Imágenes: arriba, máscara taotie en un caldero ding. Anyang, hacia el siglo XI a.e.c.; abajo, una vasija ding en bronce. Zhou Occidental.
Se podría decir que la emergencia de poderes sobrenaturales fue, de modo
sucesivo, del siguiente modo: primero los ancestros, luego los fantasmas y,
finalmente, los dioses. Los reyes Shang derivaron su autoridad de los poderes
sobrenaturales por mediación de sus ancestros deificados. Los mandatarios, y la
entera clase noble, se comunicaban con sus antepasados fallecidos por medio de
la adivinación. Proyectaban la jerarquía social y política del ámbito mundano
más allá de la muerte y sobre el mundo de lo divino y, además, se dirigían a
sus antepasados muertos como espíritus deificados, imaginando que los
fallecidos aumentaban, a su vez, su majestad y poder.
La jerarquía divina, organizada en líneas de parentesco, replicaba la
secular. Los poderes taumatúrgicos que los soberanos shang podían ejercer a
través de la adivinación y los sacrificios ancestrales les capacitaba para
obtener buenas cosechas o victorias en las batallas, lo cual, además, les
afianzaba su autoridad carismática.
Los Shang creyeron en una deidad suprema conocida como Di, que nunca impuso su voluntad moral sobre la humanidad. Se trata
de un dios impersonal, indiferente a los asuntos mortales e inaccesible a las
súplicas de las personas, Los gobernantes buscaron favorecer a Di a través de la intercesión de sus
ancestros deificados, quienes eran los que podían comunicarse de modo directo
con el dios supremo. Únicamente recibiendo regulares y suntuosas ofrendas
sacrificiales los ancestros podían mantener su exaltado lugar dentro del reino
de lo divino. En consecuencia, la economía política del estado Shang se
fundamentaba en el tributo, en forma de sacrificios (de animales y humanos, de
vino, granos y objetos rituales, especialmente vasijas de bronce[1]),
que se ofrecían a los dioses-ancestros a cambio de ayuda y para obtener
bendiciones directas de Di.
La comunicación entre los gobernantes y sus antepasados a través de los
procesos de adivinación era crucial para el gobierno, ya que todas las
decisiones relevantes se cimentaban en esos oráculos. Los huesos oraculares
(textos en hueso) mostraban, así mismo, que los Shang creyeron en numerosas
divinidades de la naturaleza, espíritus de los ríos, de las montañas, del
fuego, la lluvia o el viento, asociados a determinados lugares. Es probable que
tales deidades naturales hayan sido previamente dioses tutelares totémicos de
los linajes locales gobernantes. Imponiéndose sobre esos grupos locales los Shang
habrían acogido como suyas esas deidades o espíritus. El soberano, a través de
una correcta representación de las acciones rituales, podría manipular a esos
espíritus y manejarlos a su voluntad.
La religión Shang no se abocó, por tanto, hacia la mitología porque se
centró más en enfatizar los roles prescritos del rito y el parentesco de los
ancestros, que en celebrar sus aspectos individuales o contar sus historias
vitales.
Las deidades Shang nunca llegaron a ser, en función de lo anteriormente
comentado, dioses de las masas, ni de la comunidad como una totalidad. Las
ciudades amuralladas Shang fueron, además de capitales políticas, centros
cultuales, sitios de ubicación de los templos ancestrales, de las tumbas reales
y de los linajes nobles. Así, las funciones ceremoniales de los núcleos Shang
reforzaban más que mitigaban la estratificación social. La asimilación de
dioses locales en el culto ancestral del linaje gobernante daba como resultado
la inevitable exclusión de los habitantes plebeyos urbanos (artesanos,
esclavos) de la vida religiosa. La religión Shang no separaba, en definitiva,
entre lo bueno y lo malo, o entre lo divino y lo demónico.
