El tránsito entre el Bronce y la Edad del Hierro viene signado por la invasión de una serie de poblaciones conocidas como Pueblos del Mar, que producen un colapso generalizado que incluye la desaparición de reinos como Ugarit o culturas como la palacial micénica, aunque también derivan la llegada de pueblos como los arameos, el asentamiento de las tribus israelitas, fundamento del ulterior reino de Israel, aprovechando la crisis generalizada de las ciudades y de las estructuras palaciales existentes, y el establecimientos de nuevos reinos como Moab, Edom y los reinos neohititas del norte de Siria. Incluso después de impacto de esta crisis, se desarrollan ciudades en la costa siria que se encargarán de impulsar el efecto colonizador de los fenicios por todo el Mediterráneo. La presencia de estos pueblos (tjeker, shekelesh, peleset, filisteos, weshesh, shardana, denyen, lukka, posteriores lidios, ekwesh, teresh, quizá etruscos, y ahlamu, identificados con los arameos posteriores), coincide con el desvanecimiento de los estados territoriales de mayor envergadura, salvo Egipto, y de los intercambios comerciales a gran escala. Sin embargo, estos Pueblos del Mar fueron una consecuencia final del declive de reinos previos, y no la causa de su desaparición.
En el comienzo de la Edad de Hierro, el mundo asirio y babilónico perviven en sus territorios nucleares, la nueva dinastía elamita inicia una política de frecuentes agresiones y llegan a estos territorios grupos de población aramea. Surgen reinos y culturas con nuevos sistemas de escritura, alfabéticos, novedosas técnicas de cultivo y también nuevas prácticas comerciales.
La primera mención de Israel, al margen de la Biblia, se fecha en época del faraón Merneptah (1213-1203 a.n.e.), que lo cita en una estela conmemorativa de una victoria militar. La entrada de los israelitas a Canaán parece haber sido debida no tanto a la infiltración o la conquista, como a las revueltas sociales, lo que significa que los primeros serían grupos de población desplazados de los centros urbanos, asentándose en el momento en que desaparecen las estructuras palaciales. Asentadas las tribus, se inicia el período de los Jueces, dominado por líderes militares que protegen a las tribus de los filisteos y de tribus del desierto como los madianitas, y que sirven, a la par, de guías religiosos. En el tránsito a la monarquía, Saúl representa también un hombre de carisma, elegido especialmente para enfrentar a los filisteos. Tras su derrota en Gelboé, batalla por medio de la cual los filisteos se apoderan de buena parte de Palestina, las tribus del norte reconocen a Ishbaal, hijo de Saúl, como monarca, mientras que las del sur, Judá, se organizan en torno a David, que será el rey de ambos reinos.
Hacia el año 1000 a.C., David vence a los mencionados filisteos, extiende el reino frente a los arameos y se hace fuerte en relación a Moab y Edom, llegando a firmar pactos con las ciudades fenicias como Tiro. Además, convierte Jerusalén en la capital del reino. Su sucesor, Salomón, divide el reino en doce distritos pero, a su muerte, hacia 930 a.C., Roboam no es aceptado como soberano por las tribus de Israel, mientras que la elección de Jeroboam provoca la división en dos: Israel, con diez tribus, y Judá. El primero establece la capital en Samaria en época de Omrí (885-874 a.n.e.). Por su parte en Israel, debido a la presión asiria en época de Tiglat Pileser III (744-727 a.n.e.), se originan facciones entre los que defienden una política de paz con Asiria y los que desean un enfrentamiento. La intervención de Salmanasar V provoca la capitulación de Samaria en 721 a.n.e., en tanto que Sargón II deporta a la población.
El final del reino de Israel trae como consecuencia que los asirios se conviertan en incómodos vecinos de Judá, que dependía mucho de Egipto, hecho que provocaría que en 791 a.n.e. Senaquerib interviniese reduciendo el territorio del reino y entregando ciudades a reyes aliados filisteos. El declive de Asiria, no obstante, provoca que en el reinado de Josías (640-609 a.n.e.), Judá recupere espacios y protagonismo, pues es ahora cuando una reforma religiosa persigue otros cultos e implanta, de nuevo, la alianza con Dios. Pero, al mismo tiempo que finaliza el imperio asirio, los reyes egipcios de la XXVI Dinastía se interesan por la región, hasta producirse la intervención del faraón Necao. No obstante, el problema provendría de uno de los vencedores del imperio Asirio, Babilonia: en 597 a.C. Nabucodonosor captura Jerusalén y exilia a la familia real y a los artesanos; diez años después destruye la ciudad y deporta la población a Babilonia, aunque algunos habitantes se refugian en Egipto.
