Imagen: memento mori, mosaico hallado de Pompeya, que simboliza la Rueda de la Fortuna. Datado en el siglo I a.e.c., hoy se encuentra en el Museo de Nápoles.
La
presencia de seres sobrenaturales, entre ellos difuntos pero también entidades
monstruosas, parecen ser el resultado de una metafórica codificación de
antiguos y enraizados miedos, angustias, malestares primordiales, esperanzas e
ilusiones, como una forma de sublimar el más acá. Las variadas manifestaciones
posibles de lo numinoso estaban tan presentes en la vida de los romanos como
cualquier otro aspecto cotidiano y real. Se trataba de un fundamento más de la
propia existencia, de la dimensión sobrenatural de dicha existencia. El miedo
al monstruo, al difunto o al fantasma expresaba una intuición acerca de la
propia existencia humana.
En
la vida real del romano de a pie solamente se encontraba la naturaleza humana,
en la que habitaban monstruos de distinta consideración, una naturaleza
impregnada de un malestar o desconsuelo esencial y primigenio sobre el que no
existía esperanza alguna. La realidad de la vida era angustiosa y oscura, y en
ella habitaban monstruos evocadores del caos y la disolución. Sobrellevar el
monstruo antiguo primordial implicaba dotarlo de un rostro que permitiese
transformarlo en algo más definido que posibilitase su ubicación en espacios y
contornos más controlables en los que el miedo pudiese ser medianamente
conjurado a través de la magia o diferentes rituales.
La
tradición popular romana estuvo poblada por un buen número de monstruos. Las
narraciones populares y relatos que contenían tales entidades eran considerados
patrañas para entretener que reflejaban la incredulidad y, sobre todo, la
ignorancia de las clase más humildes. Se hizo notable la presencia de las
estriges, unas aves de rapiña comedoras de carne humana o también brujas y
hechiceras convertidas en ave a través de actos mágicos; de licántropos o versipelles, hombres lobo cuyas leyendas
pudieron estar muy presentes en la más arcaica tradición itálica, así como de
dragones, habitantes de lugares despoblados de humanos o moradores de oscuras
cuevas y que resultaban ser una evidente amenaza a caminantes, viajeros y
mujeres.
La
primera mención literaria de la alimaña denominada estrige la encontramos en
Plauto (Pséudolo, 800-836), en tanto
que su relación con los lactantes la hallamos en Plinio el Viejo (Historia Natural XI, 95, 231 y ss.). Si
estas terribles aves amamantaban a infantes tal vez fuese para envenenarlos o
como una expresión de las nodrizas inhábiles. La más relevante de las leyendas
itálicas sobre las estriges que atacan a lactantes se constata en los Fastos (VI, 130-168) de Ovidio, en donde
el bisabuelo de Remo y Rómulo, de nombre Procas, rey de la mítica Alba Longa,
que antecede a Roma, es la víctima. Será una ninfa, de nombre Carna (una
antigua deidad itálica, tal vez lunar) la que le salve de estos seres
maléficos. Es tentador comparar estas fabulosas estriges con las arpías que
atosigan a Fineo en la saga de los Argonautas
de Apolonio de Rodas, unas aves monstruosas con rostro femenino. En la
erudición cristiana posterior, concretamente en San Isidoro (Etimologías XI 3-4), serán concebidas
como seres humanos metamorfoseados gracias a brebajes o hierbas mágicas con el
único objetivo de rapiñar. Otras menciones de las estriges se hallan en Tibulo
(Elegías, I, 5, 47, en esta ocasión
cantora) y en Lucano (Farsalia, VI,
520).
Tal
vez el licántropo más reconocido es el que aparece en la cena de Trimalción del
Satiricón (60-62), del afamado
Petronio. La transformación en lobo de un soldado provoca la huida del animal
hacia el bosque así como un ataque a un rebaño de ovejas, hasta que un esclavo
lo alancea en el cuello. Vuelto a su humanidad, es atendido de la herida
infligida previamente como animal. Tibulo, el mencionado poeta lírico del siglo
I a.e.c. cuenta, en un contexto impregnado de brujería amatoria (Elegías I, 5, 38-60), la manera en que
una alcahueta, en el fondo una bruja, posee mágicos poderes para convertirse en
lobo. Otro hombre lobo famoso es, sin duda, el Meris de Virgilio. En las Églogas (VIII, 94-99), Virgilio narra cómo el pastor Anfesibeo acude
a una bruja con la intención de que le conceda los favores de su amada Dafnis.
En este contexto se menciona la metamorfosis lobuna de Meris, obra, tal vez,
del consumo de ciertas hierbas alucinógenas. Virgilio parece partir en esta
oportunidad del Idilio de las hechiceras de Teócrito, autor del siglo III
a.e.c., en donde una mujer despechada por su amante intenta atraer de nuevo sus
favores mediante poderosos
encantamientos.
En
el mundo romano, los dragones formaron parte activa de su marco tradicional y
legendario. Uno de los casos más célebres es el del dragón de la ciudad de
Lanuvio, próxima a Roma (Propercio, Elegías
IV, 6, 4-15) asociado con el motivo folclórico de la doncella que entran en la
morada de la entidad, generalmente una oscura caverna. Otro notable ejemplo es
el dragón del Asno de Oro de Apuleyo
(VIII, 18-22), que resultó ser un malévolo brujo que tenía por costumbre
devorar caminantes. Un motivo común, propio de la fábula, es el de la figura
del dragón que custodia oro, objetos y lugares preciados. Se trata de un motivo
muy activo en el acervo folclórico de las poblaciones del Mediterráneo. En tal
sentido, debe mencionarse la fábula moral de la zorra y el dragón de Fedro (Fábulas IV, 21). En la mitología griega,
cabe recordar, ya estaba muy presente el motivo del dragón que cuida y protege
un objeto de gran valía, como el caso de Ladón, un dragón de cien cabezas,
protector de las famosas manzanas de oro del Jardín de las Hespérides, o el no
menos célebre dragón de la Cólquide, que velaba por el ansiado vellocino
dorado. Por su lado, el folclore tradicional romano menciona tesoros escondidos
bajo tierra que son custodiados por genios denominados incubones, de quienes Tertuliano afirma (Sobre el alma, 44) que eran los responsables de las siniestras
pesadillas.
Prof. Dr. Julio López Saco
UM-FEIAP-UFM, septiembre, 2021.
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