturaleza de los restos de Java y de los propios de Beijing: eran homo erectus, no hombres-mono. Este homínido, encontrado en las grutas de Zhoukoudian, recibió el nombre de Sinathropus pekinensis. Los primeros indicios de la existencia de hombres fósiles en China son de principios del siglo XX, cuando se descubren, casi por azar, algunos dientes en las antiguas farmacias chinas, que eran empleados, una vez triturados, como suele ocurrir con los huesos, como remedio, como una auténtica panacea curativa. Las excavaciones empiezan tras acabar la primera Guerra Mundial, y continuarán hasta 1937, momento en que deben suspenderse debido al momento crítico que sufre China con la invasión japonesa de parte de su territorio. Sólo a partir de la consolidación de Mao y de la República Popular, en 1949, volverá a abrirse el horizonte para los hallazgos de restos humanos que, desde esa época hasta el presente, han sido muy abundantes, deparando no pocas sorpresas debido a la antigüedad y abundancia de los restos, factor que ha llegado a plantear, por parte de varios paleoantropólogos chinos, la seria posibilidad de que en China, en torno a las regiones de Qinhai y Tíbet, haya habido un segundo territorio originario del ser humano (además del este de África, en torno al valle del Rift), cuyo parecido geomorfológico con dicho valle africano no deja, como mínimo, de sorprender.
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