Textos e imágenes para la comprensión de procesos histórico-ideológicos, religiosos, artísticos y culturales de la antigüedad asiática, y para un acercamiento a los períodos arcaicos en África, América y Europa. Se presentan artículos de opinión, investigaciones, imágenes y diversos ensayos. Los vínculos (Museos, Institutos, Universidades, Centros de Investigación) complementan las indagaciones que se muestran.
28 de octubre de 2016
21 de octubre de 2016
Los acadios de Sargón y Naramsin
En
la imagen, una tablilla neobabilonia autobiográfica de Sargón de Acad.
La
conquista efectuada por los reyes acadios supone la ruptura con el período
dinástico temprano sumerio. Es la primera vez que toda Mesopotamia se une bajo
el poder de un único soberano. Este paso del poder sumerio a otro semita no
implicó la inexistencia de una cierta continuidad entre los soberanos
acadios y sus antecesores sumerios. En
términos generales los nombres sumerios son más numerosos en el sur, mientras
que los acadios lo son en el norte. No obstante siempre hay excepciones. El
nombre de la reina Puabi, que fue enterrada en el Cementerio Real de Ur parece
acadio, y no sumerio, mientras que los reyes originarios de Kish poseían
nombres tanto sumerios como acadios. Enbi-Ishtar es acadio pero Mebagaresi es
sumerio. Es probable, entonces, que hubiese un cierto bilingüismo.
El
primero soberano de la dinastía de Acad (Agadé) se llamaba Sharrun-kin
(Sharken), conservado en fuentes bíblicas como Sargón. Su nombre acadio
significa rey legítimo o verdadero, un indicio claro de que se trataría de un
usurpador. La Lista de Reyes Sumerios señalaba que su padre había sido un
cultivador de dátiles, que había fundado Agadé, convirtiéndose en rey, y había
gobernado durante más de cincuenta años. Una inscripción en el monumento del
Templo de Enlil, en la ciudad de Nippur, no menciona sus ancestros. Se refieren
a él como Rey de Agadé, Rey de la Tierra y Rey de Kish[1].
En la misma se relata cómo gracias a la ayuda de las deidades había triunfado
en la batalla contra Uruk, capturando a su rey Lugalzagesi. En este sentido,
Sargón habría conquistado los territorios pertenecientes a Umma, Lagash y Ur.
En otra inscripción, que ha llegado hasta nosotros a través de una copia
babilónica antigua, se mencionan las relaciones del rey con las semi míticas
comarcas de Makkan, Dilmun y Meluhha (Omán, Bahrein y el Indo,
respectivamente). Se conoce que Sargón veneraba al dios Dagan, quien le había
facilitado el control de las tierras altas (Siria occidental), además de Ebla,
Mari y Yarmuti, y hasta el Bosque de Cedros, en la costa mediterránea.
Conquistó
Puruskhana, en la meseta de Anatolia, y también atacó y conquistó Marhashi y
Elam, en las regiones montañosas de Irán, así como Dilmun. Sargón proclamó a
una hija, concretamente Enheduanna, como gran sacerdotisa de Nanna, la diosa
lunar de Ur. Los reyes posteriores mantuvieron esta costumbre de encomendar a
sus descendientes hembras el cargo de gran sacerdotisa de Ur, costumbre que se
mantuvo inalterada hasta Nabónido, ya en el siglo VI a.e.c.
Sargón
fue sucedido por su hijo, de nombre Rimush. Puso fin a varias sublevaciones en
Sumer y en el mismo Akkad, y vuelve a tomar Elam y Marhashi. En las
inscripciones se afirma que dominaba el Mar Superior, el Inferior y las
regiones de montaña. Rimush es sucedido por su hermano Manishtushu (“el que
está con él”), probable alusión al carácter de hermano gemelo de Rimush. La
Lista de los Reyes Sumerios, no obstante, le menciona como el hermano mayor.
Fue un rey que se jactó de conquistar Serihum y Ansan. El domino acadio,
probablemente, se extendía hasta Susa.
Las
más de tres décadas de reinado del hijo de Manishtushu, Naramsin, marcan de
manera indeleble el período cumbre del imperio acadio. Además de extender sus
dominios, como los reyes previos, se empeñó en modificar la naturaleza de la
monarquía en el instante en que se erige él mismo como dios, en lugar de reinar
como representante de las divinidades. Decidió auto proclamarse “rey de las
cuatro regiones” y “rey del universo”. En las inscripciones se afirma que
destruyó la ciudad de Ebla. Cerca de Nínive, la parte inferior de una estatua
de cobre llevaba una inscripción del rey en la que se afirmaba su victoria en
varias batallas.
