Una
buena cantidad de productos de nuestro cerebro que son capaces de mover
pasiones (fantasía, mitos, imaginación), pueden clasificarse en el marco de dos
facetas universales propias del comportamiento humano, que definen nuestra
especie, a pesar de que desde la perspectiva de la sobrevivencia se puedan
contemplar como inútiles: el arte y la religión, las cuales han marcado el
devenir de la historia humana. El desarrollo de nuestra mente simbólica,
fundamento de ambas, es una mente que trasciende la realidad inmediata. Es la
mente que ya tenían aquellos neandertales que adornaban su cuerpo con conchas
de diversos colores. Las creencias religiosas y las artes se contemplan como un
juego vital, una parte decisiva del juego social. Y es que la principal característica
humana parece ser antes el juego que la sapiencia. Desde la óptica zoológica
ambos productos son extraños pues concentran valores sociales y rangos
emocionales.
El
arte es capaz de producir placer biológico, tangible y con profunda intensidad.
Su apreciación provoca acción y movimiento, emoción y empatía. Tal vez los
ornamentos corporales personales hayan sido el motor de la posterior evolución
cultural del arte figurativo. Los más arcaicos ejemplos de adorno personal se
hallaron en la cueva de Blombos, en Sudáfrica, en donde aparecieron caracoles
marinos de unos ochenta mil años de antigüedad, perforados con la intención de
ser ensartados en un collar. A pesar de que faltan evidencias de la función
social del arte figurativo, zoomorfo o antropomorfo, no se puede descartar que
se destacase por su propensión a impresionar a los demás. Hasta es probable que
el sapiens quisiera demostrar su superioridad sobre los neandertales en Europa
precisamente haciendo ostensible sus refinadas y precisas habilidades motoras
necesarias para producir obras estéticas. Aquí cobra valor el supuesto de que
el arte, como otras facetas humanas, es un juego. En cualquiera de los casos el
arte, tanto el adorno personal, como el arte figurativo, pictórico o
escultórico de los cromañones, es una manifestación de una mente simbólica.
Se
suele señalar a las inhumaciones intencionadas como la seña que indica la
presencia de creencias religiosas en los grupos humanos. La célebre Sima de los
Huesos en Atapuerca (Burgos) puede haber sido un lugar de acumulación
intencionada de cadáveres por parte del Homo heidelbergensis, hace más de medio
millón de años. Una clave para entender la religiosidad humana, no obstante, es
la presencia en el ser humano de una mente modelada para vivir socialmente, la
cual permite entender como agentes causales una serie de cosas que en realidad
no lo son. Astros, piedras, nubes, objetos de distinto tipo pueden poseer
“vida” y “voluntad”; es decir, tener intencionalidad. El ser humano, como
buscador de mentes, cree encontrarlas en todas partes, lo que significa que las
creencias religiosas pudieron crearse a partir de tales mecanismos mentales.
Con
un menor atisbo de duda, se puede decir que las creencias religiosas desempeñan
un rol destacado en la cohesión grupal. Una razón factible de las religiones
puede ser la sugestión, capacidad probablemente única del ser humano. Las
personas pueden ser sugestionadas, y si quien sugestiona es superior
jerárquicamente (una autoridad) al sugestionado, el efecto se multiplica
exponencialmente. Tal es así que muchas religiones han podido emplear el efecto
sugestionador como un mecanismo potenciador de la credibilidad. Un fenómeno,
que también puede fomentar la sugestión, y que resulta, además, específico del
ser humano, es la hipnosis. Su rol en el desarrollo de las creencias es
factible. Un nuevo factor que contribuyó al éxito de las creencias religiosas
radicó en su capacidad de explicar o hacer comprensible el mundo y lo que
ocurre en él.
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-FEIAP, septiembre, 2020