Imágenes, de arriba
hacia abajo. Una estela hitita con presunta deidad sentada. Datada hacia 850
a.e.c.; una figurilla de deidad alada hitita. Siglo XIII a.e.c.; y un vaso
hitita con decoración antropomorfa y zoomorfa. Siglos XV-XIII a.e.c.
En el mundo hitita el
cosmos estaba supervisado por toda clase de vida sobrenatural. Las deidades
habitaban los reinos superiores, celestiales e inferiores o terrenales. Montañas,
árboles, fuentes o rocas poseían su respectivo dios o espíritu residente, que
no eran meras abstracciones, sino entidades vitales. Incluso las sustancias
naturales se concebían como fuerzas vivas que encarnaban emociones humanas.
Un rasgo peculiar,
aunque no exclusivo de los hititas fue su capacidad para absorber y asimilar muchas
deidades de las ciudades o reinos que sucumbieron a su poderío militar. El acto
de remover las estatuas de las divinidades locales y reubicarlas en los templos
del conquistador marcaba, físicamente, la transferencia de esas divinidades al
panteón del conquistador. Pero las deidades retenían su identidad individual,
incluso si su función, nombre o carácter era idéntica a las de los dioses
hititas. El resultado fue una enormemente compleja, confusa y asistemática
aglomeración de deidades en el panteón. Los dioses palaicos del norte de
Anatolia, aquellos de las regiones luvitas del occidente y el sur, o los dioses
hurritas y los tomados de un extenso rango de centros cultuales en Siria y
Mesopotamia se añadieron al panteón hitita de tal modo que la mayoría de sus
participantes fue de origen foráneo.
Esta actitud, que
podría denominarse como una tolerancia religiosa políticamente condicionada,
demostraría cuán lejos y sobre cuántos pueblos los hititas extendieron sus
conquistas. La ausencia de un dogma teológico y de una doctrina religiosa
oficial aseguraba que no existiesen obstáculos para la recepción de cultos
foráneos y deidades de dónde los hititas deseasen, fuese tanto por motivos
políticos como por cualquier otro tipo de razones.
Al final del reino
antiguo se hicieron intentos en los más altos niveles para ordenar el vasto
conjunto de deidades del panteón. En su rol de sacerdotisa principal Puduhepa, esposa
del rey Hattusili III, se embarcó en una empresa mayor al revisar las
tradiciones y prácticas religiosas de todo el ámbito hitita. Comenzó
racionalizando el panteón estableciendo sincretismos entre algunas deidades
principales. En particular, identificó los dioses hititas con sus
contrapartidas hurritas. El dios de la tormenta de Hatti se equiparó
formalmente con Teshub, en tanto que su consorte, reconocida en el culto
estatal oficial como la diosa del sol de Arinna, deidad femenina primordial de
los hititas, fue igualada con la Hepat hurrita. La descendencia de la
pareja Teshub-Hepat fue reducida a un
hijo prominente, Sharruma, dios hurrita del sur de Anatolia, cuyo equivalente
fue el dios de las tormentas Nerik, y a una hija, Allanzu, quien tuvo una
cercana asociación con el centro cultual de Kummanni. Sharruma llegó a ser, en los últimos tiempos
del reino antiguo, la deidad personal del rey Tudhaliya IV.
Estos sincretismos
reflejan también bastante claramente la progresiva hurritización de la cultura
hitita. El proceso sincrético, no obstante, parece que no se extendió, al menos
oficialmente, más allá del nivel de la sociedad divina. En cualquier caso,
importantes esfuerzos fueron hechos para estructurar una suerte de sistema de
rangos divinos del panteón agrupando deidades femeninas y masculinas en círculos
o kaluti, tal y como se ve
representado en filas separadas de dioses masculinos y femeninos en Yazilikaya.