La religión Zhou concibió una nueva deidad suprema, denominada Cielo,
impersonal y todopoderosa. A diferencia del mencionado Di, Tian o Cielo se percibió
como una deidad inmanente que intervenía en los asuntos humanos. El Cielo
subordinaba al rey y a todos los súbditos de éste a una ley moral universal,
imponiendo su voluntad sobre la humanidad seleccionando al gobernante de entre
los miembros del reino de los mortales. A través del Mandato del Cielo la
autoridad real se sacralizaba, y se subordinaba al soberano a una sanción
moral.
La religión Zhou, por tanto, renunció a la creencia Shang en el poder
carismático de los dioses ancestrales, suplantando el indeleble vínculo
biológico entre el rey Shang y sus antepasados con un parentesco metafísico
entre Tian y el monarca terrenal.
Tian se originó, muy
probablemente como una deidad tutelar del pueblo Zhou, de su linaje gobernante.
Los Zhou hicieron que el rey fuese el único canal de acceso al poder divino. Su
mitología prestó escasa importancia a la narración de teogonías y a la creación
de un cosmos mundano y de sus mortales habitantes. Los mitos Zhou se
focalizaron en lo que significa pasar de un mundo primigenio y caótico con
humanos, dioses y bestias mezclados, a otro civilizado y humanizado. Los
antiguos sabios-reyes presentes en las leyendas y las canciones Zhou
contribuirían al decisivo avance de la civilización humana inventando útiles
productivos y tecnologías sociales imprescindibles en la cultura, como la
agricultura, las leyes, el fuego o los códigos rituales. Estos reyes-sabios
dominaron el mundo natural haciéndolo habitable para el ser humano,
establecieron la disciplina y la armonía en la comunidad humana instalando
códigos de conducta social, y trajeron orden al cosmos organizando límites que
separaban el cielo de la tierra, la civilización de la barbarie y lo humano de
lo bestial.
Los sacrificios ancestrales fueron centrales también para la vida religiosa
Zhou. Como en época Shang, las ciudades sirvieron de asiento a los linajes
nobles e hicieron las veces de centros ceremoniales. Se creía que los
antepasados eran espíritus que sentían y que residían en lo alto, al lado del
Cielo, ejerciendo influencia sobre las vidas de sus descendientes. Los
sacrificios ancestrales tomaron la forma de fiestas comunales celebradas con la
presencia física de los antepasados, quienes descendían en el cuerpo de
representantes o figurantes para participar de las ofrendas de alimentos. Tanto
las canciones rituales (Shijing), como las inscripciones en los bronces Zhou,
reafirman la idea de que los nobles antepasados eran y actuaban como espíritus
poderosos que traían buena fortuna a su parentela viva, les protegían de
cualquier enemigo y les garantizaban el disfrute de una vida placentera. Sin
embargo, el significado del culto ancestral cambió, pues para los Zhou la
nobleza consistía en la excelencia moral y en la capacidad de desplegar un
gobierno virtuoso.
El surgimiento de una aristocracia guerrera y la preeminencia de los
conflictos armados entre estados en competencia transformaron, con cierta
sutileza, el significado de los sacrificios ancestrales así como su relación
con la autoridad política. Los antepasados siguieron teniendo poder y presencia
vital en las vidas de sus descendientes, y la autoridad política se enraizó, de
nuevo, en el culto a los ancestros pero a través de la presentación de xueshi o sacrificios sangrientos, a los
espíritus ancestrales en los templos de los antepasados y en los Altares del
Suelo. La Guerra se convirtió en un ritual sacrificial por el cual los
descendientes ganaban gloria para el linaje ancestral. La caza, la guerra y el
sacrificio cruento de animales llegaron a ser entronizados como una trinidad de
liturgias homólogas realizadas al servicio del linaje, que tomaban vida para
nutrir a los espíritus ancestrales.