Por su parte, los filisteos o peleset, originarios de Caphtor (Creta), se organizaron en una pentápolis (Gaza, Ashdod, Gath, Ekrom y Askhelon). Relacionados con los pelasgos expulsados por los griegos del Egeo o con los hombres del reino micénico de Pilos, trasladados a Canaán tras la destrucción de su reino, se identifican con una cerámica bícroma con elementos decorativos egeos, con las figuras asdhoda, sarcófagos antropoides, la presencia de hogares en las viviendas, la introducción de alimentos como la carne de cerdo y la celebración de reuniones de varones para beber.
El mundo fenicio, urbano y comercial, continúa la tradición cultural cananea. En su ambiente de prosperidad y expansión comercial, las ciudades fenicias se verán impactadas por la recuperación asiria. En este contexto, en 875 a.n.e., con Assurnasirpal II, se imponen tributos a Tiro, Sidón, Arwad y Biblos. La mayoría de las ciudades lo rinden, y quizá el proceso colonizador fenicio, en su apogeo en el siglo VIII, haya sido una respuesta necesaria a la tributación impuesta por Asiria. Con Tiglat Pileser III (745-727 a.n.e.) se anexionan las ciudades del norte y se encuadran en una nueva provincia, mientras que las del sur siguen pagando impuestos, controladas por la administración imperial, siendo Tiro la única urbe con relativa autonomía
[1]. La caída del imperio Asirio deja un espacio libre a la influencia neo babilónica. Así, en 586 a.n.e., Nabucodonosor II atacará Tiro, en tanto que con posterioridad, durante la época aqueménida, la región se convertirá en una satrapía.
Aunque las ciudades fenicias poseían importantes recursos naturales, como la madera, y desplegaron una relevante actividad pesquera (murex, salazones), desarrollaron una expansión comercial cuyo epicentro cronológico fue el siglo VIII
[2], coincidiendo con la colonización griega. Esta expansión hacia occidente aporta una forma de pensar y una cultura oriental que propició el surgimiento y definición de períodos orientalizantes en la cultura etrusca, griega o tartesia, una colonización agraria, derivada de la presión asiria que conlleva desplazamientos de población a las colonias en busca de tierras, así como el desarrollo de una muy valorada actividad artesanal (en metal y marfil, fundamentalmente). La mayoría de las divinidades fenicias ya se encontraban en Ugarit, destacándose Baal, Astarté y Melkart. Entre sus prácticas ha sido relevante el sacrificio humano, denominado molk. Se sacrificaban, en un recinto de nombre tofet, sobre todo a niños, cuyos cuerpos eran incinerados y enterrados en urnas cinerarias. Tal costumbre puede relacionarse con la ofrenda de los más valioso de una familia o comunidad en situación de peligro, asociarse con un control selectivo de la natalidad, o con la costumbre de dejar a un lado, rechazándolos, a los infantes nacidos con malformaciones físicas o psíquicas.
Los arameos, probablemente descendientes de poblaciones pastoriles del norte de Siria, comienzan su penetración a fines del siglo XIII a.n.e. por el Próximo Oriente, modificando el mapa regional desde el Mediterráneo hasta el golfo Pérsico. Su infiltración alcanza Babilonia, con cuya población se integra, relacionándose con los caldeos, cuya entrada en la región se produce desde el siglo IX a.n.e. Los grupos arameos se establecen en reinos como los de Saba o el de Hama, que contaron, frente a los asirios, con un fiel aliado en el reino de Urartu, en la región de Anatolia oriental. No obstante, Sargón II (721-705 a.n.e.), integraría estos reinos al mundo asirio. El legado cultural arameo ha sido, primordialmente, su lengua, semítica noroccidental, emparentada con el hebreo y el fenicio. A diferencia de los amorreos antes, es decir, en el II Milenio a.n.e., los arameos aportan al Próximo Oriente su lengua y algunas de sus costumbres.