El
monumento más renombrado relativo a Naramsin es su Estela de la Victoria que
fue encontrada en Susa. Al igual que el Código de Hammurabi y la Estela de
Sargón, esta pieza fue llevada a Susa por los elamitas como parte de un botín.
En ella se documenta la victoria del soberano sobre Satuni, el rey de la tribu
de los Lullubi, grupo que habitaba en el centro occidente de Irán. La estela
plasma los acontecimientos históricos de un modo novedoso. En lugar de los
frisos del Protodinástico y de las Estelas de Sargón y de Eannatum, ahora la
composición es única y coherente. La figura central del relieve, con un arco,
un hacha y tocado con astas, al modo de los dioses mesopotámicos, es Naramsin.
La escena se recorta sobre una región de montaña y de bosques, estableciéndose
así un paisaje de fondo.
Naramsin,
al igual que su abuelo Sargón, fueron convertidos en temática habitual de
relatos posteriores. Fue descrito como una figura trágica, víctima de la
soberbia, que propició rebeliones, la invasión de tribus orientales y la propia
destrucción de Agadé. En la etapa del sucesor de Naramsin, Sar-kali-sarri, el
reino estuvo sometido a la presión de los amorritas por el occidente, y los
gutis en las zonas montañosas orientales. Los últimos dos reyes de Agadé fueron
Dudu y Su-durul. En su época, el reino se circunscribía esencialmente a la
región que rodea Agadé y las llanuras del Diyala. Varias ciudades-estado, entre
ellas la siempre proclive Lagash, habían ya obtenido su independencia.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. UGR-FEIAP.
[1] Hay que apuntar que
varias tradiciones y leyendas bastante posteriores, atribuyeron a Sargón el
dominio del mundo por completo (de levante a poniente). Sin embargo, algunos de
tales relatos parecen glorificar, tal vez, a Sargón II de Asiria (721-705
a.e.c.), quien adoptaría el nombre del primer Sargón.
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Historia Antigua,
Mesopotamia,
Próximo Oriente.
14 de octubre de 2016
Las catacumbas: los cementerios cristianos en la antigua Roma
Imágenes: la primera corresponde a una escena del cubículo de La Velatio, en las catacumbas
de Priscila, datadas en el siglo III; la segunda muestra a Cristo Salvador con
el cordero, símbolo del alma. Catacumbas de San Calixto, en la Cripta de
Lucina. Se fecha, también, en el siglo III.
Desde el siglo II los cristianos empiezan a ser
sepultados en una serie de enterramientos comunitarios subterráneos que se
conocen como catacumbas. En múltiples galerías laberínticas se aglomeraban
grandes cantidades de sepulturas que
guardaban restos humanos de cristianos y reliquias de mártires y obispos.
Las catacumbas fueron construidas por los fossores, los trabajadores que con pico
abrían las galerías y los cubículos, excavaban los sepulcros en suelos y
paredes, decoraban las tumbas con
frescos e inhumaban los cadáveres. Estos
enterradores o sepultureros formaban un orden eclesiástico en el seno de la
Iglesia romana.
Durante el siglo IV el emperador Constantino, así como
el Papa Dámaso, monumentalizaron las catacumbas, que empiezan a convertirse en
meta de peregrinos. El abandono de estos cementerios se produce en la sexta
centuria, cuando las reliquias de santos y mártires se trasladan a las iglesias
que estaban dentro de las murallas de Roma. La sociedad grecorromana prohibía
sepultar a los difuntos en el interior
de las ciudades, tanto por motivos rituales como sanitarios[1].
Es por ello que estos cementerios cristianos, como los paganos, se ubicaron
fuera de las murallas y a lo largo de las vías que llevaban hacia la urbe, y en
donde las familias pudientes exhibían su riqueza construyendo mausoleos.
El fin de los enterramientos colectivos para cristianos no era aislarse y
separarse de los paganos, sino garantizar la inhumación a los más necesitados,
sobre todo si se tiene en cuenta que el suelo en Roma era ciertamente caro. De
este modo, tanto el crecimiento de la comunidad cristiana durante el siglo III,
como el inicio de un desarrollo eclesiástico, al margen de los evidentes
valores de solidaridad, fueron claves en el crecimiento y mantenimiento de las catacumbas.
El mantenimiento financiero de las catacumbas se
llevaba a cabo a través de una caja común a la que se contribuía de modo
voluntario a través de donaciones de diversa cuantía. Las tumbas eran, con casi
total seguridad, propiedad eclesiástica, si bien en las épocas de las
persecuciones fueron confiscadas y administradas por el estado romano. El
obispo de Roma era el encargado de supervisar las catacumbas.
