24 de septiembre de 2025

Los inicios de la épica y el teatro latinos


Imágenes: arriba, cuadro de Luca Giordano, Turno vencido por Eneas, de 1688, hoy en el Museo del Prado, Madrid; abajo, poeta dirigiendo una escena teatral en un mosaico romano del tablinum de la Casa del Poeta Trágico, en Pompeya. Actualmente, en el Museo Archeologico Nazionale, en Nápoles.

La obra Odusia de Livio Andronico, el Bellum Poenicum de Gneo Nevio y los Annales de Quinto Enio, todos ellos muy fragmentados, constituyen la infancia de la épica latina, que es una continuación de la griega, en la segunda mitad del siglo III a.e.c. La presencia de algunos aspectos preliterarios ayudan en esta consolidación, como es el caso de los carmina conuinalia, a través de Cicerón (Tusc. IV 3), que a su vez remonta a Catón. Son poemas cantados en los banquetes, una exaltación de varones ilustres. O como las neniae arcaicas que, como informan Nonio, Festo y Cicerón, eran lamentos proporcionados por mujeres asalariadas en los funerales, con la finalidad de enaltecer las virtudes del difunto. Del mismo modo, los Scipionum elogia favorecieron, asimismo, el nacimiento de la épica latina.

Livio Andronico, en 240 a.e.c., será quien represente en Roma el primer drama en latín, que versaba acerca de la victoria obtenida sobre Cartago. Será, sin duda, el más helénico de los épicos latinos de la etapa republicana. Por su parte, Gneo Nevio y su explícita romanidad, configura un nuevo tipo de epopeya, la histórica, centrando el tema en la primera guerra púnica (264-241 a.e.c.). Su obra, Bellum Poenicum, contaba con un excurso de relevancia y extensión destacables acerca del origen troyano del pueblo romano, usando la leyenda del arribo a las tierras de Italia de Eneas, fugitivo tras la destrucción de Troya. De este modo, al tema central de carácter histórico se suma otro de tipo legendario, siendo el modelo para la parte legendaria o arqueológica la Odisea, mientras que para la parte histórica la Ilíada.

Quinto Enio gozó de fama y prestigio. Fue una autoridad en la que se apoyará Terencio; fue también un modelo para los analistas y fue considerado el mejor poeta romano para Lucrecio. Del mismo modo, Catón lo concibió como el Homero romano y para Cicerón fue la figura épica más destacable de Roma. En Annales, un poema épico estructurado en dieciocho libros, se narraba la historia de Roma, desde los arcaicos orígenes troyanos hasta 171 a.e.c. En su retrato poético, Enio se consideraba un alter Homerus, así como un filólogo.

El primer estreno teatral en Roma se produjo al año siguiente al desenlace de la Primera Guerra Púnica, cuando se celebra en Roma la victoria del cónsul Lutacio Cátulo en las islas Egates. En los fundamentos se halla el teatro etrusco así como el teatro griego, a través de las ciudades griegas del sur de Italia y de Sicilia. En relación al nacimiento del teatro son de necesaria lectura tres textos latinos, Tito Livio, Horacio (Epistulae, 11) y Valerio Máximo. Livio comenta que en 365-364 a.e.c. una peste asola Roma, y uno de los mecanismos empleados para aplacar la ira divina fue la institución de los ludi scaenici, que se sumarían a los espectáculos circenses. Habrían sido representados por ludiones, llegados de Etruria, que bailaban al son de la flauta al modo etrusco, sin usar ningún texto previo. La iuventus romana comienza a imitarlos, si bien con la novedad de lanzarse entre ellos pullas en versos toscos (inconditis versibus). Las representaciones se popularizan, interviniendo actores profesionales a los que se les llama histriones, un vocablo etrusco. Ya no se intercambian versos rudos e improvisados, sino que representan saturas, una mezcla de canto y danza con el acompañamiento de la flauta. Algo semejante a lo comuunicado por Livio aporta valerio Máximo. Por su parte, Horacio ofrece la descripción de un preteatro, representado por una sociedad agraria agreste y ruda, que se divierte en sus momentos de descanso. Un paso posterior sería la aportación de la Graecia capta, cuyo influjo dramático llega a Roma después de las Guerras Púnicas.

Hay una preocupación por la nacimiento del teatro como una institución social y también por su carácter literario. En la implantación del teatro latino de carácter literario, en 240 a.e.c., interviene un influjo etrusco, que se manifiesta en la organización dramática, sin dejar de valorar el componente griego del propio teatro etrusco. El influjo griego, desde el final de la Primera Guerra Púnica, aportará los modelos literarios directos para la comedia palliata, la tragedia, e incluso para el mimo, influyendo de modo indirecto en la comedia togata y la tragedia praetexta, de creación romana, así como en la atelana literaria.

Las manifestaciones preliterarias romanas, de naturaleza preteatral, como los versus Fescennini, la original farsa Atellana y la satura, colaboraron al primer estreno teatral en Roma, que debió consistir en una tragedia o una comedia dotadas, eso sí, de un texto latino fundamentado en uno original griego.

El teatro romano contó, durante su desarrollo histórico, de cinco tipos de obras diferentes. La primera es la comedia palliata, inspirada sobre todo en la Néa griega, con una ambientación y personajes griegos, y un argumento complejo y característicamente festivo. Priorizaba la expresión literaria sobre la corporal. En segundo término se halla la togata, creada por Titinio, una comedia sin modelo directo procedente de Grecia, de ambientación y personajes romanos o, a lo sumo, itálicos; sigue posteriormente la Atellana, aparecida en torno a 100 a.e.c., una comedia sin modelo griego, de ambientación y personajes itálicos bastante típicos. Con su argumento simple y breve, de naturaleza bufonesca, fue cultivada esencialmente por Nonio y Pomponio.