El declive de los hititas y de su reino fue aprovechado en principio por los frigios, que ocupan la llanura anatólica, pero también provocó que surgieran en sus antiguos espacios una serie de reinos, denominados neo hititas, que pervivieron hasta el siglo VIII a.C. Estos reinos, heterogéneos por demás, con presencia hurrita y aramea, no sólo son un reflejo de continuidad del desaparecido mundo hitita, aunque su escritura fuese el hitita jeroglífico en sustitución del cuneiforme. Los principales fueron Karchemish, Karatepe (Hama), Patina y Malatya, todos políticamente autónomos. Salmanasar III (858-824 a.n.e.) impone tributo a estos pequeños reinos, hasta que Tiglat Pileser III derrote a Urartu, limitando notablemente su influencia en la región, y someta a los estados neohititas hasta su final integración en la órbita del imperio Asirio.
Elam, por su parte, experimenta una expansión con Shutruk-Nakhunte I (1185-1155 a.n.e.), incursionando en el sur de Mesopotamia y conquistando Babilonia en 1176 a.n.e., llevándose a Susa un botín donde viajó la estela de Naram-Sin y el código de Hammurabi. Fue, sin embargo, en el reinado de Shilkhak-In-Shushinak (1140-1120 a.n.e.) cuando el ámbito elamita más se extienda territorialmente, hasta el inicio del declive que perdura hasta el siglo VII a.C.
En Babilonia, la dinastía casita finaliza, precisamente, con la expansión elamita, trasladándose el centro neurálgico de la región de la Baja Mesopotamia a Isin, que inicia su segunda dinastía, y que cuenta con Nabucodonosor I (1125-1104 a.n.e.), como el rey que restablece el poder babilónico atacando y conquistando Susa, la conocida capital de Elam. No obstante, a su muerte se produce una disgregación política, finalmente aprovechada por los asirios con Tiglat Pileser I (1114-1076 a.n.e.), que propicia la proliferación de reinos como la II Dinastía del País del Mar (1025-1005 a.n.e.), la Dinastía de Bazi y la Dinastía E, así llamada en la Lista real babilónica. En cualquier caso, Babilonia no pierde su categoría prestigiosa de centro religioso, siendo la creadora de obras literarias que reflejan el escenario político de la época en sus contextos históricos, como el Poema de Erra y Espejo del Príncipe.
El imperio neoasirio presenta dos fases en su desarrollo. Una primera que se inicia a mediados del siglo IX a.n.e. en la que el poder asirio se extiende, de nuevo, sobre Siria y la Baja Mesopotamia, y una segunda, desde mediados del siglo VIII a.C., en la que los soberanos asirios llevan a cabo un sistemático proceso de conquista de reinos y territorios. La recuperación del mundo asirio empieza con el reinado de Ashurdan II (934-912 a.n.e.), si bien el iniciador de una política exterior más agresiva fue Adad-nirari II (911-891 a.n.e.), que vence y expulsa a los arameos de la región del valle del río Tigris. Este rey, además, recupera la ya inveterada costumbre de los reyes asirios de presentarse como dominadores de la naturaleza, del medio geográfico. No será hasta las conquistas de Assurnasirpal II (883-859 a.n.e.) cuando se pongan los cimientos del imperio, conquistas manifestadas a través de una extrema crueldad hacia los enemigos vencidos que será reflejada, desde la óptica ideológica y propagandística, en los majestuosos relieves épico-narrativos que se harán habituales en reinados posteriores. Su hijo Salmanasar III (858-824 a.n.e.) tendrá que enfrentar (batalla de Qarqar, 853 a.n.e.), a una coalición de pueblos, comandados por Damasco, que deseaban proteger las rutas comerciales que atravesaban Siria, Egipto, Arabia y Anatolia. En la conmemoración que este soberano realiza de la batalla aparece, por primera vez mención de los árabes, presentes en la coalición, a la que aportan camellos.
