No
es ya discutible hoy la influencia oriental (Mesopotamia, Próximo Oriente,
Anatolia) sobre el ámbito cultural griego en aspectos como las ciencias, el
arte, el comercio o la filosofía. No obstante, los campos en los que los
paralelismos existentes entre el mundo griego y el oriental han llamado
poderosamente la atención de los investigadores y estudiosos ha sido el de la
mitología, tal como aparece reflejada, naturalmente, en la literatura, y el de
la religión, sobre todo después del desciframiento de los textos mitológicos
hititas y de la literatura ugarítica. En los años treinta del pasado siglo fue
Franz Dornseiff uno de los primeros clasicistas que apostó, aunque no exento de
cierta polémica, por el estudio de las formas paralelas de la poesía griega y
la oriental, babilonia o fenicia, contribuyendo con una importante lista de
préstamos griegos tomados de Oriente.
Sería
la publicación del texto hitita Reinado
del cielo, que menciona la castración de la deidad celestial por Kumarbi, la
que acabaría siendo un notable punto de inflexión en función de las evidentes similitudes
que ofrecía con el mito griego de Urano y Cronos tal y como se refleja en la Teogonía hesiódica. Otros trabajos
pioneros relevantes fueron los de Peter Walcot sobre la relación entre la
poesía de Hesíodo y Oriente Próximo, así como el enorme compendio sobre las
relaciones de la mitología y la literatura griegas con las de Oriente Próximo
de Martin West. Esta íntima relación entre los mitos griegos y los del Oriente
Próximo fue explorada también en la segunda mitad del siglo xx por la investigadora
francesa Jacqueline Duchemin, el historiador suizo de la religión griega Walter
Burkert o la estudiosa española Carolina López Ruiz, por mencionar solamente
algunos nombres de prestigio.
Debe
mencionarse, del mismo modo, la sustancial contribución egipcia al desarrollo
de la religión griega arcaica y clásica. En tal sentido, sobresale la
arqueóloga estadounidense Emily Vermeule quien identificaba como préstamos
procedentes de Egipto ideas griegas como la geografía del mundo subterráneo
(modelada como un palacio de un reino de la Edad del Bronce) y la figura de
Caronte, el peso de las almas de los muertos, o el concepto de los
bienaventurados y su denominación (Makares),
equivalente al egipcio Maakherou,
alma en forma de ave. Incluso los juegos de mesa por parte de los difuntos
también habría tenido su origen en las tierras del Nilo. El reconocido Walter Burkert
sumaría el motivo del fuego dador de vida, idea que desempeña un rol relevante
dentro del mito de los misterios de Eleusis.
La
serie de comparaciones al respecto de las distintas realizaciones entre las
culturas orientales y entre éstas y la griega se vio además facilitada por los
muy sesudos estudios de ciertos indoeuropeístas de indudable prestigio, como es
el caso, por ejemplo, de Jaan Puhvel.
A
estos aspectos reseñados ha de sumarse también una determinada tendencia a
desacralizar la cultura griega de parte de unos pocos reputados helenistas que
han querido detectar la presencia de elementos “distorsionadores” dentro de un
luminoso (e idílico) marco generado por los promotores del ideal milagro
griego, presidido por la racionalidad, la armonía y el equilibrio. En semejante
dirección se tiene que mencionar el celebérrimo trabajo de Eric Dodds, Los
griegos y lo irracional, que se centraba en mostrar la cara oculta de la mentalidad
griega, destacando la presencia y relevancia de determinadas formas de culto muy
impregnadas de aspectos irracionales. En la misma línea se hallan los trabajos de
la escuela de París, a cargo de los afamados Marcel Detienne y Jean-Pierre
Vernant, quienes siguiendo los pasos del antropólogo Louis Gernet, pusieron de
relieve las facetas de la cultura griega que no se ajustaban al esquema
racionalista y modélico diseñado desde una clara óptica clásica idealizante.
A
pesar de la creciente cantidad de evidencias que apuntan al reconocimiento de
la influencia de las civilizaciones orientales en la formación de la cultura
griega en determinados momentos de su desarrollo, han existido resistencias por parte de algunos especialistas.
