El
sentido jurídico de “historia”, por el cual debemos creer a quien vio y no a
quien escuchó señala con meridiana claridad la inferioridad del oído con
respecto a la vista. Sin embargo, junto con la expresión lo sé porque lo vi
aparece aquella de lo sé porque lo oí. En uno y otro caso, hay producción de
saber. En virtud del principio de que el oído va a lugares donde el ojo no
puede ir, ese yo escuché podría valer tanto como el yo vi, no en términos absolutos
sino relativos. Sin embargo, el empeño es firme: vale más ver que oír. Estamos
en un mundo donde es más que obvio que la palabra vale como conocimiento, donde
la palabra sabe; por lo tanto, un mundo donde el discurso oral está devaluado
con respecto al escrito; un mundo cuya oralidad ha perdido consistencia y las
estructuras mentales y el saber compartido son escritos. Lo que sabemos es
producto de lo que vemos, de nuestras reflexiones y de nuestras averiguaciones
personales (historíe propiamente dicha). Muchas veces, sin embargo, leemos
demasiado impersonal pasivo: se dice que; esto es, hay un relato que dice. Un
relato flotante del cual no se sabe quién lo produjo, ni cuándo ni cómo ni para
quién, con enunciados sin sujetos de enunciación ni destinatarios aparentes.
Bastan, eso sí, algunos indicios para que podamos calificar de manera más
discreta ese “se dice”. Es, en
definitiva, un poco aquello de yo veo, yo digo; digo lo que veo; veo lo que
puedo decir; digo lo que puedo ver. No está de más recordar, en cualquier caso,
que a veces vemos lo que queremos ver y oímos lo que nos conviene…o todo lo
contrario.
Si
al hablar del pasado algunos “historiadores”, que con lógica habría que
etiquetar de auténticos logógrafos, han buscado el beneplácito más que la
verdad, ¿merecen nuestro absoluto descrédito?. Podría argumentarse que se han
dejado llevar por el placer del oído. Han opuesto el mito (el “otro” discurso
historiográfico, no el mito como palabra “salvaje”), el oído, el instante (la
mentira) y el placer (del auditorio y del propio narrador) a la verdad, la
escritura, la adquisición “para siempre” y lo útil (o necesario). Se
estigmatiza, entonces, la búsqueda de placer (y seducción) frente a la
consecución de la seca “credibilidad”. En cierta ocasión, Kublai Kan preguntó a
Marco Polo si, al regresar a Venecia, relataría a sus compatriotas las mismas
historias que le había contado a él. El veneciano responde diciendo lo
siguiente: hablo y hablo, pero quien me escucha únicamente retiene las palabras
que espera escuchar. Una cosa es la descripción del mundo a la que prestas la
más benévola atención, otra es la que hará la ronda de los estibadores y los
gondoleros sobre los fondamenta delante de mi casa el día en que regrese, otra
más, en fin, la que podría dictar en mi vejez. ¿Ello significa, por tanto, que
lo que rige el relato no es la voz sino el oído?. En la Odisea, Alcínoo dice
que Ulises canta “con la ciencia de un aedo”. ¿Es censurable que lo haga como
un aedo, aunque no cante la “verdad” (“verdadera”)?; ¿qué verdad?.
Frente
a numerosas posiciones puristas, a la par de rígidas, que reivindican al
historiador (y su desempeño) casi como si fuese una entidad sobrenatural, por
sabia y poderosa, vayan algunos comentarios al respecto. En buena medida, no niego
una subyacente carga de profundidad dirigida a algunos que se autocalifican,
con altanera soberbia, de tal manera, sin saber muy bien el suelo que pisan.
Antes de que existiese la “profesión” de historiador, éste ocuparía un lugar
intermedio entre un sofista, vendedor del saber, y el rapsoda (o el aedo)
vendedor, a su vez, de historias. Eso sí, rapsoda en prosa. No existía nada
semejante a ese contrato con un Estado (que lo autoriza y lo necesita) para
escribir su historia (o historias). Mientras que antes de la presencia del
historiador el hacer creer procedía de la Musa, cuando se instituye
profesionalmente el historiador es su narración la que persuade (por autopsia y
por investigación). Se convierte en el único sujeto de la enunciación, aquel
que sabe (o que, a veces, cree saber). Hace coincidir lo visible, lo mensurable
y lo que se puede decir, construyendo una representación del mundo que es a la
vez saber pero también poder (un poder, a veces excesivo y diría innecesario,
que puede estar en el propio narrador, en su producción o en los destinatarios,
dependiendo de cómo lean la representación y para qué fin). El historiador, en
consecuencia, hace ver y hace saber (a los que no han visto), así como a los
que no tienen un determinado tipo de saber (esto es, los que no saben).
Traduce, en esencia, la diferencia: entre el mundo donde se relata y aquel que
se relata. ¿No es, por tanto, el historiador un retórico de la alteridad?. Es
así que podría entenderse aquello de que decir el otro es una manera de hablar
de nosotros (ese conocer el pasado para entender el presente). Así pues,
maestro del ver, maestro del saber; pero también maestro del “creer” a través
de su representación.
Una
reflexión última. En la práctica cotidiana (profesional) del historiador, lo
real ocupa una doble posición. Por un lado, aquello real en cuanto conocido (lo
que el historiador estudia, comprende; si se quiere, resucita de una sociedad
pasada); y por la otra, lo real en lo que implica la operatividad científica:
los métodos del historiador, sus modos de comprensión, sus propias
problemáticas (muchas mentales). El primero es el resultado del análisis
(discutible); el segundo, abundante como la retama, es un peculiar, particular,
postulado que, en muchas ocasiones, se torna en dogma y que, paradójicamente,
suele mostrarse indiscutible a tenor de la importancia social y política del
postulante.
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-FEIAP. Febrero, 2019.
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