Imágenes, de
arriba hacia abajo: barco grabado en hanout (T1G1), Magsbaïa; medallón dorado
de la necrópolis de Tharros y; símbolo de la diosa Tanit, en el tímpano del
hanout de Jbel Sidi Zid.
La
existencia de un alma vegetativa o nefesh
y una espiritual (barlat) aparece
reflejado en los textos de Ras Shamra. Los dos conceptos sobreviven en el mundo
religioso cananeo, de forma que en los ámbitos israelitas y fenicios acabará
imponiéndose una concepción dual del alma (rouah
y nefesh).
Nefesh
se ha traducido como persona, si bien su interpretación principal es alma o
monumento funerario. Asociada al monumento y la tumba supone vincular nefesh con el aspecto terrenal de una de
las dos ideas o secciones de alma. Se relaciona con lo que pertenece al
sepulcro entre los vivos, configurando la memoria del muerto entre los todavía
vivos.
Rouah,
por su parte (aunque algo diferente a barlat),
suele interpretarse como soplo vital, como espíritu propio de la parte activa
del alma, que se relaciona directamente con la sangre. Una vez fallecida la
persona, este espíritu debe tomar camino al Más Allá. En tanto nefesh se
asociaba con alimentos y elementos de la tierra, rouah hace lo propio con lo
caótico (el mar o el aire) y lo etéreo, recibiendo como ofrenda incienso y
cánticos diversos. En cualquier caso, ha de señalarse que el alma no requiere
necesariamente un soporte material para que perviva.
El
alma y el cuerpo se separan en otro plano sensorial, en un espacio atemporal,
extraño al orden ceremonial. Por mecanismos litúrgicos se constata la
separación que provoca el fallecimiento, establecida en tres niveles. Por un
lado, el abandono del grupo social de pertenencia del muertos; por otro la
propia separación de alma y cuerpo y; finalmente, el alejamiento del mundo de
los vivos y, por consiguiente, la entrada en el Más Allá. El abandono de la
clase social promueve un trauma que se es matizado con expresiones de
solidaridad de carácter comunitario, como las lamentaciones, las ofrendas o los
banquetes, que disminuyen el evidente peligro de contaminación, ofreciéndole al
fallecido, de paso, los mecanismos necesarios para garantizar su inclusión
ultramundana, reintegrándose socialmente, aunque ahora en la forma de antepasado
o ancestro difunto.
Varios
son los elementos mágico-simbólicos presentes en las tumbas de las necrópolis
fenicias, como es el caso de la pintura ocre sobre el ajuar o en las paredes
del sepulcro (asociada a la sangre y, por ende, a la vida nueva) y, sobre todo,
los huevos de avestruz. Son decorados con motivos vegetales y animales,
sobresaliendo la presencia de la flor de loto, abierta al llegar los rayos
solares, y cerrada al ocaso, lo que implica una imagen simbólica de muerte y
resurrección del difunto en el Otro Mundo. Tal idea de renacimiento se reafirma
también con la presencia de rostros de mujeres sobre las cáscaras de estos
huevos.
Huevo
y pintura roja aluden a la regeneración, si bien no son el nuevo soporte del nefesh como expresión entre los vivos.
El nefesh del muerto permanece en el
interior de la sepultura, pero al ser inmaterial requiere un nuevo soporte que
permita percibir su presencia, recibir ofrendas imprescindibles para que siga
viviendo y se evite que la sepultura pueda ser destruida. El monumento (estela,
cipo, monumento funerario), es materialización del tránsito vida-muerte. La
palabra escrita, a través de las inscripciones funerarias, complementan, en
parte, el rol de la estructura pétrea. La palabra es grabada para ser pronunciada,
recordando el nombre del difunto en las diferentes ceremonias y ritos. Al texto
se suma la imagen, destacando los símbolos relacionados con deidades
funerarias, caso de Astarté o Tanit, o el motivo de la mano alzada saludando.
La
piedra es el soporte del alma del muerto, que se ve identificado por su forma,
así como por los epígrafes o la decoración. De un soporte a otro se verifica el
tránsito del mundo de los vivos al Más Allá, un difícil y muy peligroso viaje
en el que el difunto, como en el ámbito egipcio, requiere de la magia, de
entidades divinas o de genios para coronarlo con éxito. El cadáver, antes de su
definitiva partida, es afeitado y lavado como mecanismo para limpiar impurezas,
para posteriormente ser ungido con perfumes y adornado con amuletos y diversas
alhajas. La mágica palabra escrita y las imágenes, acumulan el conocimiento
requerido sobre el Otro Mundo.