El mimo latino, por su parte, también del siglo I a.e.c., y que puede considerarse como subgénero de la comedia, si contaba con precedentes griegos, usados a veces como modelo para obras específicas. Su ambientación y personajes podían ser tanto itálicos como griegos, en tanto que su argumento era bastante simple, con un carácter de bullicio festivo, en ocasiones esperpéntico. Empleaba, como es evidente, la expresión corporal sobre la literaria, dando pie, en la época imperial, a la pantomima. Sus principales exponentes serán los poco conocidos Publilio Siro y Décimo Laberio. Entre los subgéneros debe destacarse, asimismo, la trabeata, un tipo de obra únicamente conocida a través de una referencia de Suetonio, quien afirma que un gramático, de nombre Gayo Meliso, compuso un novedoso tipo de togatae al que nombró como trabeata, lo cual lleva a suponer que la innovación de este dramaturgo aficionado consistió en ubicar en escena a personajes del rango ecuestre (que portaban trabea en la vida real).

En lo que respecta a la comedia, ha de decirse que hubo un buen número de autores de comedia palliata, al margen de Livio Andrónico y Gneo Nevio, como Cecilio Estacio (según Volcacio Sedígito y Cicerón, el mejor de todos los cómicos latinos, y enlace entre la comicidad plautina y la de Terencio), Juvencio, Patronio, Luscio Lanuvino, Licinio Imbrex, Atilio o Turpilio, si bien han sido Publio Terencio Afro y Tito Maucio Plauto, los que han adquirido mayor fama, en parte porque de ellos se han conservado varias obras.

Plauto, autor de Miles gloriosus, Asinaria, Aulularia o Mostellaria, entre otras varias comedias, emplea de forma casi exclusiva como modelos obras provenientes de los autores de la Néa. Tales modelos de Plauto serían célebres comediógrafos, particularmente Dífilo, Posidipo, Menandro, Filemón, Demófilo y Batón. Plauto prefiere interpretar sus comedias como una acción continua, en tanto que su comicidad, atenta especialmente a la diversión de los espectadores, le lleva a empeñarse en la producción de efectos cómicos. En sus obras acostumbra a presentar un enredo arquetípico en el que participan un joven, una prostituta o una joven decente, un esclavo, un anciano, parásitos, matronas y un alcahuete propiciando, no obstante, un final feliz.

Se han estructurado sus comedias en cuatro grupos principales; las comedias de diversión final; aquellas comedias con fondo moral; comedias psicológicas y las de intriga. No obstante, en virtud del retrato de caracteres y costumbres, así como el uso del engaño y el equívoco, también se han clasificado en comedias de anagnórisis o reconocimiento, comedias de burla, de aventura, caricaturescas, con personajes muy parecidos y aquellas llamadas compuestas.

Plauto utilizó variados recursos cómicos populares, jugando con el movimiento escénico (comedia motoria), empleando alusiones a la vida romana, provocando la ruptura de la ilusión escénica, usando todo tipo de equívocos o la burla de campesinos, además de la grosería, la chanza y hasta la obscenidad.

Publio Terencio Afro, originario de Cartago, escribió entre otras comedias, Andria, Heautontimorumenos (El atormentador de sí mismo) y Eunuchus. Su representación se llevó acabo entre 166 y 160 a.e.c. Terencio concebirá su comedia en relación a un espectador culto, conocedor y admirador de la cultura griega, lo que explica su helenización, el deseo de emular las creaciones de la Néa, en particular las comedias de Menandro.

Plauto realiza una obra ligera, con recursos humorísticos y sin situaciones ni personajes especialmente llamativos, con la exclusiva finalidad de hacer reír. La obra de Terencio, por lo contrario, está calculada, sin apreciar lo espontáneo, con personajes reflexivos, muy congruentes con su caracterización psicológica. A Terencio se le ha etiquetado como el comediógrafo de la humanitas. Las disputas matrimoniales fueron un tema típico de la comedia romana.

En la comedia togata es descollante la figura de Lucio Afranio, con sus personajes, ambientes y costumbres latinos o romanos. La comedia Atellana, originaria de Campania, surge entre la población osca, por influjo de la farsa de los fluakes. Inicialmente, es improvisada, sin un texto literario previo, centrada en breves situaciones bufonescas, alrededor de cuatro personajes tipificados (Bucco, Dossennus, Maccus y Pappus), caracterizados como personas burlescas, sórdidas, del gusto popular. Esta suerte de mascarada tuvo sus cultivadores principales en Lucio Pomponio, Novio y Aprisio. En general, las obras consistían en la escenificación de una aventura de sus personajes típicos, habitualmente, un acontecimiento jocoso y ridículo. Una de las temáticas más empleadas consistió en el ataque burlón y con malicia a los provincianos, así como en la ridiculización de la mitología griega.

La primera representación de mimos en Roma ocurrió en 211 a.e.c. El mimo empezó a ser relevante en el marco del teatro cómico gracias a Décimo Laberio, Núcula (tal vez un apodo), Lucio Valerio y Publilio Siro. Una de las novedades que presenta consiste en la crítica de acontecimientos contemporáneos, algunos de indudable trascendencia política. A ello se suman críticas de las distintas corrientes filosóficas y de sus representantes principales.