A pesar del evidente carácter comunitario de los
cementerios conocidos como catacumbas, en ellos no imperaba la igualdad de
trato. Además de los loculi, nichos
excavados en las paredes unos encima de los otros, en las catacumbas existen
espacios exclusivos, cubículos, con tumbas abiertas en el interior de un nicho
protegido por un arco. En las catacumbas de Priscila, sin ir más lejos, se
encuentra el hipogeo de la familia aristocrática de los Acilios, y la
denominada capilla Griega, en donde se arraciman sepulcros, con inscripciones
en griego y magníficas pinturas murales en las que se representan diversos
episodios del Antiguo y Nuevo Testamento, de una misma familia. La decoración
de las catacumbas, en cuyos repertorios predomina la figura del Buen Pastor,
los retratos de los difuntos en actitud orante y las imágenes esplendorosas del
Paraíso, refleja, de modo patente, las diferencias sociales de los que en ellas
se inhumaban.
Mientras los loculi
suelen ser anónimos, o presentan una inscripción muy escueta con el nombre del
fallecido, los sarcófagos, en concreto aquellos del siglo IV y posteriores,
evidencian el refinamiento y la riqueza de las grandes familias romanas[2].
Los loculi pueden, en ocasiones,
exhibir ciertos objetos que fueron propiedad del muerto, como muñecos, fragmentos
del vidrio o monedas. Sin embargo, los hipogeos familiares y los grandes
cubículos pueden albergar grandes epitafios grabados o pintados en lápidas,
sarcófagos ornados, pinturas al fresco e, incluso, mosaicos.
Los más famosos de estos cementerios subterráneos (de
entre los sesenta conocidos) son las catacumbas de Priscila, las de San
Calixto, en donde se encuentra la Cripta de los Papas que guarda las sepulturas
de nueve pontífices que se sucedieron entre 230 y 283, además de los restos de
tres obispos africanos que habían viajado a Roma, y las de San Sebastián, en
donde se encuentra el Mausoleo de Marco Clodio Hermes. Además de las
cristianas, también hubo algunas catacumbas judías en Roma. Destacan las
catacumbas de Villa Torlonia, en la Vía Nomentana, en las que se puede apreciar
una muy rica decoración pictórica en la que sobresale la representación de la
menorá, candelabro judío de siete brazos.
A partir de Constantino, las catacumbas adquirieron el
significado de lugares de memoria, de recuerdo de los tiempos de las
persecuciones a los cristianos. El propio emperador las agranda y construye las
basílicas dedicadas a los mártires. Con el tiempo, los obispos promocionaron
las catacumbas como lugares sacros, provocando y facilitando con ello la llegada
de peregrinos, un factor que confería prestigio a la sede romana, abriéndole
las puertas para mostrar su primacía sobre las otras Iglesias[3].
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB, Caracas. FEIAP, Granada.
[2] Los cristianos pudientes fueron enterrados, ya desde el siglo II, en
espléndidos sarcófagos decorados con escenografía bíblica y diversos elementos
alegóricos.
[3] El obispo
Dámaso, en el último cuarto del siglo IV, llevó a cabo todo un programa de
promoción de las catacumbas, un auténtico programa publicitario que hizo de
Roma el eje fundamental de la cristiandad occidental.
6 de octubre de 2016
La naturaleza de los dioses del Egipto antiguo a través del mito
Imágenes:
arriba, una escultura del dios Sobek con el rey Amenhotep III. Museo de Luxor;
y (abajo), la denominada estela del cocodrilo, hacia 1295-1070 a.e.c. Se
representa al dios Sobek o Sobek-Re, un dios asociado con el Nilo. Brooklyn
Museum.
Las
divinidades del antiguo Egipto se conocen mejor por sus apariciones en el arte
que en mito. La conocida presencia de divinidades con cabeza de animal era
visto como algo repugnante ya por griegos y romanos. Mientras en el mundo
clásico existían los dioses y los monstruos, desde cierta perspectiva en Egipto
sus monstruos parecían ser sus propios dioses[1].
No
se puede asegurar con claridad si las divinidades egipcias moraban en algún reino divino más allá del
espacio y el tiempo o si habitaban el mundo humano. Algunos textos religiosos
mencionan el dios creador Amun como una fuerza incognoscible e invisible que
existe más allá de los límites del cosmos. Otros, por el contrario, enfatizan
que algo de la esencia del creador estaba presente en los elementos con los que
se configuraba el cosmos y en todos los seres que había generado.
Los
dioses vivían en el pasado. La mayoría de las narraciones míticas hablan de una
remota era cuando una dinastía de dioses gobernaba Egipto. Tal edad dorada
llegó a su fin debido a los primeros actos de rebelión y asesinato.