Las inscripciones en los bronces de la época Zhou más antigua retrataban a
los ancestros como espíritus poderosos que bendecían a sus descendientes con
larga vida y buena fortuna; en tanto que con posterioridad, sobre todo en el
período de Primaveras y Otoños, las inscripciones magnificaban los méritos y
las dignidades de los descendientes, y escasamente se mencionaba a los ancestros.
El culto ancestral en el mencionado período enfatizaba la primacía de los
vivos, cuyas hazañas gloriosas aseguraban la prosperidad de las fututas
generaciones en nombre de los antepasados, que simbolizaban, eso sí, el legado
eterno del linaje.
La cultura guerrera del período de Primaveras y Otoños igualó el honor y la
virtud con el progreso marcial, no con el pedigrí moral ni con la deferencia al
orden ritual. Las relaciones entre estados estuvieron gobernadas ahora por
juramentos y pactos santificados por sacrificios de sangre. Se trata de
acuerdos y juramentos en los que los ancestros y otros espíritus actuaban como
testigos y garantes del cumplimiento de los mismos y como agentes de castigo
para los que violasen los votos.
Las relaciones entre vivos y muertos siguieron sufriendo transformaciones
mayores. Si bien el aspecto ritual de los ancestros evolucionó en la dirección
de una cada vez mayor abstracción y sistematización, ahora se creía que tanto
los individuos como los antepasados tenían su propia existencia, su propia
alma, y su destino particular en la otra vida. A los ojos de las personas
vivas, el fallecido encarnaba cada vez un mayor número de personalidades,
aunque su preeminencia ritual disminuyese. El culto honorífico de la aristocracia
guerrera fortaleció vívidas imágenes de los ancestros como figuras heroicas
cuya robusta vitalidad no podía estar circunscrita a los vericuetos de la
existencia de los mortales. En ocasiones, los espíritus de los muertos
aparecieron como titanes que resplandecían con vestimenta de batalla, aunque la
mayoría llevaba una patética existencia como fantasmas que dependían de sus
descendientes para su sostenimiento.
Al margen de los sacrificios ancestrales quedaban los fantasmas huérfanos,
condenados a una existencia sombría como espíritus perturbados que no conocían
descanso.
La cultura de los Zhou Orientales fue permeada por el temor a los fantasmas
o espíritus de muertos que permanecían (o eran reluctantes a dejarlo), en el
mundo de los vivos. Uno de los propósitos cruciales de la adoración de los
ancestros era mantener al muerto en su lugar. Adecuadamente cuidadas, las almas
de los muertos podían permanecer en la tumba y no buscaban, entonces, retornar
al mundo de los vivos. La razón más
probable por la cual los fantasmas de los muertos permanecían más tiempo del
debido en el mundo terrenal era porque su propia vida no se había extinguido
por completo, dejando un residuo de vitalidad liminal en la forma de un
fantasma. Este hecho era especialmente cierto cuando alguien moría
violentamente o se suicidaba, o bien cuando un niño fallecía durante su
infancia.
Si un espíritu no recibía ofrendas propias de sus descendientes se veía
obligado a retornar al reino mundano en busca de nutrición. La morbilidad de
tales fantasmas podía dañar la fuerza vital de alguien vivo, causándole
enfermedades o la muerte. Se pensaba que las víctimas de violencia eran
activamente proclives a la malevolencia, pues buscaban venganza contra aquellos
responsables de sus muertes[2].
En las Crónicas de Zuo hay
referencias a las almas po y hun, que marcan la emergencia de la
concepción dualista del alma postmortem que llegará a ser crucial en época Han.
Los seres humanos poseían una identidad somática y otra psíquica. Al morir, las
almas po y hun se dividían, cada una buscando su propio lugar de reposo. El
alma hun, espíritu consciente de la
persona, salía del cuerpo y se disolvía. El alma po, por su parte, continuaba residiendo con el cuerpo, si bien lo
abandonaba también en el momento en que aquel empezaba a degradarse.