Los
objetos marinos, en forma de terracotas o de navíos, suelen aparecer en las
tumbas, siendo entendidos como vehículos simbólicos que permiten y facilitan,
como medios de transporte, el viaje al Más Allá. La fauna marina que se
reproduce sobre tales objetos alude al concepto del viaje marino, un periplo
último. Hay aquí, con bastante seguridad, un atisbo de cercanía a las creencias
funerarias egipcias, pues se adoptan motivos nilóticos como la barca solar, tal
y como se aprecia en un anillo en oro hallado de Cerdeña.
Las
escenas sobre las paredes de los hipogeos son, en este sentido, muy gráficas,
como es el caso de la escena de la tumba de Kef el-Blida, en Túnez, datada
entre los siglos VI y V a.e.c., en la que varios guerreros con lanzas y escudos
son transportados en una nave a vela. Otro vehículo tradicional lo aporta la
imagen del caballo, en esta oportunidad asociado al medio terrestre, como es
visible en la urna número ocho de la necrópolis de Tiro al-Bass (siglos VII-VI a.e.c.). Aquí, el caballo, con
pintura roja en el cuello, lleva encima un jinete armado con escudo y casco (o
tal vez corona). Las figuras de caballeros sobre estelas de las necrópolis de
Útica, así como aquellas que aparecen sobre escarabeos o moldes de terracota,
con jinetes armados portando cascos cónicos, se relacionan directamente al
mencionado ejemplo de Tiro.
En
esta serie de imágenes, la idea del viaje como tránsito parece muy plausible.
Se identificaría al difunto o, en último caso, una deidad ctónica y de carácter
apotropaico, con el jinete, en virtud de las armas que lleva (hacha bipenne, escudo, gorro o casco). Un
último medio de transporte del muerto hacia el Otro Mundo sería el medio aéreo,
particularmente, seres poco consistentes, ciertas divinidades y aves.
Las
imágenes del alma aparecen reflejadas sobre amuletos y joyas funerarias, llenas
de motivos alusivos. Un ejemplo notable es el escarabeo, en jaspe de color
verde, de la necrópolis de Tharros, en el que aparece grabado la figura de un
gallo encima de un monumento funerario que tiene escalones y un remate
piramidal, flanqueado por un par de figuras de tono egiptizante, además de dos
tallos de papiros. En estos casos, un simbolismo de protección del alma y de
salvación se uniría al valor del monumento propiamente dicho como marcador de
la tumba y recuerdo del difunto. Otros dos ejemplos destacables son la
escultura masculina en altorrelieve del muro de un hipogeo (el número siete) en
la necrópolis de Sulcis (siglos VI-V a.e.c), así como la imagen antropomorfa
tallada en una pared en el fondo de una tumba de la necrópolis de Rabat, en la
isla de Malta. En estos casos, resulta relevante averiguar la naturaleza de la
representación; esto es, si nos encontramos ante un ser humano o una deidad.
La
figura de Sulcis parece más la representación idealizada del difunto, ancestro
común del linaje inhumado en el hipogeo, que un démon o genio protector, hecho
que no anula el carácter apotropaico, del que también gozan los antepasados en
su calidad de benefactores de su estirpe. Tales funciones apotropaicas pueden
ser desempeñadas por amuletos con rostros, a veces deformes, posteriormente
convertidos en rostros de la Gorgona o de silenos.
Las
principales figuraciones se encuentran en las paredes de los hipogeos y tumbas
que se encuentran en el norte de África. Así, en la tumba número VIII de la
tunecina Gebel Mlezza, se observa un ave, en concreto un gallo, con multitud de
espolones y una gigantesca cresta, al lado de un mausoleo y un ara sacrificial
en la que está encendido un fuego. En otra de las paredes, está el altar y el
monumento, pero ya sin el gallo. El animal, sin cresta y espolones, aparece
ahora en una pared central, en una ciudad amurallada que se supone es la
idealización del mundo de los muertos. Al lado de la representación hay una
hornacina en la que se ve el símbolo de la diosa Tanit, deidad ctónica que vela
por la paz y la seguridad del muerto.