Gradualmente, los dioses se retiraron a
sus reinos divinos más allá de la tierra, o debajo de la misma, en donde vivían
con sus misteriosas verdaderas formas de seres radiantes. La mayoría de los
mortales solamente podrían entrar en el reino de lo divino tras la muerte, si
bien las deidades podían interactuar con el mundo humano en una cierta variedad
de formas diferentes.
Las
deidades podían manifestarse en fenómenos naturales como inundaciones, plagas o
tormentas. Sus espíritus podían residir en personas especiales o inusuales,
como los reyes o los enanos, así como en animales considerados sagrados,
árboles u objetos de distinto tipo. De hecho, una de las principales funciones
del arte egipcio fue proveer una corporalidad temporal a las deidades en la
forma de estatuas, pinturas o jeroglíficos. Se podría pensar que una deidad
como Sobek viviría simultáneamente en el océano primigenio antes de la
creación, en un palacio en las montañas del horizonte, en áreas agrestes de los
lagos y pantanos de Egipto, así como en las estatuas y cocodrilos sagrados que
se mantenían en los templos.
A
lo largo del curso de la historia de Egipto alrededor de unas ochenta deidades
dispusieron de santuarios o templos que fueron construidos en su honor en más
de un lugar. Algunas, como la diosa celeste Nut, muy raramente estuvieron
sujetas a un culto, aunque fueron muy prominentes en el mito. A partir de mito
y el ritual estrechamente vinculados, se puede decir que hubo unas treinta
deidades que podrían ser descritas como divinidades nacionales mayores. La
palabra egipcia ntr, que significa
poder o dios, fue empleada por las deidades mayores y por numerosos seres menores,
tales como los dioses de las estrellas, conceptos personificados, reyes
deificados, los habitantes del inframundo e, incluso, los bizarros seres
protectores mostrados sobre algunos objetos.
Algunos
estudiosos han señalado que desde sus arcaicos comienzos la religión egipcia se
desarrolló en un tipo de monoteísmo. Los textos éticos egipcios se refieren
simplemente a dios en singular como la fuerza que gobierna el universo. Los
mitos de creación muestran que los egipcios creían en un ser primigenio que
había generado un número infinito de deidades, animales y personas. Desde el
Reino Nuevo en adelante, ciertos textos tratan al panteón egipcio como un
conjunto de almas o formas de este primigenio creador. En el gran ciclo
creativo, lo divino siempre se manifiesta en numerosos dioses o diosas.
Cada deidad podía cambiar en una pareja o un grupo, o
emerger con otra deidad. La fluidez con la que esas divinidades fueron tratadas
en el pensamiento egipcio probablemente ayudó al desarrollo de los mitos
narrativos.
Si bien en el mundo real la mujer egipcia no gozaba de
todos los privilegios de los hombres, en el mito las diosas raramente eran
inferiores en poder a los dioses. La mayoría de los mitos de creación egipcios
tuvieron un creador masculino, pero en algunos se destacó una creadora
femenina, como el caso de Neith[2].
Las diosas fueron bastante a menudo definidas en
término de su relación con una deidad masculina. Cuando eran adoradas como
parte de una pareja, el nombre femenino era ubicado en segundo término, como
hubiera ocurrido en una pareja humana. Sin embargo, si la deidad jugaba un rol
maternal, la deidad niño tenía una posición inferior. El desempeño maternal fue
más relevante para una diosa que el rol paternal para la mayoría de los dioses
masculinos. El amor romántico estuvo casi enteramente ausente en el mito
egipcio, pero el maternal fue consistentemente retratado como uno de las
fuerzas más poderosas en el universo.
Las restricciones en el arte religioso pudieron
generar una cierta pasividad en las diosas. En el mito, algunas diosas
jugaron un papel dominante. Isis es una
figura poderosa porque lucha para vengar la muerte de su marido y para enfocar
a su hijo en el trono de Egipto. En el
arte, las diosas parecen haber poseído un mayor rango de formas físicas que los
dioses masculinos. Sus habilidades para cambiar de forma fueron celebradas con
intensidad en el mito. En un episodio mítico, Isis cambia de forma de una vieja
grulla a una joven chica y de nuevo a un ave de presa. En términos generales,
las diosas fueron más temidas que los dioses, lo cual demuestra que no fueron
simpes acompañantes pasivos en el panteón egipcio.