En relación a la tragedia latina, el siglo II a.e.c. se convierte en una época primordial, con dramaturgos de la talla de Marco Pacuvio, Lucio Acio y Quinto Enio. La tragedia tiene como elemento esencial su helenismo (sobre todo a partir de los dramas de Eurípides), en tanto que sus argumentos se mueven en el ámbito de la mitología griega, que es tratada mezclando originalidad y tradición. Una de las innovaciones que se pueden observar en la tragoedia latina es el coro de soldados. Hubo una predilección por el tema troyano y los argumentos melodramáticos; de hecho, muchos de los temas eran sangrientos y truculentos. Conviene recordar, en este sentido, que los primeros analistas, Fabio Píctor y Cincio Alimento, inaugurarían la costumbre de aludir a los orígenes de Roma desde la huída de Eneas y su familia tras la destrucción de Troya.

Se podría señalar que los principales tragediógrafos latinos, considerados mayores, hayan sido Livio Andrónico, con obras como Achilles, Aiax mastigophorus, Andromeda o Equos Troianus, Gneo Nevio, con títulos como Danae, Hector proficiscens o Lucurgus, Quinto Enio (Alexander, Andromacha aechmalotis, Erechtheus, Iphigenia, donde introduce el coro de soldados, Eumenides y Medea exul, todas ellas de gran patetismo), Marco Pacuvio, con argumentos poco comunes en obras como Armorum iudicium, Atalanta, Chryses, Orestes y Niptra, y Lucio Acio, con su abuso de la retórica en obras de la saga tebana, como Phoenissae, Antigona y Epigoni, así como de la troyana, como Télepbus, Myrmidones y Nyctegresia; de la saga lacedemonia como Atreus, Pelopidae y Clutemestra; y de diversas sagas, caso de Meleager, Melanippus, Athamas y Medea, entre otras.

La temática de la tragedia praetexta, drama de carácter histórico, finalmente, se centraba en asuntos romanos de relevancia para la vida política, en tanto que aludía a hechos de personajes de renombre, sobre todo militares y gobernantes, o a acontecimientos de claro interés público. Habrá tragedias de tipo histórico-legendario así como otras tragedias de temática histórica más reciente.

Bibliografía selecta genérica

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PARATORE, E., Storia del teatro latino, Milán, Francesco Vallardi, 1957.

PIGHI, G.B., “Le origini del teatro latino”, Dioniso, 15 (1952), pp. 274-281.

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VV.AA., Das römische Epos, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1979. 

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-AHEC-AVECH-UFM, septiembre, 2025.

10 de septiembre de 2025

Reliquias budistas en China: ¿poder sacro o señuelo sin santidad?


Imágenes: arriba, un cofre de madera de sándalo, oro y plata con incrustaciones de lapislázuli y piedras preciosas, con supuestos varios restos de huesos de Buda. Templo Bao'en, Nanjing; abajo, otro cofre con reliquia budista, descubierto en 2008, decorado con imágenes de aves fénix y flores de loto. Hoy se encuentra en el templo Qixia, en Nanjing.

Las reliquias budistas en China eran objetos de culto, veneradas por los devotos con la finalidad de adquirir méritos religiosos y provocar milagros. La difusión y el desarrollo del culto a las reliquias podría interpretarse como un proceso de democratización de lo sagrado. Aunque en un principio suponía un culto restringido a aquellos que tenían la rara oportunidad de visitar los lugares donde se encontraban las reliquias de Buda en India, acabó estando al alcance de casi todo el mundo en las estupas que contenían las reliquias de un Buda traídas desde India por un peregrino o por un monje chino.

Las reliquias de un monje podían emitir luz y producir milagros con la misma facilidad que pasaba con un diente de Buda o las uñas cortadas de alguno de sus numerosos discípulos. Pero en China, como en otros lugares, el culto a las reliquias implicaba algo más que la búsqueda piadosa de lo divino. En tal sentido, las reliquias eran disputadas, robadas, falsificadas y manipuladas con fines variados e intrincados.

Al igual que ocurría en la Europa medieval, en China el robo de reliquias no fue algo infrecuente. De hecho, los relatos sobre reliquias robadas por extranjeros sugieren que existía un comercio internacional de sacras secciones corporales en Asia Oriental, equivalente al comercio de reliquias en la Europa medieval (en donde, por cierto, los relatos sobre reliquias robadas se convirtieron en un género propiamente dicho). No obstante, las fuentes chinas, en general, no mencionan probables motivos económicos para hurtar reliquias.

Sea como fuere, los relatos sobre robos y pugnas muestran lo débil que era la conexión entre la ética budista y la práctica devocional budista. Si el propósito del robo era venerar las reliquias, parece que incluso la violencia y el engaño estaban más que justificados. Más que una simple oportunidad para venerar las reliquias, los devotos querían poseerlas, tanto por el poder que contenían como por el prestigio que su posesión les reportaba. Hubo implicaciones de las reliquias como auténticos imanes para la peregrinación y el patrocinio, como ocurriría, según relata Faxian, con el hueso del cráneo del Buda en Nagarahâra, que era venerado a diario por un soberano local, así como por los ancianos de la clase mercantil. De hecho, dice el monje peregrino (siglos IV-V), que delante de la puerta del santuario se encontraban todas las mañanas, con puntual regularidad, vendedores de flores e incienso para que todas aquellas personas que deseasen hacer ofrendas pudieran comprar estos productos.