Con Tiglat Pileser III (744-727 a.n.e.) comienza la segunda etapa del imperio, que ahora se expandirá por todo el Próximo Oriente, y que casi termina con la conquista de Egipto (671 a.C. con Esarhaddon) y Susa (en 646 a.n.e. con Asurbanipal) y la penetración en Anatolia. Es ahora cuando el imperio alcanza su mayor poder y extensión territorial, pero también el momento en que se siembra el inicio del declive, pues se abre la entrada a los medos, origen del reino aqueménida, que, en coalición con Babilonia, terminarán con el imperio asirio al conquistar Nínive en 612 a.C. En 729 a.n.e., este soberano se proclama rey de Babilonia y da inicio a la doble monarquía, por la que los reyes asirios intentaron controlar Babilonia. En este período es cuando en lugar de fijar impuestos y pagos a las ciudades y reinos conquistados, se procede a su inmediata integración a la estructura del imperio como provincias, en las que se instalan regentes asirios y guarniciones militares, sin dejar de aumentar las frecuentes deportaciones de población
[3].
Con Sargón II (721-705 a.n.e.) se construye una nueva capital, Dur Sharrukin o Khorsabad, y se procede a reestructurar la administración, disminuyendo el tamaño de las provincias imperiales, que pasan ahora de doce a veinticinco. Con Senaquerib (704-681 a.n.e.), no obstante, se establece la corte en Nínive. Tras la muerte de Assurbanipal el peligro que se cierne sobre Asiria procede de la meseta irania, lugar en donde Ciaxares en 625 a.n.e. había logrado unir a medos y persas, que serán los que conquisten, con el apoyo babilonio, Assur y Nínive, en 614 y 612 a.n.e., respectivamente, poniendo fin al imperio.
Al frente del militarista imperio Asirio estaba el rey, al cual sus súbditos debían un juramento de fidelidad. Los soberanos son los representantes o vicarios de la gran divinidad Assur, que alcanza la consideración de deidad universal, en tanto que el rey es su administrador. La realeza y sus acciones serán representadas en escenas de caza, entendida ésta como una actividad ceremonial que permite representar al rey como vencedor, ordenador y protector. La actitud heroica que de aquí se desprende motiva la representación de los reyes con larga barba, una tiara troncocónica y un paño que cae sobre los hombros. El ejército, conquistador y sofocador de rebeliones, será el gran pilar del imperio, desarrollando actividades militares en las que predomina el asedio de ciudades. Justamente son las ciudades recintos significativos para el imperio, pues sus palacios reflejan el poder de Asiria, con sus relieves, ciclópeas estatuas de toros alados, llamadas lamassu en las entradas, representaciones de genios protectores y hermosos jardines palaciales, confirmado, en consecuencia, que el rey de Asiria es un dominador de Universo. En ellas se desarrolló también una relevante actividad literaria, como nos consta en la biblioteca de Assurbanipal en Nínive, en donde abundan textos oraculares, de presagios y léxicos con términos sumerios, considerada una lengua culta, y acadios.
Urartu o Biainili, con capital en Tushpa, fue un reino desplegado en el marco geográfico en torno al lago Van, separado de la Alta Mesopotamia por los montes Tauro. Ese aislamiento, que favoreció la presencia de poderes o reinos pequeños, luego agrupados, permitió la consolidación urartea. Es probable que con el final de Hanigalbat grupos hurritas se desplazaran hacia el mundo de Urartu, lo que explicaría el nombre de países hurritas otorgado por las fuentes hititas. Este reino, que no existiría sin la presión asiria, adquiere influencias de ese imperio y se expande hacia el Cáucaso, alcanzando su apogeo en época de Argishti (786-764 a.n.e.) y Sarduri II (764-734 a.n.e.), momento en que se estira hasta el Mar Negro. La aparición de los cimerios y las presiones de las tribus escitas provocan el fin del reino hacia 590 a.n.e. Uno de los aspectos relevantes vinculados con Urartu es su universo religioso, con dioses como Teseba, derivado del hurrita Tessub, y Haldi, dios de la guerra, representado de pie sobre un felino, y con tumbas excavadas en la roca, antecedentes de las ulteriores tumbas aqueménidas.