Las deidades egipcias funcionaban, muy a menudo, en
grupo. Ante la presencia de una divinidad mayor como Ra, acreditado con
autoridad regia, las demás deidades usualmente actuaban como cortesanos
sirvientes. Cuando un dios o una diosa eran denominados hijo o hija de Ra, esto
solamente significaba que era su descendiente o su pariente más joven. El más
famoso grupo de divinidades egipcias fue
el que conformó la Enneada de
Heliópolis, que combinó elementos mayores del pensamiento religioso encajando a
Osiris y Horus en el árbol familiar de Ra-Atom. Las cuatro, y hasta cinco,
generaciones en este árbol genealógico abarcan la historia cósmica desde la
creación del mundo hasta el establecimiento del reinado.
Los dioses también podían ser agrupados en lo que
pareciera ser una familia nuclear, comúnmente, una tríada conformada por la
madre, el padre y el hijo. Sin embargo,
no se deben tomar estas familias literalmente. Con escasas excepciones
las deidades egipcias no eran personalidades fijadas, con historias de vida
fijas e inamovibles. La más célebre pareja divina es la que formaban Osiris e
Isis, aunque en ocasiones Osiris aparecía como marido de ambas hermanas e Isis
podía ser la compañera sexual de su propio hijo Horus. La gran mayoría de las
divinidades jugaban roles particulares, como padre, consorte o hijo, en
relación al más extenso rango de las demás deidades[3].
Para los egipcios de la antigüedad, los dioses fueron
primera y principalmente poseedores de poder. A todos ellos se les podía
invocar para alguna cosa en concreto, si bien existió un cierto grado de
especialización. La naturaleza de la deidad podía expresarse a través de sus
nombres y epítetos, pero también por su apariencia y los roles que desempeñara
en los mitos.
Los epítetos de lugar fueron los más habituales.
Ciertos dioses y diosas fueron simplemente espíritus que presidían una zona,
ciudad o rasgo local. Deidades menores, como Sia, dios del pensamiento
creativo, fueron meras personificaciones de conceptos que podrían haber
permanecido abstractos en otros ámbitos culturales. La diosa Maat, quien
personificó el orden divino, comenzó de este modo, aunque se desarrolló
posteriormente en una figura más completa en el mito como la hija favorita del
dios del sol. Otros dioses, por su parte, fueron vinculados a los elementos del
mundo natural, aunque no de un modo simplista. El sol era únicamente la
manifestación visible de la gloria de Ra, quien derrotaba a la muerte y
otorgaba luz y energía a todos los seres vivos. Sin embargo, el mito le
confirió a Ra otra dimensión como un gobernante falible que se entristecía por
las revueltas humanas y las conspiraciones divinas. Ciertas divinidades fueron
asociadas con habilidades concretas o con áreas de la experiencia cultural
humana (Thot con la escritura, Isis con el duelo y la curación, Hathor con el
amor). Tales asociaciones generaron mitos.
Las deidades mayores tenían, usualmente, diversas
esferas de interés, algunas de la cuales se solapaban con las de otras
divinidades[4].
En los himnos y oraciones las deidades son invocadas
por su sabiduría, poder y fuerza. No obstante, ese poder tenía limitaciones. Se esperaba que los dioses obedeciesen las reglas de maat. Estaban sujetos al destino y no
siempre sabían lo que podría ocurrir en el futuro. En el mito egipcio, los
dioses son representados como entidades de larga vida, y más poderosos y
fuertes que la gente común, aunque envejecen y no son invulnerables. En la
conocida historia llamada El nombre secreto de Ra, el dios solar sufrió las
indignidades de la ancianidad y acabó siendo perjudicado por heka (magia),
uno de los poderes que había empleado para hacer el mundo.
En las luchas efectuadas contra los monstruos del caos
o con algunos de otra categoría, las divinidades egipcias podían ser heridas e,
incluso, morir. No obstante, tales muertes raramente eran más que un
inconveniente temporal. Isis sobrevivió a pesar de ser descabezada; Seth fue
ejecutado varias veces y de diferentes modos, pero siempre regresaba de Nuevo.
En tales casos, se trataba únicamente de un particular cuerpo, o manifestación
de la deidad, el que moría. Solamente Osiris parece fallecer en una manera más
definitiva, sin que parezca que vaya a regresar a la previa forma vital en
Egipto. Algunos textos referidos al mundo subterráneo pudieran sugerir que el
dios sol moría cada crepúsculo y renacía cada mañana. Eso era así en virtud de
que el tiempo se establecía en ciclos inescapables de nacimiento, muerte y
renacimiento.
En la mayoría de las inscripciones templarias los
dioses parecen ser entidades generosas y graciosas. Casi automáticamente
responden a las oraciones y ofrendas difundiendo bendiciones sobre el rey y el
resto de la humanidad. Sin embargo, los textos mágicos que ofrecían protección
a las personas contra algunas de estas mismas deidades, sugieren que no todo
era dulzura y luminosidad. Ciertas manifestaciones divinas, como las siete
formas de la diosa-león Sejmet, eran muy temidas. Además, las plagas y las
guerras que esta diosa infligía solían verse como castigos decretados por el
conjunto de deidades.