Debido a su portabilidad y a su naturaleza anodina, las reliquias eran fácilmente manipulables con fines realmente poco piadosos; en apariencia prístinas y sin adornos, es precisamente esta cualidad, sin embellecimientos, lo que las dejaba expuestas a la manipulación. En cualquier caso, más allá de ornamentados relicarios y ceremonias suntuosas, un componente clave del contexto físico de las reliquias siempre ha sido la estupa que las albergaba. Las reliquias también se utilizaban, al menos en ocasiones, con fines geománticos, ya que se creía que las estupas estabilizaban el paisaje circundante. Y es que los chinos colocaban reliquias en una cámara subterránea, en ocasiones llamada cueva del dragón, en la base de las estupas. Las reliquias eran útiles tanto por los ingresos que un monasterio obtenía de las peregrinaciones y las donaciones de mecenas prominentes, como por el orgullo y la autoestima que la posesión de reliquias de relevancia confería al monasterio, a los monjes que vivían allí e incluso a los laicos que lo apoyaban.

Si bien la creencia en el poder numinoso de las reliquias budistas estuvo muy extendida por las diferentes zonas geográficas de China y por todos los estratos sociales, algunos se mostraron escépticos en relación a las afirmaciones budistas sobre el poder sagrado de tales reliquias. Así, por ejemplo, una de las críticas más famosa a una reliquia budista en China fue la de Han Yu, quien en 819 presentó un memorial en el que criticaba al emperador por apoyar una procesión que traía un hueso del dedo de Buda desde un monasterio ubicado fuera de las murallas de la ciudad hasta la capital. Centró su ataque en los orígenes extranjeros del Buda, y en que era un asceta ajeno a las costumbres chinas. Otro escéptico fue el oficial del siglo XI, Yu Qing, quien afirmaba que las reliquias no contenían un especial poder. En cualquier caso, el escepticismo se dirige al poder de las reliquias (desestimadas como huesos comunes), más que a su supuesta conexión con hombres santos.

Entre los ejemplos de reliquias se encontraban dientes de caballo y trozos de coral. Este inusual aspecto de tales reliquias no implicaba ninguna perturbación a los fieles; al contrario, era de esperar que los restos del Buda, así como de otros hombres santos, difirieran de los de los comunes. A veces, la autenticidad de una reliquia se juzgaba en función de si ese objeto procedía o no de la India, y no por su aspecto.

Hace no muchos años, concretamente en 1998, las reliquias de Buda fueron veneradas en una muestra masiva de devoción cuando un diente que se afirmaba que era de Sâkyamuni fue traído a Taiwán desde Tailandia. En este específico caso, la autenticidad de las reliquias fue cuestionada por diversos estudiosos en revistas y periódicos. No obstante, resulta revelador constatar que los efectos de estas impugnaciones en la comunidad budista fueron realmente insignificantes y, de hecho, la reliquia fue visitada y venerada por miles de personas. Naturalmente, sería una auténtica humillación pública, que conllevaría una pérdida de capital cultural, si se demostrara que la reliquia era falsa.

Nunca ha existido una tradición monástica de crítica o escepticismo hacia el culto a las reliquias o hacia la idea de que ciertas reliquias contienen un poder sagrado. Incluso en la actualidad, nunca ha habido campañas de relevancia para erradicar el culto a las reliquias de la práctica budista. Es verdad que los monjes Chan pueden mencionar en sus sermones que las reliquias de Buda están sujetas a la fugacidad de todas las cosas, incluso las más sagradas, pero se trata de una crítica moderada sin influencia apreciable en la práctica. La retórica que se opone al culto a las reliquias o que cuestiona su santidad ha sido siempre débil, además de marginal, en la tradición budista.

Las reliquias han sido herramientas útiles, bien para fortalecer las relaciones diplomáticas, demostrando la capacidad para hacerse con artefactos budistas de primer orden, o bien para atraer turistas. El encanto de las reliquias provenía de la íntima conexión que proporcionaban con figuras sagradas, en este caso la presencia del Buda o de una parte del mismo, proporcionando un sentido de conexión con el pasado. El poder de las reliquias no solamente radica en lo que son, en su esencia corpórea, sino en sus cualidades representativas o icónicas. Normalmente, se hace especial énfasis en las manifestaciones numinosas de estos objetos maravillosos, más que en sus orígenes, su proveniencia o en su función. En tal sentido, existe una estética de las reliquias, admiradas, como el jade, por sus cualidades encantadoras, como la capacidad de producir sarîra (pequeños gránulos), o brillar.

Entre los participantes en el culto a las reliquias budistas en China se encontraban miembros de diversos estratos sociales, desde campesinos hasta emperadores, pasando por laicos analfabetos y hasta los monjes más eruditos, y de todas las regiones geográficas de China. La práctica suscitó las críticas de un pequeño número de escépticos que cuestionaban el poder numinoso de las reliquias, aunque dichas críticas nunca fueron lo suficientemente sólidas como para afectar seriamente al culto de las mismas. La mayoría de personas que han hecho uso de reliquias budistas lo hicieron por una combinación de razones: para adquirir méritos religiosos, con la esperanza de obtener milagros, para atraer peregrinos y patrocinadores, o con la intención de afirmar la autoridad imperial.

Los textos budistas promovieron la veneración de las reliquias budistas, en parte porque su veneración era una característica distintiva fundamental de la devoción budista. Se creía que las reliquias, así como las imágenes, eran capaces de obrar milagros, en especial relacionados con la curación. Los relatos de milagros asociados con objetos sagrados budistas también resultaban útiles para la causa del proselitismo, en tanto que proporcionaban pruebas concretas de las cualidades extraordinarias de la religión budista, evocando un sentimiento de asombro, admiración e, incluso, de temor.