A partir del siglo IV a.e.c. las clases nobles se enfrascaron en la idea de
escapar de la muerte. Eso explica la proliferación de descripciones de paraísos
terrenales poblados por inmortales. En algún tiempo ellos mismos mortales, los xian o inmortales lograban, tras arduos
regímenes de dieta, ejercicios de yoga y la ingestión de elixires, purgar su
cuerpo de sus propiedades groseras y se transformaban en seres de luz, etéreos
y capaces de ascender a paraísos sitos en las nubes. Los xian alcanzaban así la inmortalidad escapando de la muerte. Se
imaginó que estos inmortales vivían en islas o en el monte Kunlun. Esta montaña
estaba situada en el lejano occidente, donde moraba la Reina Madre de Occidente,
quien resurgió en la mitología Han como la guardiana de los secretos de la
inmortalidad, que únicamente transmitía a los más augustos príncipes del ámbito
mortal.
Al decaer la autoridad Zhou también declinó el culto de Tian. Los gobernantes de los estados
independientes orientaron su atención a los cultos regionales, sobre todo a las
deidades tutelares de sus propios dominios. La noción de un ser supremo que
actuaba como árbitro de los destinos humanos persistió, este vez en la forma de
Shangdi o Tiandi. Pero era una deidad, como antaño, distante, inescrutable. Con
los fundamentos morales de la monarquía en ruinas, dejó de buscarse el orden
moral en el cosmos. Era el inicio del período de los Estados Combatientes que
derivaría en la primera formación imperial en China, Qin.
El legalismo, corriente que se impondría bajo el predominio Qin, negaba
cualquier fuerza sobrenatural de legitimación moral y política. Pero a pesar de
austeridad y racionalismo comprometido de la filosofía legalista, los
gobernantes de Qin y de sus estados rivales antes de la unificación, confiaban
en presagios y profecías que les ayudasen a triunfar en las contiendas entre
ellos. El racionalismo escéptico se vio contrabalanceado por una ansiosa
búsqueda de un significativo patrón que entendiera los asuntos humanos y
cósmicos como un conjunto. Hombres letrados se acercaron a las cortes de los
monarcas más poderosos para ofrecerles conocimiento esotérico y formulaciones
mágicas que les capacitasen para alcanzar una inmortalidad política y también
personal. Estos maestros de las artes ocultas (fangshi), poseían un extenso repertorio de
habilidades mánticas cuya eficacia descansaba en un fundamento ontológico
común, la cosmología correlativa.
Se ha dicho, finalmente, que la unidad esencial de la religiosidad china
debe encontrarse en un substrato chamanístico que subyace bajo las distintas
tradiciones. Sobre este enunciado, se ha hecho un ligero complemento,
advirtiendo que la posesión espiritual, mediada por fashi (maestros del ritual) dentro del contexto de los rituales de
exorcismos y terapéuticos, fueron la base común de la práctica religiosa china
de la antigüedad.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP-UGR. Marzo del 2016.
[1] En los bronces rituales Shang se representaban imágenes de criaturas
fantásticas, espíritus o sacerdotes portando máscaras animalescas. La
representación más destacada fue el taotie,
un zoomorfo fantástico que se distinguía por sus prominentes ojos, colmillos y
cuernos, y que solía asociarse con un tirano monstruoso, insaciable de lujuria
y avaricia. Las figuras humanas
emplumadas, con gorros en la cabeza y máscaras de animales que decoraban las
piezas de jade de la cultura neolítica Liangzhu (III milenio a.e.c., en el bajo
Yangzi), parece un claro paralelo de las representaciones taotie.
[2] La cultura de la violencia y del ciclo sin fin de
venganzas, que inspiraba verter sangre, fue nuclear en la cultura de la
aristocracia guerrera de los Zhou Orientales, que produjo muchas almas
fantasmales, incapaces de hallar paz hasta que las injusticias que habían
sufrido hubiesen sido vengadas. En la Crónica
de Zuo abundan historias relativas al accionar de fantasmas vengativos.
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