La bondad no fue un atributo automático de las
deidades egipcias. El hecho de que un particular epíteto de Osiris haya sido el
de “buen dios”, puede ser un indicio de
que ese epíteto debió usarse como una manera distinguida de hablar acerca de un
terrible dios de la muerte. Se puede recordar al respecto que en ciertas
historias demóticas Osiris envía dos demonios para que propicien una guerra
civil en Egipto, en tanto que el sacerdote-mago que descubre el plan divino es
brutalmente asesinado por Anubis.
Los estándares éticos que se esperarían de la gente
común no parecen aplicarse entre los dioses, siendo esto el particular
resultado del cambio de la interacción de las fuerzas cósmicas en historias
humanas con personalidades humanas. En el mito, las deidades pueden ser
retratadas con defectos propiamente humanos, como la lujuria, el mal
temperamento o los celos. Por otra parte, Cielo y Tierra (Geb y Nut), llegan a
ser una apasionada pareja que deben ser separadas por la fuerza para que el
proceso creativo pueda llevarse a cabo. En algunas pocas fuentes, incluso el
creador dios solar parece ser una terrorífica deidad que consume todo con
regularidad.
Los
dioses, en fin, eran tratados como si existiesen dos tipos de tiempo, un
presente continuo, al que se puede acceder a través del ritual, y un pasado
remoto, cuando el mundo era completamente diferente. En el primero, las
deidades pueden aparecer como seres falibles con deseos y emociones, mientras
que en el segundo, son poderosas fuerzas cósmicas cuyas interacciones no son
limitadas ni dirigidas por pequeños asuntos humanos.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR.
[1] Sobek-Ra, por ejemplo, fue una entidad que combinó
la esencia de dos dioses, la del dios-cocodrilo y la de la deidad solar. Esta deidad dual se representaba con una
parte animal que expresaba sus extraños y sorprendentes poderes divinos. En particular,
encarnaba la longevidad y la fuerza del cocodrilo, así como el poder dador de
vida de las aguas del Nilo. El disco solar en el tocado simboliza a Ra, dios
que da luz, vida, manifestándose él mismo en su forma de Sobek. Su
representación en parte humana permite su interacción con el rey y la
posibilidad de ofrecerle al soberano el anj
o símbolo de vida. Se manifiesta, entonces, la relación entre el rey, que
representa a la humanidad, y Sobek-Ra, que simboliza a los dioses.
[2] En
teoría, todas las divinidades obedecían al dios solar regio Ra, aunque en el
Reino Nuevo Ra tuvo una contrapartida femenina conocida como Raiyet. En algunos
mitos Ra parece depender del poder de su feroz hija, la diosa-ojo, que fue
creada cuando Ra-Atom envió su ojo en busca de sus hijos perdidos, Shu y
Tefnut, a la oscuridad del océano primigenio.
[3] En el
mito, Sobek fue, generalmente, el hijo de la diosa creadora Neith. En alguno de
sus centros de culto fue emparejado con la diosa serpiente Renenutet, mientras
que Horus niño adquiría el papel de su hijo. En algún otro, Sobek se emparejaba
con Hathor, siendo el dios lunar Khonsu el miembro joven de la tríada. Este
emparejamiento pudo haberse debido a la asociación con el Nilo, en el momento
en que Hathor se vincularía con la inundación del río y con el
viento del norte, necesario para propiciar la navegación. En el mito,
esta diosa podía tener un triple aspecto: como madre, consorte o hija de Ra.
Era el eterno complemento femenino del dios solar.
[4] Sirva, de nuevo, un ejemplo relacionado con Sobek. Pocas de sus características
le eran exclusivas, pero todas ellas juntas formaban un único perfil divino.
Mostraba su forma de cocodrilo a la par de otros dioses, como Seth y
Khenty-khet; al igual que el primero, podía ser considerado como el más fuerte
de los dioses. Como Min, se creía el más viril de los dioses, capaz de
satisfacer cualquier número de diosas. Al igual que Hapy, el espíritu de la
inundación anual del Nilo, era adorado para que verdeciese el desierto; era,
también, un dios local para la gente en la región de El Fayum, en donde
habitaba alrededor de un lago infestado de cocodrilos; era, así mismo, el
protector de aquellos que trabajaban en o cerca del agua, como los cazadores de
pájaros, pescadores, y lavadores. Era el brutal instrumento del destino que lograba
arrebatar a la gente de la muerte repentina, así como una de las criaturas que
encarnaba el océano primigenio portando el sombrero con el disco solar. Fue, en
definitiva, una deidad que creó, y sostuvo, el mundo.