Referencias bibliográficas

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Zurcher, E., Buddhist Conquest of China. The Spread and Adaptation of Buddhism in Early Medieval China, edic. E.J. Brill, Leiden, 2007.

Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-AHEC-AVECH-UFM, septiembre, 2025.

 

1 de septiembre de 2025

El budismo en Japón: penetración, consolidación y evolución







Imágenes: Gran Buda en bronce de Asukadera, de inicios del siglo VII, obra de Kuratsukuri no Tori; deidad Kannon, datada a fines del siglo VII, hoy en el Museo Nacional de Nara; porción del Sutra ilustrado del karma pasado y presente, también en el Museo Nacional de Nara; escultura del monje Kûya entonando el nenbutsu o invocación al Buda Amida, en el templo de Rokuharamitsuji, en Kioto; grupos de personas observando el baile del nenbutsu de Ippen y sus discípulos en la ciudad de Kioto, hoy en la Biblioteca de la Dieta Nacional; el monje Myôe (siglos XII-XIII), con un sutra, en el Museo Nacional de Nara; y suibokuga (Paisaje de tinta salpicada), de Bokushô Shûshô, monje Rinzai de principios del siglo XVI, hoy en el Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

El budismo supuso una relevante importación cultural para la historia de Japón. Su introducción, por parte de emigrantes coreanos, y su primera difusión por el país se produce en los siglos VI y VII. Oficialmente este transmisión acontece entre 538 y 552, cuando el rey Seong del reino coreano de Baekje, le envía al rey de Wa, a la sazón Kinmei (alrededor de 530-570), una serie de estatuas, diversos objetos rituales y sutras, recomendándole su propagación. La finalidad del rey coreano era consolidar una alianza militar con Wa en virtud del acoso de otro reino coreano, concretamente el de Silla. Se trataba de un tipo de diplomacia cultural a cambio de ayuda militar, una estrategia que permitiría la entrada en Japón de eruditos y monjes budistas con amplios conocimientos de medicina, de técnicas de adivinación y de principios taoístas y confucianos.

Inicialmente, la recepción del budismo fue bastante atenuada. Únicamente unas cuantas décadas después se comenzó la construcción del primer gran templo en Japón, el Asukadera, gracias al patrocinio del clan de los Soga. Una vez adoptado por la corte imperial, el resto de clanes regionales hicieron lo propio, favoreciendo la erección de templos budistas en lugar de las grandes tumbas. Hay que destacar que, al margen de una doctrina religiosa, el budismo también fue un medio capaz de proporcionar una autoridad y una legitimidad sagradas, algo que en Japón fue un rasgo acentuado porque hubo una vertical transmisión de las élites hacia la población común.

Por otra parte, su introducción incluyó la llegada de diversas técnicas, tanto en las artes (escultura, pintura, arquitectura, orfebrería), como en la ingeniería o el calendario, actividades todas ellas esenciales entre los inmigrantes coreanos. Un rasgo que, sin duda, favoreció la adopción del budismo fue que se concebía como parte fundamental de la civilización china y, por ello, en consecuencia, un requisito necesario para que el país fuese aceptado como parte de la comunidad internacional. Tanto es así, que en toda la región de Asia oriental se comenzó a considerar como un signo de barbarie e incivilidad, no incorporar la corriente budista a los sistemas políticos.

Fue a partir del siglo VII cuando la corte tuvo una decidida actitud de favorecer sin rodeos al budismo, propiciando la construcción de templos imperiales, entre los que sobresalen los llamados cuatro templos; a saber, el Kudara Ôdera, el Yakushiji, el Kawaradera y, naturalmente, el Asukadera. Todos ellos estaban ubicados en la región de Asuka, espacio de asentamiento de las distintas cortes del siglo séptimo. Con el paso del tiempo, se consolidó el estrecho vínculo entre política y budismo. Así, los monjes precisaban el permiso de las autoridades seculares para su ordenación, pudiendo realizar sus actividades exclusivamente en el interior de los templos del estado, en donde utilizaban una parte significativa de su tiempo a la lectura de sutras con el objetivo de beneficiar al país.

A fines de la mencionada centuria, la propagación del budismo y su acérrima defensa se configuraron como aspectos cruciales, con el carácter propio de empresa del estado. El propio emperador Tenmu mandó instalar altares hogareños para honrar imágenes y escrituras budistas con el expreso objetivo de proteger a Japón. Muchos líderes locales, tomando como ejemplo la actitud de la corte, edificaron templos y facilitaron la copia de sutras.

Con el emperador Yômei (585-587) y su célebre hermana Suiko, se inicia la generalización de la comprensión del budismo entre los miembros de las capas más altas de la sociedad, lo que implicó la construcción de estatuas por algunos clanes y un gran interés por el patrocinio de templos. De esta época es la estatua de madera de la deidad búdica Kuse Kannon, la más arcaica en Japón (principios del siglo VII); la tríada en bronce del Buda Shaka, con el Buda y dos asistentes, que ofreció la emperatriz Suiko en el primer cuarto del siglo VII; y el santuario Tamamushi, en madera tallada y en forma de palacete, con pinturas al óleo que se inspiran en un par de historias jâtaka.