Los frigios, conocidos como mushki en fuentes asirias, se identifican con un reino que tiene a Midas como rey y a Gordion como capital. Aprovechando el vacío dejado por la desaparición hitita, los frigios acaban controlando la región anatólica (centro-occidente), durante el siglo VIII a.C. Aunque su origen es indoeuropeo, con la presencia de una lengua similar al tracio y al ilirio, ambos hablados en los Balcanes, recibió influencias sirio-anatólicas y contactó con el mundo griego de modo continuado. Entre sus aportes culturales se destacan los enterramientos tumulares, con presencia de caballos, en tumbas con cámaras rectangulares excavadas en el suelo y con techos de madera soportados por columnas de piedra, y el culto a una diosa madre que porta el epíteto Kubileya, de donde podría provenir la clásica Kybele (Cibeles).
El reino lidio, por su parte, surge hacia el año 670 a.n.e. con una dinastía fundada por Giges (680-612 a.n.e.) y una capital ubicada en Sardes, que llegará a ser un centro cultural muy apreciado por los intelectuales griegos, como Tales de Mileto. Los lidios se asocian a los lukka, uno de los Pueblos del Mar, documentados como piratas en los textos hititas y en algunas misivas del archivo de el-Amarna (Ajetatón). Su figura emblemática fue Creso (560-546 a.n.e.), que firma pactos con Esparta, Babilonia y Egipto. De hecho, su muerte coincide con el final del reino, sometido por la fuerza por el aqueménida Ciro II. Su contribución cultural e histórica de mayor relevancia fue la invención de la moneda acuñada, hacia el siglo VI a.n.e.
La primera mención asiria sobre la presencia de grupos caldeos se fecha en el año 878 a.n.e. Posiblemente, estas poblaciones llegaron con los arameos, divididos en tres grupos: Bit-Amukanni, asentados en las proximidades de Uruk; Bit-Dakkuri, en torno a Babilonia, y Bit-Yakin, desperdigados en el País del Mar y en Ur. Conforman en Babilonia la denominada Dinastía Caldea (626-539 a.n.e.), iniciada con el rey Nabopolasar (625-605 a.n.e.). Este soberano establece una alianza con Ciaxares, el rey medo, por la que se fijan los límites territoriales de ambos reinos y se reparten las migajas del periclitado imperio asirio, de manera que Babilonia controla ahora toda la Mesopotamia. Su hijo Nabucodonosor II (604-562 a.n.e.) creará un verdadero imperio, derrotando a los egipcios en 605 a.n.e., en Karchemish, y adquiriendo el control sobre Siria-Palestina. En este momento existe, nuevamente, un poder unitario en el Próximo Oriente, aunque será efímero, que comunica el golfo Pérsico con el Mediterráneo, facilitando con ello el comercio, lo cual permitirá que lleguen a Babilonia grandes recursos, empleados en la construcción de monumentos: la puerta de Ishtar, el zigurat (la torre de Babel bíblica) o el Esagila, gran templo del dios Marduk. Es esta la ciudad descrita en las fuentes clásicas griegas, en Heródoto, Ctesias, Diodoro, Aristóteles y Plutarco. Nabucodonosor II lleva a cabo la destrucción de Jerusalén en 586 a.n.e. y la deportación de la población a Babilonia, una acción surgida ante la negativa del rey Joaquim de seguir pagando el tributo debido. La definitiva caída de babilonia en manos del rey Ciro, descrita en la Crónica babilónica y en el Cilindro de Ciro, pone fin a todo un período en la antigüedad próximo-oriental.
[1] No obstante, Tiró sufrirá el asedio de Asarhadón y Assurbanipal, hasta que en 640 a.n.e. se convierta en provincia. Este momento coincide y, por consiguiente, puede explicar, el desarrollo de Cartago y su mayor autonomía, pues esta colonia, fundada por Tiro en 814 a.C., será la sucesora de su metrópoli en la actividad comercial fenicia por el Mediterráneo occidental.
[2] Aunque algunas inscripciones en Cerdeña invitan a señalar la presencia fenicia en el Mediterráneo occidental desde el siglo IX a.C., hasta el siglo VIII la única región en la que arqueológicamente se constata presencia fenicia es en Chipre.
[3] Las deportaciones evitaban las posibles rebeliones de poblaciones sometidas, pero también podían proporcionar al Estado asirio mano de obra necesaria para el trabajo agrario, en particular en regiones con escasez demográfica, así como trabajadores para la construcción de ciudades y obras públicas. Estos deportados, en muchas ocasiones familias enteras, solían vivir agrupados y tenían derechos y propiedades, pasando algunos a integrarse en la sociedad asiria.