1 de octubre de 2016
Paisaje y naturaleza en la poesía de la antigua China
Imágenes: la primera es una pintura, en tinta sobre seda, que
se titula Viendo a un Huésped en un sendero en la montaña. Inicialmente fue
atribuida al maestro Li Tang, de Song Septentrional; sin embargo, la caligrafía
es de Tan Yin (época Ming, principios del siglo XVI); la segunda, es un
fragmento central de una pintura, en tinta y color sobre papel, de Qian Xuan
(fines del siglo XIII, época dinástica Yuan) denominada El Calígrafo Wang Xizhi
en su jardín, en el Pabellón de las Orquídeas, contemplando los gansos en el
estanque.
En
la antigüedad china antes existió la poesía de paisajes que la pintura, un
hecho relevante que implicaba que, en un principio, el paisaje fuese tratado como algo más espiritual que visual. En
tal sentido, era costumbre habitual que el artista pintara los paisajes en el
interior de un estudio, en virtud de que
no requería estar al aire libre para contemplarlos. Esto era así porque
toda la naturaleza estaba ya contenida en su interior.
Desde
una perspectiva etimológica, el vocablo chino para paisaje es shanshui, literalmente,
montaña y agua, conceptos que singularizan los dos polos de un paisaje,
formando una sinécdoque que figura una totalidad. Montaña es el principio de la estabilidad y de la perennidad; es yang y
se asocia a la verticalidad. Implica inmutabilidad y estatismo[1].
El agua, por su parte, representa lo inestable, el fluir; es yin y se asocia,
morfológicamente hablando a la horizontalidad. Supone impermanencia y
dinamismo. Ambos configuran un microcosmos y, como tal, encarnan las leyes del
macrocosmos. Son las figuras cruciales de la transformación universal y, por
ello, entre las dos existe un vínculo de devenir recíproco. En definitiva, es
un binomio que simboliza los dos polos extremos espacio-temporales del paisaje.
El
paisaje es siempre cambiante, y nos cambia a nosotros. Esa transformación, en respuesta
a cierto estimulo supone, al mismo tiempo, una conmoción en el orden de las
cosas y de los seres. La turbación del mundo, que nunca permanece quieto, se
manifiesta en el paisaje, a través de la estabilidad montañosa y el constante
fluir del agua. El paisaje es aquello exterior que nos circunda y también nos
incluye.
Desde
la tradición confuciana y taoísta, las realidades exteriores se conforman,
organizan y manifiestan en el paisaje. Pero este paisaje se encuentra sometido
constantemente a la mutación sin fin: se suceden las estaciones, cambian los
colores o migran las aves. De esta manera, un paisaje nunca permanece quieto.
En ese sentido, es igual que el ser humano, que siempre está en continua
transformación.
Una
aparentemente simple vibración, un leve sonido, un ligero soplo de viento,
mutan el paisaje y provocan un despliegue de diversas respuestas que a su vez
estimulan otras variadas respuestas. Tal cadena infinita de cambios se halla sometida
a las resonancias (ganying), que permiten
establecer un sistema de correspondencias asentado en todo tipo de
asociaciones. En semejante despliegue de analogías, el ser humano actúa como un
elemento más de la naturaleza, emocionándose ante el paisaje[2].
La subjetividad propiamente humana es incitada por el exterior, lo cual provoca
su respuesta: el poema.
Dentro
del poema existe también un estímulo, xing (incitación). El xing solía ubicarse habitualmente en el
encabezamiento de los poemas con la intención de iniciar el ritmo. Evocaba los elementos
naturales más comunes, el sol, la luna, los ríos, las montañas, los campos, animales, aves y plantas, así como
las actividades agrícolas, como la recolección, o la tala de los árboles y la caza. Sería una suerte de espontánea
expresión manifestada por mediación de los elementos naturales del paisaje.
La
interpretación de este tipo de poemas por parte de los letrados confucianos de
supuso el establecimiento de correspondencias entre las consideradas virtudes
humanas y las virtudes de determinados elementos de la naturaleza. Tal
pensamiento analógico, de tendencia moral, propició la selección de sólo unos
pocos motivos naturales. Desde la óptica taoísta, por el contrario, el ser
humano era simplemente una parte integrante más de la naturaleza. La solución
estribaba para ellos no en traducir los elementos naturales en virtudes humanas,
sino en fusionarse plenamente con ellos. La pura contemplación del paisaje, sin
modificaciones ni interpretaciones, auspiciaba dicha integración. Para
lograrlo, la “no intervención” (wuwei) resultaba algo crucial[3].