La mayor interacción entre la corte y el budismo aconteció durante el reinado del emperador Shômu (724-749), propiciando la celebración de ritos y oficios budistas en la corte, facilitando impartir lecciones magistrales sobre algunos sutras en las oficinas gubernamentales, que serían copiados y difundidos. Además, ordenó construir un convento y un templo estatal en cada provincia y ordenó, en fin, la creación del gran Buda Vairocana, alojado en el Templo del Este de Nara (Tôdaiji), que se convertiría en el centro oficial de las enseñanzas budistas y lugar en donde los monjes eran ordenados. El emperador anhelaba aliviar el sufrimiento de los súbditos contando con la ayuda de Buda, aunque el resultado fue el opuesto. Sería, asimismo, el primer emperador en tomar las órdenes budistas tras su abdicación, costumbre que fue posteriormente seguida por otros mandatarios.

En el siglo VIII el budismo fue promovido por la corte como la doctrina fundamental que podía defender a Japón de la presencia o la conquista de potencias foráneas y protegerlo de cualquier tipo de desastre natural. De este modo, es el Estado el encargado de mantener los templos y de supervisar que los monjes se centren, en exclusiva, en sus actividades oficiales, que no son otras sino copiar y salmodiar sutras y orar por el bienestar del país. No obstante, hubo un buen número de monjes que ya en el siglo VII, haciendo caso omiso de las prohibiciones, viajaron a lo largo de Japón acercando la doctrina budista a la población común. En particular, el monje Dôshô, en la séptima centuria de la Era, y su discípulo Gyôki, ya en el siguiente siglo (668-749), buscaron aliviar el sufrimiento de la población construyendo infraestructuras como obras de irrigación, puentes, carreteras o presas, lo cual les hizo muy populares.

Las instituciones budistas servían para transmitir conocimientos, tanto tecnológicos como religiosos, procedentes del continente. En este sentido, los monjes budistas se convirtieron en la elite científica e intelectual de Japón. La población común contactó con el budismo a través de estos monjes itinerantes y por medio de los ritos budistas que se oficiaban en las sedes provinciales del gobierno. Así, a lo largo del siglo VIII los aldeanos empezaron a erigir capillas para llevar a cabo rituales en provecho de la comunidad.

A nivel estatal y local, el budismo se amalgamó con el antiguo culto animista japonés centrado en los kami sintoístas. Este sincretismo se manifestó en la construcción de capillas y templos al lado de sitios locales considerados sagrados, en donde los monjes recitaban sutras para salvar a los kami de su dolor. Estos, en agradecimiento, se convertían en fieles protectores de la ley búdica. Por otra parte, los emperadores del siglo VIII, atentos seguidores del budismo, patrocinaron el eclecticismo religioso. De este modo, por ejemplo, la emperatriz Shôtoku, mandó erigir el Gran Buda en Ise, a la sazón santuario de la diosa solar Amaterasu. Fue así como los kami se transformaron en manifestaciones locales de las deidades budistas.

Será el tempo Tôdaiji el que simbolice la consolidación del vínculo entre el budismo y la casa imperial. Fue construido en 738 por orden del precitado emperador Shômu. La asociación adquiere su forma visual a través de la estatua del Gran Buda Vairocana, aunque las divinidades más representadas en el marco d ella imaginería religiosa fueron Miroku, el Maitreya sánscrito, y Kannon, en virtud de su función salvífica, así como los shitennô, los cuatro reyes celestiales, protectores tanto de la fe búdica como del país. Haciendo gala de una feroz expresión y engalanados con ropas militares, coronaban templos como el Gangôji, el Yakushiji, el Daianji y el propio Tôdaiji, todos ellos centros esenciales del budismo.

El Tôdaiji se convirtió en centro de copiado y entonado de sutras, una labor de divulgación de textos entre los que destaca el Dharani del millón de pagodas (Hyakumantô), un millón de hojas en papel impresas con dharani, breves cánticos mágicos que se guardaban en pequeñas pagodas hechas en madera. En la promoción de esta labor se destaca la emperatriz Shôtoku, quien los mandó producir en 764 para enviarlos en grupos de cien mil a la decena de templos principales del Japón. El objetivo, con la impresión y distribución, era obtener los favores de la deidades. En sentido general, el copiado de sutras se entendía crucial para el mantenimiento de la estabilidad nacional. Probablemente, el más conocido de los textos budistas sea el Sutra ilustrado del karma pasado y presente, en donde se relatan las vidas pasadas de Shaka y la manera en que su mérito acumulado se hizo visible en todas sus vidas subsiguientes. Esta obra, plena de ilustraciones, es el antecedente de los posteriores rollos ilustrados.

Durante el período Heian (794-1185), la corte japonesa mantuvo la conexión diplomática con el continente a través de monjes budistas que desde el siglo X viajaban a China con la intención de peregrinar a las montañas sacras de Wutai o Tiantai. Si bien las seis sectas de Nara siguieron siendo las bases del budismo estatal, el emperador Kanmu patrocinará nuevas corrientes ubicadas en Kioto. La embajada a la China Tang del año 804 tenía como finalidad primordial importar el budismo que estaba más presente en China en aquel tiempo, el Tendai. El emperador encomienda tal misión al monje Saichô, quien viaja en esa embajada con otro monje de renombre, Kûkai. Este último se desplaza hasta Chang’an, en donde estudió budismo esotérico y filosofía india. Sería el responsable de la introducción en Japón de ese budismo esotérico por medio de una nueva secta, Shingon. Este tipo de budismo, a diferencia de las sectas de Nara, que buscaban la iluminación por mediación del aprendizaje de la doctrina presente en las escrituras, se fundamentaba en la transmisión de enseñanzas secretas de maestro a discípulo en forma de rituales y oficializándose en una imaginería atractiva para la aristocracia de Kioto así como para los sucesores de Saichô, particularmente Ennin y Enchin (siglo IX), por medio de los cuales el esoterismo permeó el budismo Tendai.