En el fondo estas
acciones intentaron, asimismo, promover un gran sentido de coherencia y unidad,
tanto cultural como política, dentro de un imperio vislumbrado como un
conjunto. Pero tal dinámica no es contraria al espíritu de tolerancia hitita,
que implicaba la preservación y mantenimiento de las tradiciones, creencias y
divinidades locales. En último caso, hay que pensar que la racionalización teológica
y los conceptos abstractos de unidad y homogeneidad cultural no contarían mucho
en las comunidades locales si creían en la individualidad, en la localía y en
el carácter distintivo de los dioses a los que adoraban, y desconfiaban, por
tanto, de una unidad impersonal que ponía en peligro la identidad particular.
Las relaciones de las
deidades con sus adoradores mortales es como la del rey con sus súbditos, la
del dueño de la casa con sus sirvientes. Como los reyes en la tierra, los
grandes dioses vivían en magníficos palacios, con un equipo de subalternos y
dioses subordinados que les asistían en sus deberes y atendían sus necesidades.
Una vida de obediencia
a los dioses aseguraba su protección y bendiciones, y poder contar con los
favores divinos; lo contrario, significaba la ira y el castigo de las deidades.
Cualquier deidad podía ser invocada como defensora de la justicia y castigadora
de sacrilegios y faltas diversas. Cuando se firmaban tratados con reinos
vasallos o con potencias extranjeras, los dioses eran invocados como testigos
de ambas partes y pasaban a convertirse en protectores de los términos del
acuerdo, impidiendo su violación. De tal modo, los acuerdos eran sacrosantos e
inviolables en función de esta sanción divina. Las consideraciones de derecho y
de justicia más que los conceptos de gracia y misericordia determinaban,
generalmente, el modo en que los dioses juzgaban y trataban los asuntos humanos
de aquellos que se aparecían ante el tribunal divino.
Muchas deidades, como
los dioses de las tormentas, por ejemplo, pudieron haber empezado su existencia
como divinidades locales independientes de pequeñas comunidades que eran
autónomas, entidades que, coincidentemente, tenían muchos rasgos en común entre
sí, como se esperaría de sociedades agrarias cuyas vidas estaban centradas en
la productividad de los suelos y en la benevolencia de los elementos. Al ser
absorbidas tales comunidades en el reino hitita, y una vez que adoptasen la
burocracia hitita vertida en la escritura cuneiforme, las divinidades locales
se etiquetarían con un nombre común para todas, aunque permanecieran sus
identidades locales individuales.
Desde los inicios de la
historia hitita existió una especie de creencia en un rango jerárquico dentro
de la sociedad divina y, por tanto, la distinción entre un pequeño número de
deidades que ocupaban los primeros puestos de esa jerarquía en el panteón, y
una mayor cantidad de divinidades menores localizadas en los árboles, ríos,
fuentes o montañas.
El panteón hitita
incluía un determinado número de deidades tutelares y protectoras, tanto
masculinas como femeninas. Se identificaban con un término sumerio, lamma, usado como un título y
representado iconográficamente por una bolsa de caza, que servía como imagen
cultual. Las deidades funcionaban como espíritus guardianes de personas
individuales, de lugares y de actividades concretas. El bienestar del territorio dependía de la
guía y consejo que el soberano recibía en comunicaciones desde los señoríos
divinos. Algunos de tales mensajes procedentes de lo alto eran enviados a
través de presagios, a menudo en forma de fenómenos naturales, como
resplandores lumínicos de los rayos, eclipses y tormentas, o a través de los
sueños.
Las deidades hititas
fueron representadas como figuras humanas, en formas abstractas y con formas de
animales. En ocasiones, los dioses podrían ser representados por ciertos tipos
de objetos cultuales o en forma de tótem, denominados en los textos sobre
festivales y en los inventarios de culto, como huwasi, normalmente una estela de piedra esculpida en relieve que
se colocaba en los altares en los templos, aunque también podían ser estelas
usadas en un área determinada como marcadores de un recinto sacro.
En definitiva, la
religión hitita, que no contó con especulación ni contemplación teológica,
estuvo orientada hacia fines prácticos, pragmáticos y funcionales.
Prof. Dr. Julio López Saco
UCV-UCAB. FEIAP. 2 de febrero del 2016
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