Desde la visión budista las imágenes naturales
colaboran en la constatación del Vacío fenoménico de la existencia y los
aspectos ilusorios de la realidad. La Naturaleza se encuentra impregnada de
múltiples símbolos religiosos. Los lugares preferidos son los vastos espacios, aquellos
paisajes silenciosos que favorecen el nirvana,
las flores de loto abiertas que expresan la paz y la perfección, o la imagen de
la luna en las aguas quietas, así como otro tipo de reflejos acuáticos, flotantes,
que simbolizan lo ilusorio, lo no permanente y la vaguedad de la existencia.
La naturaleza no es una simple representación, sino la
realización de una visión del mundo. No es un decorado externo ni un marco
espacial delimitado, sino el lugar donde el símbolo se realiza, y que,
siguiendo su propia naturaleza, irradia multitud de significaciones. Todo ello dio
como resultado una extensa red de símbolos orgánicos[4],
no estáticos.
El paisaje poético se encuentra al otro lado de los
ojos. Al leer un poema vemos un paisaje, o también al leer un paisaje entonces contemplamos
un poema. Nuestra mirada, en cualquier caso, es mental, abstracta y afectiva.
Aquello oculto a los ojos influye e incluso decide la forma de las cosas. Dicho
de otro modo, lo invisible conforma lo visible. Cuando se intentan describir o
detallar los paisajes del poema los mismos se escapan; sin embargo, cuando se
sugieren desde la lejanía, desde la infinita distancia, y se los pinta con abstractas
pinceladas, entonces los paisajes logran traspasar nuestro interior. Aquello
auténticamente relevante es lo invisible, porque es lo que significa.
El paisaje poético no puede plasmarse ni fijarse en nuestro
interior, pues es objetivamente inaccesible, ya que se trata de un organismo
vivo que cambia. No obstante, puede ser contemplado. Para ello, la ayuda del ambiente
o la atmósfera, de lo que se llama qixiang (aura de representación) es
determinante. Así, por ejemplo, cuando no se puede expresar el espíritu propio
de la montaña, se expresa con la ayuda de las nubes; o cuando no se puede
expresar el de la primavera, se hace a partir de las plantas. De aquí la trascendencia y el carácter elusivo
de la poesía[5], su
inaccesibilidad a la comprensión.
Al margen del signo poético no está la energía vital,
el soplo. Ni en un más allá insondable ni tampoco en su materialidad (esto es, en
un más acá), sino que permanece implícita en él. En tal sentido, el paisaje no
se trasciende a sí mismo ni desemboca en otro lugar que no sea él mismo; es ese
Vacio propio el que le anima y, a la par, anima al mundo, centro de toda
manifestación, el Dao.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Octubre del 2016
[1] La
montaña simboliza una suerte de anti
mundo en el que reinan la pureza, la verdad y la autenticidad. Se
convierte en un espacio sacro, lugar paradisiaco de calma y reposo.
[3] Para los daoístas la naturaleza
es inmortalidad, un presente eterno, verdadera transformación continua; si se
quiere, el encuentro de lo individual con lo universal. Esto explica que los
lugares escogidos en la poesía, y
también en el arte daoísta, fuesen rincones secretos, escondidos, ocultos a los
demás. En general, se trata de bosques sombríos, en donde el ser humano se ve
sumergido en el seno de una profusa vegetación, plena de humedad y oscuridad.
Al tiempo, se privilegian ubicaciones como las cumbres de las montanas, pues
desde ellas la visión es amplia e inabarcable, de tal modo que el paisaje nos
empuja irremisiblemente a lo ilimitado, a la eternidad. Para el budismo,
finalmente, el sentido de la naturaleza es el encuentro con la Verdad.
[4] Así, por
ejemplo, las piedras que son arrastradas por el agua aluden a la interacción de
lo flexible y blando con lo duro; el fénix está vinculado a la excelencia en
tanto que la grulla a la longevidad; los melocotones tienen que ver con la
inmortalidad y la renovación; el mono provoca tristeza debido a sus aullidos,
mientras que el tigre infunde valor militar con su rugido; o el paso de las
nubes puede significar una vida
inconstante o errante.
[5] Una forma de entender la dimensión inefable del poema es a través de dos
conceptos fundamentales. Uno de ellos es qing
(límpido), lo invisible, que traspasa el vulgar mundo de las pasiones. La
calidad de lo límpido se vincula con la percepción de la belleza “secreta” de
un paisaje. El otro es yuan (lejano),
que surge de la autenticidad contenida, de la profundidad e intensidad, que
tienden a exteriorizarse y así permitir alcanzar lo absoluto en el seno de la
representación.
Etiquetas:
Arte asiático,
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Cultura china,
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