Kûkai estableció el centro Shingon en el monte Kôya, mientras Saichô fundaba el monasterio Enryakuji en la montaña Hiei, configurando como texto básico del budismo Tendai el Sutra del Loto, con el tiempo la obra de mayor influjo en la historia de Japón. El esoterismo búdico dominaría el budismo de las clases altas durante todo el período. Así, ahora la sectas de Nara, sumadas a las de Tendai y Shingon, configuraban las ocho sectas oficiales, todas ellas formando parte de un budismo institucionalizado y esencialmente elitista.

Será a fines del siglo X cuando se empiece a notar la influencia de la nueva corriente del budismo amidista, es decir, de la Tierra Pura, de gran repercusión popular. Su objetivo primordial, a diferencia del budismo esotérico, se centraba en la salvación de las almas y en el renacimiento en el paraíso de la Tierra Pura del Buda Amida. En este amidismo, que se hizo muy efectivo en una época de hambrunas y de epidemias, convivieron dos corrientes, una popular, por medio del proselitismo de religiosos itinerantes, entre los que sobresale Kûya (entre 903 y 972); y la otra, dentro de la secta Tendai desde Genshin, gracias a monjes especialmente interesados en asuntos soteriológicos.

Por otra parte, el eclecticismo religioso entre los cultos nativos y el budismo, siguió siendo una labor fomentada desde las altas esferas. De este modo, en los santuarios sintoístas se llevaban a cabo ceremonias budistas y se erigían pagodas. El propio emperador poseía en privado un cuerpo oficial de monjes esotéricos cuya finalidad era defenderlo orando por su bienestar. Sería en el período de los emperadores retirados cuando se inició la identificación del Buda del Gran Sol (Dainichi Nyorai), divinidad capital del budismo esotérico, con la diosa Amaterasu. El rol de la mujer en el marco del budismo fue en declive, en tanto que se dejaron de construir conventos y su presencia fue desapareciendo de los ritos oficiales.

Esta época será el período que verá la proliferación de estatuas de Fudô Myôô, una agresiva divinidad de origen indio, representada con colmillos, espada, el cuerpo en llamas y un rostro oscuro, encargada de proteger las enseñanzas del Buda. Será el referente crucial de las sectas del budismo esotérico. No obstante, también sobresalen los raigôe, pinturas en las que se muestra la llegada de Amida y su séquito de deidades acompañantes, que vienen a recoger el alma de una persona fallecida que ha sido merecedora de renacer en el paraíso.

Durante el período Heian, la orientación del budismo hacia las clases populares se centró en las corrientes amidistas y en el proselitismo llevado a cabo por monjes itinerantes, que preferían esa labor a dedicarse a la oración y la observancia religiosa en los monasterios. En el período Kamakura (1185-1333), las instituciones religiosas tradicionales ligadas al Estado comienzan su apertura, de manera que la gente se acerca a los templos a practicar actos devocionales y los grandes santuarios abandonan su aislamiento del entorno social transformándose en lugares de peregrinación. Un cambio que responde a la falta de ingresos suficientes, de tal modo que santuarios y templos se vieron obligados a usar otros mecanismos de financiación.

La gente empezó a rezar en los templos y santuarios porque se modificó la cosmología. Anteriormente, se creía que las divinidades moraban en este mundo y permanecían en contacto con las personas, lo que facilitaba pedir su ayuda para soportar los retos inherentes de la cotidianidad; posteriormente, el interés cambió hacia la salvación y una existencia absoluta que moraba en el más allá. Un nuevo y sencillo budismo, liderado por monjes como Shinran u Hônen (siglos XII-XIII), se orientaba a la salvación de las almas; un budismo que se oponía al antiguo, patrocinado por la aristocracia y que, de algún modo, limitó sus lazos con el Estado para involucrarse en mayor medida con la sociedad común.

Los amidistas del período Kamakura muestran su fe en la salvación a través de la misericordia del Buda, simplificando el modo de lograrla. Entendían que eran innecesarios los mediadores para alcanzar el paraíso. Ahora, cada persona podía renacer en el Paraíso de la Tierra Pura únicamente recitando el nenbutsu, la invocación a Amida. La secta de la Tierra Pura fue fundada por Hônen, si bien los sucesores de Shinran serían los que extenderían el culto a Amida entre los grupos de samuráis y campesinos. Esto hizo que se le considerase el creador de la secta de jôdoshinshû, la Verdadera Tierra Pura. Otro monje que sobresale en este momento en el amidismo es Ippen. Por su parte, el célebre monje Nichiren (siglo XIII), señalaba que la fe debía dirigirse hacia el Sutra del Loto, y no hacia la invocación a Amida.

Los continuos viajes por parte de monjes entre Japón y China fue el motor principal de la entrada del Zen, el tipo de budismo predominante en la China de las dinastías Song (960-1279) y Yuan (1271-1368). Fueron creados los monasterios zen en Kioto y Kamakura bajo el patrocinio de los Hôjô. Su prestigio como una corriente china le confirió un halo de legitimidad y respetabilidad, facilitando su confrontación con las ocho sectas de Nara y Kioto protegidas por la corte. Los monjes zen, imbuidos de la cultura china, podían actuar como diplomáticos, y como contaban con apoyos continentales, propiciaban los intercambios comerciales.

