Imagen: La caída de Roma, cuadro del pintor estadounidense Thomas Cole (1801-1848).
La idea de civilización no es un modelo universal propio de la organización social humana, sino un constructo, una invención de Europa por parte de los europeos. Inicialmente, el concepto es singular y posteriormente plural. El nombre, en singular, es acuñado en Francia a mediados del siglo XVIII, y secundado por los filósofos, como referencia de un concepto abstracto relativo a una sociedad avanzada. El término, proveniente del sustantivo civilisé (refinado, pulido), ya consta en Francia en el siglo XVI, aunque su primer uso se testimonia en el marqués de Mirabeau, a mediados del siglo XVIII. El progreso hacia la civilización suponía, según J. Stuart Mill, una serie de factores, entre ellos, las ciudades, la agricultura, la tecnología, la industria y el comercio. El concepto abstracto fue de gran utilidad al imperialismo europeo, mediante el cual las sociedades civilizadas (europeas), tenían la obligación moral de ayudar a otras a recorrer el camino que ellas habían emprendido previamente con éxito.
El concepto plural de civilizaciones aparece en el primer tercio del siglo XIX gracias a unas cuantas conferencias del historiador y político francés François Guizot en la universidad parisina de La Sorbona. En ellas habla sobre la civilización genérica de la raza humana pero también de los casos individuales de la civilización general, en especial los que preceden a la civilización europea, entre los que destaca a los etruscos, las culturas de la India, griegos y romanos. Esta civilización europea sería la que compartirían Francia, Inglaterra, España y Alemania, en la que habría una serie de elementos fundamentales, como la presencia romana, los germanos bárbaros y la iglesia cristiana, que vendrían a ser los ancestros culturales de Europa.
Los intelectuales del siglo XIX identificaron los rasgos culturales de las sociedades, interesándose más por esto que por su progreso hacia un ideal humano compartido. La noción popular de las razas, con distintas inteligencias y capacidades, promocionaron una clasificación jerárquica de la que se infería una superioridad, la europea, sobre las demás, que abarcaba los australianos, la más arcaica, seguida por las razas africanas y asiáticas orientales, todas ellas inferiores.
La invención de la infancia como discurso tuvo lugar en Europa al mismo tiempo que la invención de la raza porque una idea del infante es una condición previa necesaria del imperialismo; esto es, que Occidente tuvo que inventar para sí mismo ese concepto (o usar el de monstruo o el de los comportamientos animales) antes de poder pensar en un imperialismo específicamente colonialista. El tropo del colonizado como infante proyecta la dominación colonial no como una opresión, sino como crianza parental, aunque de tipo brutal, lo cual permite al colonizador engañarse a sí mismo creyendo que sus acciones redundan en beneficio de los oprimidos. Mientras que la raza no podría existir sin el racismo, es decir, la necesidad de establecer una jerarquía de la diferencia, el concepto de la infancia diluye la hostilidad inherente a esa taxonomía ofreciendo una justificación natural para la dominación imperial sobre culturas y pueblos sometidos.
Naturalmente, cuando las potencias imperiales europeas colonizaron otras tierras, se llevaron consigo no sólo su religión, sino también los clásicos grecorromanos, imponiéndolos a los pueblos de las tierras que dominaban. Las potencias imperiales emplearon el conocimiento de la antigüedad grecorromana para reivindicar su superioridad sobre los pueblos que colonizaban y, al mismo tiempo, establecer vínculos entre potencias europeas que, de otro modo, serían dispares. Esto consolidó un discurso sobre el yo y el otro, el centro y la periferia, que hacía hincapié en una herencia cultural común entre las potencias coloniales europeas, de la que los colonizados quedaban excluidos.
Occidente empezó a emplearse como noción al lado de Europa e, incluso, al de las colonias europeas, enfrentándose a la idea de Oriente, aunque en el siglo XIX la frontera podía estar dentro de la misma Europa: Gran Bretaña, Portugal, España y Francia, de un lado, frente a Rusia, Austria y Prusia (Santa Alianza de imperios y absolutismo), del otro. Pensamiento civilizatorio y Occidente se asociaron en la idea cristiana de civilización occidental, asentada en el capitalismo, la tolerancia, la democracia, las libertades cívicas, las ciencias y el progreso.
En el siglo XX, las fronteras imaginarias de la civilización occidental se modificaron. El Telón de Acero selló una frontera a partir de los intereses de la URSS, propiciando como consecuencia la alianza entre Europa occidental y EE.UU. Con el final de la Guerra Fría se identificaron (gracias al profesor Samuel Huntington), hasta nueve civilizaciones contemporáneas, con sus elementos religiosos y geográficos específicos. Así, a la civilización Occidental se oponía la Civilización Ortodoxa y aquella otra Islámica.
En el siglo XXI, Occidente sigue siendo una cultura cristiana de raíces indoeuropeas o grecolatinas, frente a un Oriente situado en distintos espacios, en Rusia, en China o en aquellos países en donde prolifera el Islam. El pensamiento civilizatorio es ya un hecho civilizatorio. El propio Occidente es, en realidad, el resultado de duraderos vínculos con una amplia red de sociedades y, por lo tanto, no es ni único en sus presupuestos, ni puro en ningún sentido.
La noción de civilización se ha convertido en una idea que separa a las personas de aquellas otras que se encuentran a su alrededor.
Bibliografía esencial
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Prof. Dr. Julio López Saco
UM-AEEAO-AHEC-UFM, mayo, 2025.