El
gallo es un motivo común en necrópolis fenicias occidentales, de forma que
debió estar asociado directamente a la escatología fenicia y púnica. El
hallazgo de sacrificios de gallos entre las ofrendas, así como la presencia de
huevos de gallina, relaciona al ave con creencias funerarias. El simbolismo en
este caso se refiere a la fuerza, por el carácter amenazador del gallo, y a la
regeneración a través del huevo. El carácter apotropaico acrisola una relación
entre el ave y el alma del fallecido, sobre
la cual ejercería un efecto protector y de conducción (psicopompo).
La
iconografía en los sepulcros y sobre objetos como joyas o amuletos en el ajuar
del difunto muestra figuras teriomorfas, tal vez psicopompas, como los leones, los gallos y una serie de animales
fantásticos. En los amuletos abundan aves como el halcón, en tanto que en la
cerámica predominan volátiles animales domésticos, como cisnes, gallinas o
palomas, aunque también otras más exóticas, como avestruces y hasta flamencos.
Ciertas
de estas especies animales se vinculan con deidades o ideales (avestruz con la
fertilidad, o bien Astarté con las palomas). El gallo, en específico, puede
estar relacionado con deidades como Dea Syria o Eshmun, esta última una
divinidad de la medicina y también de la magia, siendo así guía del alma del
fallecido. En este sentido, resulta interesante resaltar que en los cultos
órficos, dentro de las concepciones espirituales griegas, Perséfone suele
representarse llevando un gallo en la mano.
Se
puede concluir, en consecuencia, que el gallo, en su aspecto aéreo, se
interpreta como una figuración idealizada del alma, a la que evocaría mediante
su aéreo viaje hasta el reino de los muertos. Se ha dicho que la relación
gallo-mausoleo es de origen líbico-púnica, si bien su iconografía aparece
asimismo en otros contextos fenicios y púnicos del Mediterráneo Occidental,
como en la isla de Cerdeña o en la península Ibérica. En la identificación
gallo y alma, el animal, con espolones y cresta, además de muy fiero, se transforma
al finalizar su tránsito ultramundano en un ave inofensiva.
El
nefesh, que vaga en los alrededores
de su nueva residencia, lugar en el cual todavía falta por completar las
ceremonias fúnebres precisas, resulta ser una criatura peligrosa, inquieta,
intranquila. Cuando los familiares ejecutan los ritos preceptivos, el difunto
logra el acceso al lugar del Más Allá (contemplado generalmente como una
ciudad), en donde se aquieta y consigue la eternidad, integrándose de manera
definitiva en su nueva residencia eterna, el sepulcro que el monumento señala,
sin que ya suponga riesgo alguno.
Las
ceremonias fúnebres, en fin, no tienen como objetivo fundamental separar al
fallecido de su familia, sino garantizar que se pueda integrar y participar en
el mundo de los vivos, al cual ya no pertenece, como rephaim, es decir, en la forma de antepasados divinos siempre
presentes en la memoria.
Para
finalizar, unas pocas referencias relativas a la localización del Más Allá. La
ubicación de tal última y definitiva residencia del alma se conoce a través de
textos bíblicos y de Ras Shamra, en especial en el relato del conflicto entre
Môt y Baal, en donde se dice que el reino de la muerte se halla en los confines
de la tierra, escondido entre un par de montañas. La montaña, trazada como un
montículo reticulado flanqueado por halcones y ureos, con el disco solar y el
creciente encima, además del disco solar alado, es la puerta del Otro Mundo.
Estas concepciones, que recuerdan, sin duda, la cosmogonía egipcia, perviven en
el mundo cananeo, cuyo inframundo se encontraba en la Transjordania norte, en
donde se hallaban lo santuarios del dios Milku, epónimo de los soberanos muertos divinizados.
El
inframundo puede asociarse, ciertamente, a zonas geográficas concretas, si bien
su idealización reproduce imágenes míticas ultramundanas, como las regiones
esteparias, áridas, yermas, secas, en donde los fallecidos vagan, sin reposo ni
tranquilidad, esperando el sustento que los familiares deben hacerles llegar,
vía los rituales necesarios. La necrópolis refleja la ciudad de los muertos,
reproduciendo en su espacio esta peculiar geografía: en Ugarit las tumbas estaban
bajo las viviendas, mientras que en el ámbito fenicio la sepultura se hallaba
al margen de los lugares de habitación, sobre todo en cerros próximos de poca
altura. El límite del inframundo tiene como uno de sus principales elementos
liminales el agua, una frontera natural entre el mundo de los vivos y aquel de
los fallecidos. Montaña y agua, por tanto, son vías de paso al inframundo.
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-AEEAO-UFM, noviembre, 2022.