El budismo tradicional se preocupaba de ejecutar con corrección los rituales y de estudiar los sutras. Por otra parte, con el paso del tiempo, se habían secularizado y ciertas prácticas como el juego, el sexo o el consumo de alcohol, se había convertido en habituales en el interior de los monasterios. Por lo contrario, los monjes zen proponían un budismo institucionalizado decidido a defender al Estado, sustentado en dos pilares clave: la disciplina moral y la búsqueda de conocimientos.

Por su parte, los monjes de la antigua secta Risshû desarrollaron labores de asistencia de marginados, indigentes y pobres, amén de ayudar en la erección y consolidación de obras públicas (puentes, puertos), motivos que propiciaron el apoyo del bakufu. Hay que recordar que ayudar a los más necesitados era el modo de llevar a la práctica la compasión originaria budista.

Las mujeres seguirán perdiendo presencia en la jerarquía búdica, y aunque las escuelas Risshû y zen abrieron conventos, eran siempre supervisados por varones de la orden.

Características esencial del budismo zen fue la creación de representaciones de maestros fundacionales, costumbre procedente de la necesidad de venerar la imagen del maestro, en tanto que proporcionaba legitimidad a los monjes y a los templos que contaban con tales imágenes. Del mismo modo, los emakimono o rollos ilustrados se convirtieron en una herramienta propagandística empleada por varias escuelas budistas. Muchos rollos ilustrados presentaban una visión satírica de las actividades realizadas por las distintas escuelas o sectas, como fue el caso de los Rollos ilustrados de historias de tengu. En ellos se mostraban monjes con picos o narices enormes, análogos a los de los tengu, míticas criaturas híbridas, mitad ave y mitad ser humano, que solían perjudicar y retrasar la iluminación.

Las funciones religiosas monopolizadas por la corte fueron paulatinamente absorbidas por el bakufu de Muromachi, de forma que los Ashikaga comandaron y organizaron la celebración nacional de las ceremonias budistas. Con la finalidad de compensar pérdidas, los monasterios tradicionales se enfocaron en actividades como los préstamos y el suministro de capital para sufragar empresas comerciales. Algunos se convirtieron en fortalezas sirviendo a las gentes de protección frente a los excesos de los daimios. Ello posibilitó su rápido crecimiento y su conversión en ciudades.

La secta de la Verdadera Tierra Pura se expandió por todo el archipiélago por la actividad proselitista de Rennyo, en la segunda mitad del siglo XV, y cuyo mensaje se centraba en el igualitarismo social, en tanto la secta del Loto tiene su auge en los ambientes urbanos a través de la defensa de una moral religiosa que asocia riqueza con virtud. Un aspecto relevante se de este tiempo es la creación de ligas de creyentes, que intentaron competir con el poder secular usando medios bastante violentos.

El período Edo (1603-1867), se caracteriza por el deseo de terminar con el poder secular de las instituciones religiosas. Así, los Tokugawa encomendaron a los templos funciones de control social. En busca de que aquellas se ciñesen a ámbitos religiosos y sociales, el régimen proporcionó a los monjes y a las escuelas religiosas seguridad jurídica y económica. El mundo budista popular, en cambio, no entró en decadencia, floreciendo numerosos lugares de peregrinación, como el monte Fuji, el monte Kôya, la montaña Konpira, los peregrinajes de Kannon en Kantô y Kansai, o el santuario de Ise. El elemento clave que integró al budismo en el aparato gubernamental Tokugawa fue el cristianismo, pues el sogunato empleó los templos en su particular cruzada anticristiana. Los ritos de enterramiento serán cruciales a la hora de demostrar el no cristianismo. Es así que la población quedó sometida a prácticas funerarias budistas, al margen de las creencias de las personas.

Los templos ya no eran grandes terratenientes, y ahora sus fuentes de ingresos consistían en el dinero que recibían por la celebración de los oficios de difuntos y las exequias. En consecuencia, el budismo de esta época se le conoce como budismo funerario. Los bonzos, como curanderos y profesores, pero también centrados en el negocio de la muerte, hacían de mediadores en los conflictos entre los aldeanos o entre estos y las autoridades. Los recintos templarios se utilizaban como escuelas parroquiales de enseñanzas básicas.

Se llevó a cabo un sistema nacional de clasificación de los templos por el que cada escuela tenía que organizarse en un sistema piramidal, con la presencia de un monasterio principal (honji) como único interlocutor válido con el bakufu. Por debajo, habría una serie de templos dependientes o matsuji, divididos en ramas. De este modo, la sectas quedaron oficialmente compartimentadas. Esta ordenación del mundo búdico se extendió a otros grupos, caso de los populares ascetas montañeses o yamabushi, que se dedicaban a la labor de exorcistas o de sanadores.

El período Meiji, entre 1868 y 1912 comienza con la desvinculación de la figura imperial del budismo. Los templos budistas fueron los principales perjudicados en el proceso de unión del Estado y el sintoísmo, perdiendo sus privilegios. Se produjo una división forzosa entre el sintoísmo y el budismo, lo que trajo consigo una importante destrucción de templos y de imaginería budista. Ciertos movimientos populares alentados por el gobierno persiguieron al budismo, en tanto que en él veían una manifestación contraria a la razón y una asociación con un pasado reaccionario, rancio.

Referencias esenciales

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Prof. Dr. Julio López Saco

UM-AEEAO-AHEC-UFM, septiembre, 2025.