Estos estudiosos se niegan a asumir la susodicha dependencia, argumentando disímiles
y complejas estrategias para paliar los efectos de la misma si no queda más
remedio que asumir tal posibilidad histórica. En ese orden de acontecimientos, cobró
fuerza la idea de separar el legado mitológico griego del de sus vecinos
orientales, sobre todo de la mano de renombrados estudiosos de la filología
clásica, caso de U. Wilamowitz, M. Müller, Ch. G. Heyne o Friedrich Welcker.
Aunque se maquillaban simplemente determinadas tendencias ideológicas
antisemitas, la principal estrategia académica consistía en apuntalar el bien
conocido ideal del genio griego particular, capaz de articular y generar por sí
mismo las ingeniosas narraciones que han trascendido como mitos gracias a la tradición
literaria que ha sobrevivido. Estos especialistas, herederos
intelectuales de los conceptos de Winckelmann, fueron personalidades de gran
erudición filológica, capaces de configurar el mito de la autarquía creativa-intelectual
helénica, que marcaría a fuego al neohumanismo alemán originando el etéreo “milagro
griego”.
La
contribución oriental a la cultura griega se llegó a minimizar hasta el
paroxismo. Quedaría reducida a unas pocas costumbres, habilidades manuales,
fetiches, ornamentos anticuados y utensilios específicos de unas repelentes
divinidades. Algunos, como Julius Beloch, acabarían negando de forma drástica
la presencia oriental (en un marco genérico de antisemitismo, hay que
remarcar), así como la posibilidad de que en las leyendas pudiera encontrarse
cualquier atisbo de realidad histórica, relegando al terreno de la mera
fantasía insustancial cuestiones como el Cadmo fenicio o el Heracles de Tasos.
Llegó a sostener incluso que los fenicios fueron solo un pueblo oriental de
carácter mítico (denominación heredada de Phoenix, divinidad solar con
credencial de existencia histórica), que
ulteriormente serían identificados con los habitantes de la costa del Levante
oriental en el periodo arcaico griego.
Similares
reacciones de esta suerte de negación radical de influencias orientales se
oficializaron sin rodeos en terrenos como al arte o la filosofía (Eduard
Zeller, Robert Cook o John Boardman, por ejemplo).
El
ámbito clasicista fue el propiciador de ese modelo ideal, abstracto, denominado
”milagro griego”, en el sentido de la plasmación de un espíritu o genio específicamente
helénico que marcaría todas las creaciones surgidas en el ámbito de la
civilización griega con un sello distintivo propio, incomparable con el de
otras culturas de la Antigüedad. Semejantes ideas fueron expuestas en obras de
historiadores como Jacob Burckhardt, en trabajos de helenistas alemanes como Helmut
Berve, Werner Jaeger y V. Ehrenberg, empeñados en descubrir valores y esencias protitípicos
de la helenidad, así como en otros autores, de la talla de Johann G. Droysen o Victor
Duruy.
En
fechas ya bastante recientes (fines de los años ochenta del pasado siglo), se
reabrió el debate (nunca realmente finalizado), sobre las relaciones entre la
cultura griega y las civilizaciones orientales, gracias al seminal libro de
Martín Bernal (Atenea Negra. Las raíces
afroasiáticas de la civilización clásica), que provocó la reacción de
quienes defendían los cimientos sobre los que se asentaba el predominio
intelectual y educativo de la cultura clásica. El fin primordial, en
consecuencia, era establecer el concepto de identidad griega nacional a modo de
modelo de civilización autónoma y autosuficiente. En
esta obra (hoy justamente desautorizada) se defiende la influencia ejercida por
fenicios y egipcios sobre el mundo griego en el II milenio a.e.c., a través de
oleadas invasoras y colonizaciones llevadas a cabo por egipcios y semitas en el
Egeo hacia fines de la Edad del Bronce. Tales acontecimientos habrían quedado
fijados de manera imborrable en las leyendas y mitos griegos.
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-FEIAP-UFM, julio, 2021.
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